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Opinión

El rey Felipe VI le hace el trabajo a Mariano Rajoy

El Rey Felipe le hace el trabajo a Mariano Rajoy

Es la era de los españoles blanditos. Blanditos o blandiblús, como esa masa viscosa y resbaladiza con la que solían jugar los niños en el cole para componer todo tipo de figuras. Moldeable, manejable, escurridiza incluso. Lo contrario de lo firme, seguro, sólido. Así son los españoles de hoy. Es verdad que ya son minoría los que conocieron los horrores de la Guerra Civil, y que la inmensa mayoría, no digamos ya las nuevas generaciones, han vivido en el confort del más largo periodo de paz de la historia de España, con crecimiento y bienestar material generalizado, con acceso a buenos servicios sanitarios, educacionales, culturales, deportivos, de ocio… La rueda del consumo y la vida muelle al alcance de casi todos parecía no tener fin.

Tal vez sea esa la razón que explique el susto mayúsculo, el miedo, el sobresalto, que una mayoría de españoles se llevaron el domingo tras la intervención en Barcelona de las fuerzas del orden que, en cumplimiento de una resolución judicial, trataron de impedir la celebración del ilegal referéndum del 1-O.
Susto, pánico, incluso pavor. Conozco a decenas de madrileños aparentemente bien plantados que aún hoy sufren el efecto del canguis, no han superado el estado de shock producido en sus cándidas almas por algunas de las escenas contempladas por televisión.

Casi todas manipuladas, casi todas falsas, como los ochocientos y picos heridos. Como el propio resultado del referéndum, algo que hoy ya no interesa a nadie. Jamás pudo soñar el señor Puigdemont con acojonar de tal modo a la española tropa con su desafío calculado. En cualquier carga policial contra los hinchas rebeldes de un equipo de fútbol se suelen repartir más mamporros que el domingo en Barcelona. Pero la sociedad amorfa acostumbrada a la vida muelle, al todo derechos sin ninguna obligación, se lo hace en los pantalones en cuanto salta al ruedo un toro dispuesto a turbar la paz de los cementerios, la siesta al borde del mar tras la paella en el chiringuito de la playa. Pero ¿qué esperaba Juan Español? ¿Creía que el envite que el nacionalismo xenófobo y supremacista le ha planteado a España era una broma?
Parece que sí. Y entre los más asustados, los más sorprendidos, los más acojonados, el Gobierno de la nación.

Con Mariano Rajoy al frente. El universo de Moncloa pareció entrar el domingo noche en una profunda depresión de la que aún no se sabe si se ha recuperado, porque no hay parte médico que así lo atestigüe. La cagalera de Mariano vino motivada por la dimensión de la derrota sufrida en ese campo de Agramante hoy tan decisivo como es la comunicación y la imagen. Lo anuncié aquí mismo hace escasas fechas: el Gobierno estaba perdiendo la batalla de la comunicación. La ha perdido por goleada. Es el triunfo de las patrañas de los Puigdemones. La exaltación de la mentira. La apoteosis de la mentira. Su elevación a los altares de la manipulación política. Es el manual de propaganda goebbeliano, cuyo quinto punto, llamado “Principio de la vulgarización”, dice así: “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar”.

La cagalera de Mariano vino motivada por la dimensión de la derrota sufrida en ese campo de Agramante hoy tan decisivo como es la comunicación y la imagen"

Las briosas crónicas de los corresponsales extranjeros dispuestos a vivir su particular y orwelliano 'Homage to Catalonia' sin haberlo leído, surtieron sobre el asustado Juan Español el efecto añadido de sacar a la superficie sus viejos complejos de inferioridad frente a Europa y los europeos, unos complejos que la modernidad española, tan celebrada fuera en tantos terrenos, parecía haber enterrado para siempre. ¡Uyyy, qué van a decir de nosotros en Europa! Una preocupación que no parecen haber sentido los presidentes de Polonia y Hungría, por poner dos ejemplos de países que han hecho de su capa un sayo sin miedo a la reacción del tigre de papel de Bruselas. Lo que resulta evidente es que el Gobierno Rajoy no ha preparado en absoluto a los españoles para lo que se les venía encima, no ha hecho pedagogía sobre las consecuencias, los riesgos que el intolerable desafió a la paz y la convivencia lanzado por el separatismo catalán podía y puede significar para la vida de 46 millones de personas que hasta ahora han vivido en el mejor de los mundos. Cataluña está fuera de control.

