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Opinión

Remitente Torrent

Roger Torrent.

El presidente del Parlamento catalán ha tenido a bien dirigirse a través de una carta al juez Pablo Llarena. Lo ha hecho después de haber propuesto por cuarta vez a la Presidencia de la Generalitat a un candidato cuya investidura sabe que no será posible. La secuencia cronológica es importante, ya que con toda probabilidad el nacionalismo catalán intentará explicar en pocos días que Jordi Sànchez no podrá ser elegido president por prohibición expresa de magistrado del Supremo. Esa falaz conclusión quizás solo convenza a los seguidores del independentismo, pero provocará seguro que las voces más cómplices salgan de nuevo a escena a afear la judicialización de la política y lo mal que está mezclarlas. ¿Cabe esperar que condenen con igual vehemencia el hecho de que el máximo representante de una cámara legislativa pretenda exigir a un juez que obedezca sus designios?

Ha habido numerosos momentos en los que el llamado ‘procés’ ha puesto en evidencia que, más allá del rechazo a España que es inherente al nacionalismo catalán, ha sido el rechazo a la democracia lo que ha movido muchas de sus acciones. El ejemplo más claro de cómo culminar un objetivo en fondo iliberal e insolidario a través de una forma antidemocrática fueron las sesiones plenarias de los días 6 y 7 de septiembre. Sin embargo, no son menores las continuas afrentas e intentos de desprestigio de los tribunales de Justicia. Recientemente, un grupo de activistas por la independencia señaló la casa del juez Llarena, pero desde 2015 miembros del Gobierno autonómico, entonces con Artur Mas, convocaron manifestaciones mientras acudían en comitiva a declarar ante el TSJC por desobediencia. La carta de Torrent al juez es una muestra más de desprecio a la separación de poderes.

Lo preocupante es que este reiterado desprecio a los jueces por parte del secesionismo no se haya circulado en los entornos diplomáticos de toda la Unión Europea

En primer lugar, la maniobra de Torrent, por cortas que tenga las patas, pretende hacer descansar su funesta labor al frente del Parlament sobre terceros. Pero lo que es del todo intolerable es que un representante público de cuya responsabilidad depende que no se produzcan abusos de poder, escriba abiertamente una misiva a un juez y se jacte en público de instarle -ese verbo usó- a dictaminar en un sentido concreto. «Convencido de que adoptará las medidas necesarias […] le envío un cordial saludo», acaba la carta. El formalismo del redactado no debiera confundirnos: si se diera el caso, qué no sería capaz de hacer alguien que no esconde lo que se parece a una coacción al poder judicial si fuera a su persona a quien se le imputan delitos. Qué privilegios no perseguiría y qué mecanismos no se saltaría.

Asunto menor, aunque merece también el pertinente desmentido, es que Torrent se atreva a asegurar, ya no en su nombre sino en el de toda una institución, que la ONU, cuya condición de tribunal no es tal, ha dictado medidas cautelares para que Sànchez pueda ser investido. Confundir una notificación, un mero acuse de recibo del Comité de Derechos Humanos con una decisión reservada a los tribunales puede explicarse bien desde la más absoluta vocación de engaño, bien desde el ridículo. Lo segundo es lo que antes le viene a uno a la cabeza cuando ve a Puigdemont convertido últimamente en devoto de las decisiones judiciales y destacando la "celeridad" de la ONU en decidir sobre Cataluña. Es como si uno recibe la usual respuesta por correo electrónico de alguien cuyo mensaje reza: "Estoy fuera de la oficina. Vuelvo a primeros de mes", y uno se congratula por la inmediatez de la respuesta.

Lo cierto es que a estas alturas tiene poco sentido preguntarse si es el cinismo o la ignorancia lo que motiva esas decisiones: han probado que son ambas compatibles. Lo preocupante, esta semana que hemos vuelto a escuchar intentos de desprestigio de las instituciones democráticas españoles -incluso en boca de una ministra alemana-, es que esta reiterada voluntad de los líderes independentistas de desprecio a los jueces no se haya circulado en los entornos diplomáticos de toda la Unión Europea. Que los poderes públicos se sometan a control judicial no es algo accesorio a un parlamento ni un capricho de selectas sociedades, es un elemento esencial en cualquier democracia.

La única baza que le queda al nacionalismo catalán es intentar desprestigiar al máximo a las autoridades judiciales españolas para conseguir paliar con palabras y propaganda las consecuencias de sus hechos irresponsables. Pretendían dejar sin la nacionalidad española y sin la ciudadanía europea a siete millones y medio de personas: defender la labor de los jueces que intentan delimitar qué responsabilidad penal afrontan es lo mínimo que podemos hacer. ¿Quién lo va a decidir, si no? ¿Les da la carta alguna pista?

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