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Opinión

España en caída libre

El Congreso de los diputados.

Un observador imparcial y riguroso al que se le pidiera que hiciese un informe sobre las posibilidades de nuestro país de jugar un papel relevante en el conjunto de las naciones del planeta, tendría que llegar a una conclusión francamente optimista. Un clima benigno, una variada belleza de paisajes, una esperanza de vida altísima, una muy rara ocurrencia de desastres naturales extremos, un patrimonio arquitectónico, monumental y artístico envidiable, una historia que jaspeada de luces y sombras irradia una asombrosa grandeza, una población plenamente alfabetizada, un índice de criminalidad reconfortantemente bajo, un porcentaje de ciudadanos con educación secundaria o superior satisfactorio, un número considerable de empresas, desde pequeñas y medianas a grandes corporaciones con un notable potencial de generación de riqueza y empleo, un PIB per cápita en paridad de poder de compra cercano a los 50.000 dólares (tres veces la media global), un sistema de protección social que cubre a la práctica totalidad de aquellos que lo necesitan y una lengua de dimensión universal con quinientos millones de hablantes nativos que abarca un continente entero. Pocos pueblos del mundo se han visto bendecidos con tantos y tan extraordinarios dones, que nos proporcionan a los españoles los elementos materiales y espirituales para articular un proyecto colectivo de éxito en condiciones de asegurarnos una continua prosperidad y una sociedad pacífica y estable en la que merezca la pena vivir.

Se vacían nuestros bolsillos para costear un Estado ineficiente, disfuncional e hipertrofiado, concebido para satisfacer la codicia y vanidad de los políticos

 

Sin embargo, pese a este abultado conjunto de activos, los pasivos nos abruman y España se encuentra en su peor momento desde que la Transición abriese un camino pavimentado de ambiciosas metas y grandes esperanzas. Nuestros bolsillos vaciados para costear un Estado ineficiente, disfuncional e hipertrofiado concebido por políticos que para satisfacer su codicia, su vanidad y su afán de poder con absoluto desprecio a la racionalidad y al interés común, nos han endeudado hasta comprometer nuestro futuro con una carga igual a toda la riqueza que producimos en un año; una educación de muy baja calidad que nos resta competitividad y arroja a una preocupante proporción de nuestros jóvenes al desempleo, al subempleo o a sueldos escuálidos; mil cuatrocientos políticos investigados por corrupción, lacra que se aproxima a la categoría de sistémica; el orden constitucional y la unidad nacional, sostén de nuestros derechos y libertades, amenazados por una pandilla de golpistas que a caballo de un supremacismo racista y de un afán totalitario pretenden en contra de la ley y de la lógica separar a Cataluña de la matriz común para sumirla en el conflicto civil, el aislamiento y la pobreza; gobiernos débiles y oportunistas que por acción o por omisión han permitido este ataque a la existencia misma de la Nación sin mostrar en ningún momento la determinación y el coraje necesarios para neutralizarlo; una lacerante tasa de paro causada por una legislación laboral rígida y absurda que impide el funcionamiento dinámico del mercado de trabajo y por una concentración excesiva de recursos en un sector público elefantiásico cuajado de redundancias y de pesebres inútiles; un empeño venenoso de ciertos partidos en reabrir viejas y apaciguadas cicatrices para que vuelvan a sangrar y nos dividan en bandos rencorosos que resuciten el odio estéril que tantos desastres nos acarreó en el pasado; una clase política venal, mediocre e incompetente, únicamente atenta a sus miopes luchas por el mando para repartir sinecuras y privilegios mientras las deficiencias estructurales de nuestro entramado institucional y nuestro sistema productivo se enquistan y se agravan; unas fuerzas de seguridad infiltradas por hampones de sonrojante calaña que medran gracias a la extorsión y al trapicheo; un ejército insuficientemente dotado que nos deja inermes frente a eventuales amenazas externas e internas y, para coronar esta larga lista de desgracias, una normativa electoral y de partidos que elimina el vínculo entre representantes y representados, convierte a diputados, senadores y concejales en empleados del jefe de filas y tiende a castigar el talento y la honradez y a premiar la adulación, la intriga y la insolvencia.

Es una arquitectura institucional mal concebida la que produce unas elites dirigentes, unos cargos electos y unos gobernantes de tercera

Tendremos que preguntarnos los motivos por los que una tierra y unas gentes que podrían prosperar y servir de ejemplo al resto de la comunidad internacional se ven obligados a soportar tantos males cuando bastaría una administración honrada y competente de su valioso capital humano, físico e intelectual para instalarse en sobresalientes cotas de bienestar y de excelencia. La respuesta a este doloroso interrogante salta a la vista: una arquitectura institucional mal concebida que produce unas elites dirigentes, unos cargos electos y unos gobernantes de tercera, tanto en su sentido de la ética como en su capacidad de manejar el Estado con acierto, altruismo y sincera voluntad de servicio. No son los seres humanos los que malogran las instituciones y las leyes, son las estructuras institucionales y jurídicas mal concebidas las que traen la infelicidad y el fracaso a los seres humanos. La Transición hizo un diseño de nuestro marco de convivencia sin duda bien intencionado, pero conceptualmente erróneo, históricamente negligente y basado en premisas que el tiempo ha demostrado falsas. Ya los clásicos del liberalismo nos recomendaron la desconfianza en el Gobierno como la mejor herramienta para la salud de la democracia. Pues bien, nuestra Constitución de 1978 contiene dos premisas letales, la confianza en los nacionalistas y la confianza en los partidos. De los primeros, se supuso que cumplirían el pacto de descentralización política y de respeto a la identidad cultural y lingüística a cambio de lealtad constitucional; de los segundos se asumió que pondrían los intereses generales por encima de sus objetivos parciales. Ambas hipótesis se han revelado dramáticamente equivocadas. Los separatistas nos han apuñalado por la espalda y a la vez que pugnan por liquidar a España como entidad reconocible nos exigen que su deuda con el Estado pase a perpetua y los partidos han colonizado el Estado y la sociedad hasta arruinarlos y corromperlos.

Tan sólo un amplio movimiento social y ciudadano que partiendo de estas contrastadas verdades albergue la determinación de emprender las profundas reformas necesarias para corregir un rumbo demostradamente perdido, podrá recuperar para España la senda del progreso extraviado. Y únicamente los líderes que a lo largo y ancho del arco parlamentario, más allá de connotaciones ideológicas y de ansias electorales, comprendan esta realidad, estarán en condiciones de conducir la Nación en la dirección correcta. La continuidad del presente marasmo nos mantendrá en caída libre hacia el abismo.

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