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Opinión

Neutralidad y pedagogía

Santiago Abascal, en rueda de prensa.

Recién formado el Gobierno, una de las primeras polémicas de la nueva legislatura ha surgido a cuenta de la educación. Podría resultar sorprendente pues no parece que los asuntos relacionados con la educación hayan tenido un papel destacado en los últimos debates electorales o atraigan la atención del gran público. La polémica no versa sobre los resultados de los alumnos españoles en PISA o sus variaciones regionales, el abandono escolar, de cómo funciona la enseñanza profesional o la reforma de la universidad; ni siquiera de cuestiones más llamativas políticamente como la mal denominada ‘inmersión lingüística’ o el adoctrinamiento en la escuela catalana. No, el tema ahora es el pin parental.

El pin parental es una propuesta que llevaba Vox en su programa y que ha puesto como condición a la hora de negociar los presupuestos de la Región de Murcia. Está concebido como una solicitud dirigida a la dirección de los centros escolares para que informen a los padres de las charlas y actividades referidas a "cuestiones morales socialmente controvertidas o sobre sexualidad" que se organicen en el centro, de modo que los padres autoricen de forma expresa si sus hijos asistirán o no a tales actividades complementarias. El blanco de la propuesta está claro: se trata de evitar "el adoctrinamiento en ideología de género" o una educación afectivo-sexual contraria a las convicciones morales o religiosas de los padres. Curiosamente, tal solicitud estaba ya recogida en las instrucciones de la Consejería de Educación a los centros de septiembre pasado, pero había pasado desapercibida; convertida ahora en exigencia pública para negociar los presupuestos, ha saltado al debate nacional con el formato de batalla cultural. Un tanto propagandístico para los de Abascal.

La ‘desjudicialización de la política’ proclamada en la investidura, donde se habló especialmente de las relaciones con las comunidades autónomas, va por barrios. Unas son más desjudicializables que otras

Las reacciones no se han hecho esperar. En rueda de prensa posterior al consejo de ministros, Isabel Celaá recordó que las actividades complementarias forman parte del currículum escolar y son de obligado cumplimiento; como tales, quedan incluidas dentro del ‘derecho fundamental de la persona a ser educada’. A la ministra de Educación le interesaba subrayar sobre todo que el derecho fundamental de los niños a la educación no puede ser vulnerado por nadie, ni siquiera por sus padres. De ahí su declaración: ‘No podemos pensar que los hijos pertenecen a los padres’. Una frase vistosa para los titulares.

Por lo demás, el anuncio de que el Gobierno central llevará al de Murcia a los tribunales por el pin parental tampoco habrá sorprendido a nadie. La "desjudicialización de la política" proclamada en la investidura, donde se habló especialmente de las relaciones con las comunidades autónomas, va por barrios al igual que el diálogo. Unas son más desjudicializables que otras. ¡Sin descartar la aplicación del 155 a Murcia, como sugería (o ironizaba) la nueva delegada del Gobierno para la Violencia de Género!

Ya tenemos guerra cultural montada y, como estamos viendo, no faltará sectarismo y ruido con que alimentarla. Vox gana protagonismo como derecha sin complejos, que da la batalla ideológica a la izquierda, lo que viene estupendamente a los partidos de la coalición para presentarse como baluartes democráticos frente a las tesis de la extrema derecha; si de paso el PP parece ir a remolque de Vox o se abren fisuras con Ciudadanos, tanto mejor. La pauta se repetirá.

Responsabilidad de los padres

Con todo, la cuestión de fondo es importante. La ministra Celaá fue hábil al plantear la discusión en los términos capciosos de si los hijos pertenecen a los padres; inmediatamente han salido muchos en tromba, Casado incluido, a defender que los hijos son de sus padres y no del Estado. De ahí nada bueno puede salir, intercambiando exageraciones y simplezas. Nadie discute en realidad que los hijos no son propiedad de sus padres, como Locke explicó hace más de tres siglos, o que los menores tienen derechos fundamentales. Pero no es menos cierto que los padres tienen la responsabilidad de velar por la educación de sus hijos y algo que decir al respecto.

De ambas cosas se habla en el artículo 27 de la Constitución, que tuvo una redacción complicada por los equilibrios que hubo que hacer para alcanzar el acuerdo; no por casualidad fue uno de los asuntos sobre los que más costó el consenso. Además de garantizar el derecho a la educación, el artículo reza en su apartado segundo que ésta tendrá por objeto ‘el libre desarrollo de la personalidad en el respeto a los principios democráticos de convivencia y los derechos fundamentales’ y en el tercero añade que los poderes públicos garantizan el derecho de los padres a ‘que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones’. A este derecho de los padres se agarran obviamente los defensores del pin parental. Puesto que las actividades complementarias a las que se refiere son parte del currículum escolar y por tanto obligatorias, ¿este derecho reconocido en la Constitución no implica que los padres pueden eximir a sus hijos de ciertas obligaciones escolares? De ser así, vendría a ser un derecho a la objeción de conciencia en el ámbito educativo.

