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Opinión

Un cara a cara con Fidel en el Meliá Varadero

Un cara a cara con Fidel en el Meliá Varadero

El Comandante tenía anunciada su llegada a la explanada del Hotel Meliá Varadero a las 5 en punto de la tarde, pero desde las 4, a pleno sol, la “gloriosa brigada” de trabajadores que había construido el edificio piramidal en tiempo record, orgullo de la Revolución, estaba a pie firme, limpios, derechos todos como una vela y en posición de revista, en un lateral del hotel cuya inauguración iba a presidir Fidel Castro. El Comandante tardó en aparecer cerca de media hora sobre el horario previsto, pero la espera mereció la pena. Aunque lejos ya la aventura de aquel PCE en el que milité en vida de Franco y que abandoné, como todos los integrantes de mi “célula” –entre ellos José María Barreda, que andando el tiempo se convertiría en presidente del Gobierno de Castilla-La Mancha- tras las primeras elecciones generales de 1977, confieso que estar por primera vez a dos metros de la figura histórica, del revolucionario que, embutido en un traje verde oliva como recién planchado, como recién salido de fábrica, ocupaba ya por derecho propio un lugar en los libros de historia, me produjo un fuerte impacto emocional.

Ante el pequeño grupo de periodistas españoles que, invitados por Gabriel Escarrer, patrón del Grupo Meliá, asistíamos a la inauguración, año 1994,  del primer hotel gestionado –gracias a los buenos oficios del rey Juan Carlos y de Bruno Kreisky, canciller federal austriaco y vicepresidente de la Internacional Socialista- por una empresa española en la Cuba revolucionaria, desfilaba un hombre al que la izquierda europea había convertido en un mito viviente, un héroe del pueblo capaz de derribar la dictadura de Batista y hacerle frente al “imperialismo yanqui”. Es verdad que para entonces del mito del revolucionario benefactor no quedaba ni las raspas. El pueblo cubano se moría literalmente de hambre, mientras los más arrojados se echaban al mar en humildes embarcaciones que rara vez lograban alcanzar las costas de Florida, pero, pelillos a la mar, aquel día del verano caribeño y en Cuba, uno tenía la ocasión de estar frente al hombre que durante mi primera juventud había encarnado todas las virtudes de la abnegación y el heroísmo.  

El Comandante se largó un discurso, relativamente breve para lo que solía ser habitual en él, ensalzando la labor de la “gloriosa brigada” que, con su esfuerzo, había hecho posible el milagro de aquella hermosa edificación, y a continuación todos los presentes empezamos a desfilar hacia el interior del hotel, en cuyo salón de actos se iba a celebrar una conferencia de prensa con el amo y señor de Cuba. Ese había sido precisamente el cebo de aquel viaje a la isla: la promesa, más o menos explícita, del propio Escarrer, de que el grupito de periodistas españoles que le acompañábamos íbamos a tener la oportunidad y el privilegio de charlar cara a cara con Castro durante tiempo indefinido. Pero al entrar en la platea de aquel gran anfiteatro, mi gozo se fue al pozo. Aquello estaba de bote en bote, con las primeras filas ocupadas por dizque periodistas y cámaras de televisión cubanas y de países latinoamericanos varios, emisoras de radio y canales de tv de claro matiz izquierdista todos, simpatizantes todos con la Revolución. Por un momento pensé que Fidel se disponía a hacer algún anuncio trascendental, capaz de dar la vuelta al mundo.

