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Opinión

Falsedades, falsificaciones y otras mentiras

Hace más o menos 2.800 años, alguien, seguramente un poeta o un soñador, se puso a escribir una historia asombrosa: más de medio millón de hebreos abandonaban Egipto, donde habían sido esclavos durante generaciones; atravesaban el desierto del Sinaí y se instalaban por fin en la tierra feraz y venturosa que su dios les había prometido, el actual Israel. A lo largo de los siglos, otros escribidores completaron aquel relato y añadieron plagas, prodigiosos mares que se abrían para que pasase la gente, maná, zarzas ardientes, becerros de oro, ángeles vengativos, himnos, leyes, oraciones. Y crearon a un personaje por el que cualquier novelista o dramaturgo habría matado: Moisés.

Todo aquello no sucedió nunca. Era una leyenda y ellos, los sucesivos autores, lo sabían. Los hechos que se cuentan en el Éxodo (Shemot, en hebreo; el segundo libro de la Biblia) son inventados, como saben perfectamente los historiadores y arqueólogos (también judíos: Israel Finkelstein es uno de los mejores). Los antiguos egipcios, unos grafómanos que tomaban nota de las cosas más nimias, ni los vieron llegar, ni los vieron trabajar allí como esclavos, ni desde luego los vieron irse en medio de tan tremenda profusión de milagros. Y, caramba, algo deberían haber notado porque Egipto, según el Éxodo, habría quedado prácticamente arrasado (ganado, cosechas, epidemias, un bajón demográfico terrorífico) tras la salida del pueblo hebreo.

Quiero decir que el Éxodo es lo que incluso Cristina Cifuentes llamaría una falsedad. Gigantesca, maravillosa falsedad que está en el cimiento mismo de la conciencia nacional de Israel y de sus tradiciones más firmes, como la Pascua.

Cualquiera que haya mentido alguna vez (es decir, todo el mundo) sabe que, cuando te pillan en una mentira, la primera tentación del mentiroso es ‘sostenella y no enmendalla’

Otro ejemplo. Hace más o menos 1.700 años, un clérigo cristiano que seguramente se llamaba Eusebio (eso no está claro) agarró un ejemplar del libro Antigüedades judías, del historiador hebreo Flavio Josefo, y, entre dos párrafos del capítulo 18, añadió unas breves líneas en las que mencionaba a Jesús de Nazaret. Tampoco fue el único. Como en aquel tiempo las copias de los libros se hacían a mano, otros clérigos cristianos decidieron “ayudar un poco” y, con el tiempo, alargaron aquel párrafo pirata cada vez más, tanto en extensión como en devoción: es el llamado “Testimonio flaviano”. Aquella trampa era importantísima porque Josefo, que vivió en el siglo I, era prácticamente el único historiador de los judíos no cristiano. Que en su libro mencionase a Cristo sería prueba irrefutable, por independiente, de la veracidad del relato evangélico. Pero Josefo no mencionaba a Jesús en absoluto. ¿Qué se podía hacer? Pues Eusebio y otros hicieron lo que incluso Cristina Cifuentes llamaría una falsificación. Y coló, naturalmente.

Comparado con estos dos casos, lo del máster de Cristina Cifuentes podría parecer una nimiedad, una tontería, una cagarruta de oveja. Eso es lo que ella pretenderá que parezca si acaba por demostrarse que, en realidad, no hizo su famoso máster en Derecho Tributario del Estado Autonómico, o al menos que no lo hizo como los demás alumnos. Pero no es una cagarruta de oveja por una razón: lo que se está dirimiendo no es si Cifuentes hizo de verdad el máster o si, como tantísimos españoles (y no españoles), se puso un poco imaginativa al “hinchar” su currículum. Lo que se dirime es si la presidenta de la Comunidad de Madrid puede mentir a la gente con tanta desenvoltura.

El general José Antonio Sáenz de Santamaría dijo una vez que “hay ciertas cosas que no se deben hacer; si se hacen, no se deben decir; y, si alguien las dice, hay que negarlas”. Hablaba de terrorismo, pero el argumento es igual de válido para quienes, de niños, copiábamos la firma de mamá en un justificante médico para no ir a clase. También para quienes mienten públicamente en lo que sea, desde un crimen machista hasta un jodío máster destinado a hacer de condecoración de plástico en un currículo. Y cualquiera que haya mentido alguna vez (es decir, todo el mundo) sabe que, cuando te pillan en una mentira, la primera tentación del mentiroso es sostenella y no enmendalla. Contra toda evidencia, si es preciso. Y eso es muy arriesgado en casos como este, porque cualquier mentiroso sabe que, cuantos más cómplices hagan faltan para mantener en pie una mentira, es peor. Y en este caso hace falta demasiada gente. Con el libro del Éxodo y con el Testimonio Flaviano sucedía lo mismo… pero allí la invención beneficiaba a muchísima gente. Ahora no es así. Ahora Cristina está sola.

A muchos no les importa si esta mujer mintió o no; lo que pretenden es que todo el mundo repita que mintió, hasta que la sepulte no la mentira, sino el fragor de la sospecha

¿Ha mentido Cristina Cifuentes? No está probado pero es lo más verosímil, como sabe cualquiera que haya pasado por la Universidad y haya hecho un máster. La sospecha de la mentira suena como un cañón porque todo el mundo, Cifuentes la primera, sabe que bastaría presentar en público una copia del trabajo de fin de máster para aclararlo todo. O casi todo. Pero Cifuentes no lo tiene (o al menos no lo encuentra) e insiste una y otra vez en que todo esto es un montaje y una persecución contra ella, que es el argumento habitual que se usa cuando a uno le pillan en un renuncio y la gente empieza a decirlo.

¿Existe esa persecución? Sin la menor duda, sí. Cifuentes tiene enemigos, tanto políticos como personales, y todos se han apuntado al coro del crucifícale con absoluto entusiasmo. A muchos no les importa si esta mujer mintió o no; lo que pretenden es que todo el mundo repita que mintió, hasta que la sepulte no la mentira, sino el fragor de la sospecha. Eso se ha conseguido. Ya está condenada, digan lo que digan los jueces.

Pero hay una pregunta que nadie hace: ¿quién es el peor de esos enemigos? ¿Quién sugirió a una periodista que mirase en cierto remoto archivo académico y buscase el nombre de Cifuentes? ¿Quién sabía todo esto antes de que sucediese? Como decía en mi tiempo el gran Lucio Casio Longino, Cui bono? Cui prodest? ¿A quién beneficia todo esto? O, por mejor decir, ¿quién se ha vengado de Cristina Cifuentes?

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