Tal derecho a la objeción de conciencia escolar no existe, sin embargo, en nuestro ordenamiento legal. Así lo explicó el Tribunal Supremo cuando varios padres lo alegaron contra la asignatura de Educación para la ciudadanía y tuvo que decidir sobre la cuestión, tras las sentencias discordantes de varios Tribunales Superiores. Aunque referida a una parte más fundamental del tronco curricular, como una asignatura, aquella sentencia de 2009 decía cosas importantes que deberían servirnos de guía aquí. La fundamental es que, a la hora de interpretar el artículo 27, la Constitución obliga a encontrar un punto de equilibrio entre sus apartados segundo y tercero, pues se limitan mutuamente. Eso significa que ‘el Estado no puede llevar sus competencias en educación tan lejos que invada el derecho de los padres a decidir sobre la educación religiosa o moral de los hijos’, ni los padres ejercer el suyo de forma que desvirtúen el deber del Estado de garantizar una educación en el respeto a los principios morales que subyacen a una democracia constitucional. Que ese punto de equilibrio sea difícil de encontrar a veces, como dice el ponente, no exime de la obligación de buscarlo.

Más allá de los valores y principios que sustentan una democracia constitucional, rige para los poderes públicos una estricta obligación de neutralidad moral

El derecho de los padres no es ilimitado: queda circunscrito a las cuestiones religiosas o morales, e incluso en lo que se refiere a estas materias está condicionado por el deber que tienen los poderes públicos de promover no sólo el conocimiento de los derechos y libertades fundamentales, sino también la adhesión a los valores y principios morales sobre los que descansa el orden constitucional. Pero aquí está también el límite a lo que un Estado constitucional puede promover en cuanto a valores y moralidad a través de la educación en una sociedad pluralista, donde los ciudadanos tienen diferentes concepciones acerca de la vida individual y colectiva. Más allá de los valores y principios que sustentan una democracia constitucional, rige para los poderes públicos una estricta obligación de neutralidad moral: ni pueden hacer suyo un credo religioso particular ni patrocinar valores o concepciones de vida socialmente controvertidos.

Fijémonos en que ese deber de neutralidad se aplica a las administraciones educativas, a las direcciones de los centros escolares y también a los profesores en su labor docente, incluyendo la programación de actividades complementarias. Y prohíbe, en palabras de la sentencia mencionada, ‘imponer o inculcar, ni siquiera de manera indirecta, puntos de vista determinados sobre cuestiones morales socialmente controvertidas en la sociedad’. Como argumenta el ponente, en una sociedad democrática la administración educativa no puede arrogarse el papel de árbitro de las cuestiones morales controvertidas.

Adoctrinamiento y proselitismo

¿Se sigue del deber de neutralidad que las cuestiones morales controvertidas han de quedar fuera de la escuela? En absoluto. Si queremos formar ciudadanos autónomos, hemos de presentar a los estudiantes las diferentes concepciones morales, religiosas o filosóficas, así como las controversias entre ellas, que encontramos en una sociedad plural. El deber de neutralidad no excluye el que se traten en las aulas, sólo limita el modo de tratarlas, proscribiendo el adoctrinamiento y el proselitismo. De ahí que puedan ser explicadas o discutidas siempre que se observen algunos principios inexcusables de objetividad, exposición crítica y respeto por el pluralismo en el tratamiento. Que hay muchos grises aquí lo sabe cualquiera que haya pisado un aula. Pero también somos capaces de apreciar la distancia que va de quien busca ser imparcial y crítico al que pretende captar voluntades o ganar adhesiones para una causa, del profesor al activista.

En cualquier caso, la polémica del pin parental puede servirnos para recordar que, si los padres carecen de un derecho a la objeción de conciencia en cuestiones educativas, el orden constitucional establece límites claros a la actuación de los poderes públicos en la escuela, fijando un deber de neutralidad que a todos obliga. De lo que se sigue que, en una democracia constitucional como la nuestra, la escuela no puede ser un instrumento de transformación social al servicio de una causa, como es querencia de cierto progresismo, ni debería ser campo de batalla para las contiendas ideológicas.

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