Mientras trataba de superar la sorpresa que me producía la presencia de aquel gentío congregado para inaugurar algo que en España habría merecido la presencia del alcalde del pueblo, conseguí colocarme con no poco esfuerzo en el centro de la quinta o sexta fila, frente a la mesa presidencial en cuyo centro se acomodaba ya el gran Fidel y una cohorte de ministros de su Gobierno, amén del propio Escarrer y ejecutivos de su grupo. Desde el minuto uno levante la mano pidiendo el uso de la palabra, pero aquello se demostró pronto misión imposible. Todo eran preguntas laudatorias con respuesta inducida sobre las gloriosas conquistas de la Revolución cubana, todo un infame peloteo a Castro, de modo que después de varios intentos infructuosos, dejé de levantar la mano decidido a disfrutar del espectáculo. Y en esto que el vicepresidente del grupo Meliá abandona la mesa presidencial, se acerca con dificultad hasta mí, y en voz baja me dice que levante la mano, que el ministro de Información cubano sentado a la izquierda de Castro me va a dar la palabra como representante de los periodistas españoles presentes.

Preguntar a Castro por elecciones democráticas

Y en efecto, una amable señorita me pasa un inalámbrico, de modo que, puesto en pie, me lanzo a perorar sobre la emoción que para mí supone, Comandante, hallarme frente al mito que ha acompañado los sueños revolucionarios de tantos jóvenes españoles durante tanto tiempo, la ilusión de una primera visita a Cuba que me ha permitido descubrir esa íntima relación existente entre la isla y España, imposible de extrapolar a cualquier otro país de habla española, la conciencia del drama que para la España del 98 supuso la pérdida de Cuba, solo perceptible cuando uno pisa la isla y se empapa de su peculiar aroma, pero también, añado, la sorpresa que me ha producido comprobar el ambiente de decepción en que viven muchos cubanos, la miseria palpable en cada uno de sus rincones, y la infinita ansia de libertad que cualquier cubano que no pertenezca a la nomenklatura del partido es capaz de susurrarte al oído en cualquier esquina lejos de testigos incómodos. Y en estas condiciones, Comandante, mi pregunta es la siguiente: ¿En qué condiciones estaría usted dispuesto a dar paso a unas elecciones libres, como le está solicitando la comunidad internacional, que conduzcan a un Gobierno verdaderamente democrático en la isla de Cuba?

Un silencio espeso cayó sobre el auditorio. Miradas cargadas de sorpresa y reprobación en mi derredor, y el comandante que se lanza a hablar. Recuerdo perfectamente dos de sus argumentos condenatorios. Que cómo era posible que un español, miembro de un pueblo que había luchado durante no sé cuántos siglos por liberar a su país de la dominación árabe, fuera capaz de pedir a Cuba y a los cubanos que se rindieran de nuevo al odioso imperialismo yanqui que, al otro lado del canal de Florida, estaba listo para extender su zarpa sobre la isla. Presa de un cabreo que no intentaba disimular, Fidel se iba calentando, y hubo un momento en que comenzó a sudar copiosamente, de modo que mientras peroraba se secaba el sudor de su frente con un enorme pañuelo blanco, tan impoluto como su casaca verde oliva que vestía, con lentos movimientos de su brazo derecho. Su indignación no parecía tener límites. Y de repente casi gritó: ¡y además, una cosa le voy a decir, compañero, y es que ni usted ni nadie tiene derecho a inmiscuirse en los asuntos internos de Cuba como tampoco los cubanos nos metemos en los asuntos internos españoles…! Y con un movimiento brusco se levantó de su asiento, dando por terminada la rueda de prensa ante la atónita parroquia.

Todos en pie y casi en posición de firmes, le vi desfilar lentamente por el pasillo a cuatro o cinco metros de donde me encontraba. Seguía sudando por todos los poros de su cuerpo. Tras él, Gabriel Escarrer, que me lanzó una mirada asesina de soslayo. Le acababa de arruinar la fiesta. Todos estábamos citados para, a continuación, tomar parte en la cena de inauguración del hotel en un enorme salón profusamente decorado y alumbrado. Media langosta y medio pollo asado con patatas, manjares que millones de cubanos jamás podrían probar porque estaban reservados para los dólares de los turistas que empezaban a llegar a la isla dispuestos a disfrutar de playa y sexo, las dos especialidades de la revolución castrista. A la mañana siguiente, Escarrer me confesó que Fidel, con quien había compartido mesa, “tardó un cuarto de hora en serenarse y recuperar la compostura”. No osé preguntar detalles por los epítetos que me dedicó.