El resultado es que el Gobierno de la nación ha perdido el control de Cataluña. El Gobierno ya no manda en Cataluña, aunque no está claro si ese mando lo tiene Puigdemont y su cohorte, o está ya en otras manos, en las de esa CUP antisistema y anticapitalista, es decir, comunista. Lo que allí está en marcha es una revolución, la revolución de una minoría radicalizada y llena de odio (“Soraya, lo de los hoteles es muy fácil: tienen reservado derecho de admisión y no suelen aceptar animales”, es el mensaje que ayer colgó Germà Bel, doctor en Economía por Barcelona, máster por Chicago y catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Barcelona, en su cuenta de Twitter) de 10.000 personas, tal vez 50.000, pongamos que 100.000, aceptemos que son 200.000, que se ha adueñado de la calle y la controla a su antojo. Uno más de los procesos revolucionarios que a lo largo de la historia ha vivido Cataluña, en general, y Barcelona, muy en particular. Una situación que parece estar deslizándose desde la revuelta independentista en origen hacia una auténtica revolución de extrema izquierda, una nueva versión de la revolución de Asturias en 1934, que episodios como la huelga política de ayer parecen atestiguar. Con la mayoría de la población escondida, refugiada tras los visillos, mientras los “camisas pardas” de la CUP asedian a quien no piensa igual y cercan sedes de los partidos constitucionalistas. Puro fascio.

El Gobierno ya no manda en Cataluña, aunque no está claro si ese mando lo tiene Puigdemont y su cohorte, o está ya en otras manos, en las de esa CUP antisistema y anticapitalista"

Y ante panorama tan alentador, ¿qué hace nuestro Mariano? Nadie lo sabe, aunque seguramente esté haciendo algo, al margen de endiñarle al rey Felipe VI la tarea de salir a dar la cara en televisión y elevar la moral de las alicaídas tropas constitucionalistas. Así de duro. Así de patético. Así de vergonzoso. La historia demuestra que no ha habido proceso de secesión en el mundo que haya triunfado, país que haya logrado la independencia, sin el empleo de la violencia, es decir, sin derramamiento de sangre. Algo que, salvo milagro, va a llegar, de modo que convendría que los españoles taimados y asustadizos, cobardones en tablas (nadie, sin embargo, como los grandes del IBEX –BBVA, Repsol, Telefónica, Abertis e IAG- que en una tal Cumbre Española de la Confianza organizada ayer por el Gobierno fueron incapaces de comentar siquiera el golpe planteado por el separatismo), estuvieran preparados para lo peor, que no se lo hicieran en los calzones a las primeras de cambio, porque parece que el Movimiento independentista está dispuesto a todo, dispuesto a dejar a los niños en casa y a pasar a mayores, a levantar el pueblo en armas y ganarse de verdad la independencia. Vamos a verlo pronto.

En esta pelea no se podrá contar con el PSOE de Pedro Sánchez, que, una vez más, como tantas a lo largo de la historia, parece dispuesto a traicionar los intereses de España y a alinearse con los malos. Estamos a merced de la falta de cuajo de Rajoy y de la deslealtad institucional de Sánchez. Nos queda el Rey, que ayer dio un ejemplo de gallardía. Parece que no costó mucho convencerle. Lo estaba deseando. Cuentan que anteayer lunes dijo algo parecido a “¿qué soy yo: el Jefe del Estado o el dueño de una tienda de ultramarinos?”. El suyo era un papel muy complicado. Y se mostró muy valiente. Se le entendió todo: “Es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional”, una frase que anticipa la intervención de la autonomía catalana, alfombrando la decisión inaplazable del Gobierno de aplicar el 155 al completo. ¿Oído, Mariano? Gracias, Majestad.

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