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Opinión

¿Podemos hablar de revolución en Cataluña?

Disturbios en Barcelona durante la semana pasada por la sentencia del 'procés'

La sentencia del Tribunal Supremo dejó claro que una cosa es el significado jurídico y otro el filosófico y sociológico de violencia, rebelión y golpe de Estado. En realidad, es que las normas y la interpretación que les sigue van muy por detrás de la realidad de los movimientos políticos y sociales.

Ocurre lo mismo con las medidas que se ponen para contener el terrorismo callejero. Los métodos para prever los movimientos policiales, repelerlos, escabullirse y dañar lo más posible son del mismo calibre, e incluso superior, al que utilizan las fuerzas del orden. En muchas ocasiones, como en Barcelona estos días pasados, es un verdadero milagro que los violentos no sean más expeditivos y no estemos lamentando la pérdida de vidas.

Descontrolados y antisistema

Los antisistema, o antifascistas, tienen en todo el mundo especialistas en idear y organizar los ataques al orden establecido. La red internacional es impresionante. No son descontrolados o “radicales” como gusta decir la prensa, sino semiprofesionales de la violencia que dominan un territorio, tienen un metalenguaje, códigos, conceptos, organización y un objetivo. Cualquiera para ellos es un “fascista”. Lo describe muy bien Mark Bray en Antifa: Manual del antifascista (Capitán Swing, 2018).

El procés ha abierto una época de desorden en el que cabe cualquier forma de ataque al enemigo declarado. El principio es la necesidad de una Cataluña independiente, presa de un Estado opresor. Sobre ese marco cabe cualquier afirmación y acción. Por esa puerta pasan los actores clásicos que intentan aprovechar la debilidad de un Gobierno central: los políticos instigadores, las asociaciones a su servicio, las instituciones traidoras, y la masa.

El problema es cuando esa masa en cuyo nombre hablan los nacional-populistas queda frustrada porque no se cumplen con urgencia las promesas de los instigadores. La iniciativa pasa entonces a la gente, y es aquí cuando los procesos se desbordan de verdad, quedan descontrolados y dan una vuelta de tuerca.

Los acontecimientos de estos días en Barcelona, por muy duros que hayan sido, con heridos y agresiones a la Policía, incendios, saqueos y destrozos, no son una revolución. Es la nueva fase en la que se manifiesta el procés, ese callejón sin salida en el que ya ni siquiera un referéndum valdrá para los que han alzado barricadas y los que los han comprendido, justificado y apoyado.

El descrédito de Torra y Torrent, presidentes del Govern y el Parlament, les inhabilita para liderar el movimiento. Tampoco ningún otro líder “histórico”, como Puigdemont, y menos aún alguno de sus segundones. Ni siquiera Gabriel Rufián, quien se creía un “enfant terrible” adorado por sus exabruptos, y fue abucheado por los suyos en las calles de Barcelona.

La Ley de Seguridad Nacional y la aplicación del 155 son medidas legales y legítimas que Sánchez considera dañinas para sus intereses

Si los sediciosos intentaban utilizar el 1-O y las algaradas para forzar una negociación con el Gobierno central sobre un referéndum de autodeterminación, hay que decir que les ha salido mal. La “ensoñación” ni siquiera va a llevar al “pueblo catalán” a plantarse en una “revolución de las sonrisas” para, a la checoslovaca en 1989 y su terciopelo, obligar al Estado a conceder la independencia a Cataluña.

El resultado del procés ha sido la destrucción de la autonomía catalana, la desvertebración de una sociedad, el hundimiento de una economía, la huida del turismo de calidad, y la creación de una imagen negativa internacional que costará mucho limpiar. A esto se suman unos partidos rotos, unos líderes desautorizados y despreciados, unos sindicatos falsos -no olvidamos su contribución con la huelga revolucionaria-, una parte del empresariado gritando “libertad presos políticos”, la Universidad cerrada por orden de los violentos, y una TV3 goebbeliana.

No es un proceso revolucionario, sino de autodestrucción. A esto, además, se le añaden factores que ahondan la tragedia. La actitud del gobierno de Sánchez es débil y ambigua, con esa estrategia teenager de no coger el teléfono. Hablar no es dialogar. También sirve para ordenar y amenazar, que es su obligación en esta situación. La Ley de Seguridad Nacional y la aplicación del 155 son medidas legales y legítimas que Sánchez considera dañinas para sus intereses electorales.

Y hay otro factor: Iceta y el colaboracionismo del PSC, porque comprender y auxiliar, aunque solo sea retóricamente, es colaborar. Es un mal síntoma. El riesgo que corre la España democrática, esa misma que ha asentado el mejor periodo de convivencia y paz en nuestra Historia, es que quede infectada por el procés, esa maldita autodestrucción.

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