Me preocupe más, a pesar del “cordón sanitario” que a partir de mi pregunta a Fidel colocó el régimen en mi derredor, por constatar allí donde pude el ambiente de oprobio, pobreza extrema y falta de libertad en la que una mayoría de cubanos vivía en la isla, señas de identidad o imagen de marca de una ideología que, a lo largo de sus 100 años de historia, no ha producido más que miseria y muerte por las cuatro esquinas del planeta Tierra, pero que, cosas de la humana naturaleza, algunos listos con aire profesoral todavía pretenden vendernos hoy como mercancía nueva en esta peripatética España del siglo XXI. Que la muerte del tirano caribeño traiga pronto la libertad al pueblo cubano.

 

       

 

 

 

 

 

 

        

 

BARCELÓ Con notable ímpetu las compañías hoteleras españolas, singularmente las mallorquinas, desplegaron desde 1955 sus ansias expansionistas tanto en la península como en Canarias. Crecían exponencialmente al socaire de una paz restaurada (1945) que en diez años había dejado atrás la frontera de la sangre, sudor y lágrimas para entrar cautelosamente en una nueva etapa. Quiero decir que, de Pirineos arriba, se volvería a comer perdices. No en España, ubicada en el lazareto de los proscritos porque don Francisco Franco, ayuno de la gracia de Dios, había seguido el camino equivocado.

Y como los pobres atraen, porque son baratos y sumisos ante el dinero, los de Pirineos arriba empezaron a financiarnos hoteles y más hoteles que llenaban año tras año, al extremo que, casi sin darse cuenta, los empresarios hoteleros, recuperada su independencia económica, se sintieron estrechos en Mallorca e iniciaron su expansión nacional. Sembraron de establecimientos turísticos tanto la península como las Islas Canarias y pronto levantaron el vuelo a los países del Caribe.

Compitieron con los gurús hoteleros norteamericanos. Riu se mallorquinizó. Pepe Hidalgo también. Y algunos más.

Uno tras otro, atraídos por aquel brujerío encantado de ron y caña, llevaron sus logros a unos y otros países de islas coralinas y a los demás países continentales.

Pero no a Cuba, país orgulloso de régimen singular que no admitía forasteros en la construcción ni en el manejo de los servicios hoteleros. Esa tarta terciaria debía ser exclusivamente para el pueblo cubano. Así lo quería el que tenía la sartén por el mango.

Cuba era el demonio de los gringos, pero allí puso los ojos Gabriel Escarrer.

Por aquel entonces mi condición respecto a Hoteles Sol era la de consejero externo en áreas hispanoamericanas, a las que yo iba dedicando estudios y visitas que me permitieron saludar, en audiencias privadas, a todos los presidentes de las repúblicas hispánicas. Las puertas de los despachos presidenciales se me abrieron gracias a singulares intervenciones del rey don Juan Carlos o bien de Bruno Kreisky, –uno de mis mejores amigos– canciller federal de Austria y vicepresidente de la Internacional Socialista, por entonces presidida por Willy Brandt y vicepresidenciada también por Olof Palme. Creo que en todas parte dejé buen recuerdo y a personas con las que aún mantengo contactos. Así que, la concha que quería abrir Gabriel Escarrer era la hermética Cuba. Gabriel Cánaves y yo actuamos de acompañantes.

Para ello acudí a Bruno Kreisky. A mi solicitud correspondió con una carta a Fidel que hice llegar al despacho del comandante. Fechada el 31 de enero de 1989.

Al cabo de muy poco tiempo, se inició la negociación y firma del primer contrato de inversión mixta concertado por el gobierno cubano con una empresa "capitalista" de país no totalitario. Nadie se había atrevido a tanto. ¿No era suicida pactar con Castro?

 

Quiero diferenciar las empresas constituidas entre países comunistas que se negocian de gobierno a gobierno teniendo un gran peso específico las consideraciones político-doctrinales. Por ejemplo: Cuba con China, Venezuela con Cuba, etc. Ello no obsta que un tercero con experiencia de manejo no sea invitado a una corta participación accionaria. Por ejemplo: China con Cuba y Sol Meliá.

Aquella negociación primera parió un hotel: el Sol Palmeras, abierto en junio de 1990. En 1994 se inauguró el Meliá Varadero.

Me cupo el honor de ser corredactor del primer contrato de inversión mixta junto con una abogada cubana. En Cuba firmaba Abraham Maciques, presidente de Cubanacan, empresa gubernamental única en la materia.

Pero el exilio cubano de Miami, acaudillado y bendecido por los Estados Unidos, no podía consentir que se quebrase el nudo corredizo que se tensaba por el cuello de Cuba, para acabar con el gobierno de Fidel.

Así que en mayo de 1992, en construcción el Meliá Varadero, vino a España para encontrarse conmigo el presidente de la Unión Liberal Cubana en el Exilio, Carlos Alberto Montaner. La Unión tiene su cuartel general en Miami y casa abierta en Madrid.

Habló con suma corrección pero con amenazas veladas: echarían a Meliá de los Estados Unidos, cuyo Gobierno era valedor de las actividades de la Unión Liberal Cubana y, sobre todo, mantenedor del embargo de víveres, de armas y hasta del aire si hubiera podido.

La documentación gráfica que acompaño no deja lugar a dudas sobre la veracidad de lo que llevo escrito. Añado, sin fotos, que por aquellos días en una recepción con motivo de la estancia oficial de un jefe de Estado extranjero en España, se ofreció un cóctel-salutación al que Escarrer y yo fuimos invitados.

Departimos unos instantes con Felipe González, entonces presidente del Gobierno, contándole nuestra batallita por Cuba. Nos animó a seguir. Entretanto se nos acercó el Rey con una sonrisa: "¿De qué habláis?", preguntó. En unos minutos le pusimos en antecedentes así como de la opinión de Felipe. Al tiempo que se iba a otros corrillos se despidió diciendo: "Es un buen consejo, seguidlo".

Yo no soy castrista pero tampoco anticastrista, porque tendría que censurar que con Castro se haya acabado con el analfabetismo, se hayan creado muchas docenas de universidades, se ha enseñado a trabajar a los soñolientos, se ha conseguido que la mayor longevidad del mundo sea cubana, que se exporten médicos, que Cuba dejase de ser el prostíbulo de los gringos y el tugurio de Batista.

Me extrañó, la primera vez que fui a Cuba, una exhibición de unanimidad política –hablo de hace muchos años– que asumía aquello de: "Si Fidel es comunista que me pongan en la lista. Yo quiero ser como él". Y otro eslogan: "Comunismo o muerte. Venceremos".

 

Algo parecido a esas expresiones exhibieron las brigadas internacionales en la zona roja de España. Dos gallegos cabalgando; uno, nuestra patria española; otro, Castro, su patria cubana. Es hijo de padres gallegos.

Uno y otro, sacrificadores dogmáticos, arrasaron todo cuanto se oponía a su talibanismo a ultranza.

Una pregunta subyace en mi conciencia: ¿Cómo sería una Cuba castrista sin dogal económico?

¿Y no será ese dogal el que mantiene vivo al castrismo?

Que el régimen caerá como caen todos los regímenes, haya sido corta o larga su vida, es obvio. Más aún: se está cayendo y tras él también caerá algún indigenismo pervertido como el de Chávez y sus epígonos. Se caerán también, sobre todo cuando la lucecita de El Pardo cubano –léase Fidel Castro– entre –quizá bajo palio– en la eternidad, que está a la vuelta de la esquina.

Viendo que Sol Meliá prosperaba en Cuba, las demás compañías españolas accedieron al festín. Ahora ya estamos todos.

Algún día contaré otras travesuras en que me he visto involucrado, no menos dignas de ser sabidas como la que hoy dejo escrita.

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