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Opinión

España: la amenaza de los mediocres

Sabino Arana

Hace tiempo se decía: “si usted tiene un hijo tonto, no lo tire, puede llegar a ser Rey”. Hoy afortunadamente nuestro Rey tiene la cabeza mucho mejor amueblada que la media, pero ¿qué decir del resto de los ámbitos sociales? ¿Triunfan realmente los mejores? ¿Quiénes han sido, y siguen siendo, las personas que han formado el relato dominante a nivel político, histórico y social en nuestro país? Hemos tenido y seguimos teniendo personajes brillantes, sensatos, trabajadores y de prestigio. No obstante, personajes de bastantes limitados méritos alcanzaron, y siguen alcanzando, sorprendentemente un elevado nivel de influencia y reconocimiento (acrítico), en lugar de personas de mayor talla intelectual y/o política que sostienen precisamente todo lo contrario 

Empecemos por el actor central que da pie a nuestra leyenda negra en América: Bartolomé de Las Casas. Llegó a ser obispo, fue recibido y escuchado en la corte, recibió reconocimientos, estatuas y un buen estipendio de por vida. Y sin embargo…, además de que su obra fue manipulada por nuestros enemigos, el propio Menéndez Pidal demostró no solo las falsedades y exageraciones que incluía, sino las fuertes dudas que planteaba su salud mental. ¿No había nadie más? Pues sí y muy buenos. El más sensato Francisco de Vitoria, dominico como aquél, pero de más sólida formación y catedrático además de la muy famosa Universidad de Salamanca; o Fray Toribio de Benavente, que aprendió la lengua de los indios, no como Las Casas; o Fray Tomás de San Martín que creó sesenta escuelas para indios Todos ellos favorables a reconocer los derechos de los indios pero sin necesidad de minusvalorar el papel jugado por España o generalizar sus posibles excesos. ¿Y hoy? ¿Por qué pervive la leyenda negra a pesar de que han demostrado su falsedad verdaderos gigantes intelectuales como Ortega, Américo Castro, Claudio Sánchez Albornoz, Menéndez Pidal, Julián Marías, Joseph Pérez, Fernández-Armesto, o incluso Hugh Thomas o Paul Preston?

 

Más recientemente, ¿a quién debemos el “nacimiento” del nacionalismo vasco? A Sabino Arana Y ¿quién era realmente ese “genio” con tanta influencia como para cambiar la historia de un país? Sabino Policarpo Arana Goiri nació en Bilbao en 1865 dentro de una familia carlista adinerada. Era un intelectual de segunda o tercera fila (no llegó a terminar la carrera de Derecho) y de mente algo perturbada (por de pronto racista y bastante paranoico), necesitado de escalar posiciones sociales y obsesionado con obtener reconocimiento social. Su rencor se recrudeció por despecho al no ganar en 1883 la cátedra de vascuence del Instituto de Bilbao, donde Arana obtuvo cero votos del tribunal frente a los tres de Unamuno y los once de Azcue que fue quien la ganó finalmente. Desde entonces no podría ver a Unamuno e irá radicalizando su discurso, hasta el punto de que sus más cercanos partidarios ocultan parte de sus obras pues causan sonrojo. ¿No había nadie más para que los vascos siguieran otro camino? Claro que sí y muy buenos. Por de pronto los también vascos Pío Baroja o el propio Miguel de Unamuno. Éste decía a propósito de los estatutos de autonomía de la II República, en un artículo publicado en el diario El Sol con el título “Individuo y Estado”, lo siguiente: 

“Es, pues, por individualismo, es por liberalismo, por lo que cuando se dice ‘Vasconia libre’ ―Euskadi askatuta (en cursiva en original) en esperanto eusquérico―, o Catalunya lliure (en cursiva en original), o ‘Andalucía libre”, me pregunto: ‘Libre, ¿de qué?; libre ¿para qué?’ ¿Libre para someter al individuo español que en ella viva y la haga vivir, sea vasco, catalán o andaluz, o no lo sea, a modos de convivencia que rechace la integridad de su conciencia? ¡Esto no! Y sé que ese individuo español, indígena de la región en que viva o advenedizo a ella, tendrá que buscar su garantía en los que llamamos el Estado español. Sé que los ingenuos españoles que voten por plebiscito un Estatuto regional cualquiera tendrán que arrepentirse, los que tengan individualidad consciente, de su voto cuando la región los oprima, y tendrán que acudir a España, a la España integral, a la España más unida e indivisible, para que proteja su individualidad”.     

¿Nadie se sorprende de que existiendo dos vascos ―uno muy listo, sabio y reconocido internacionalmente, y otro paranoico, bastante limitado y sin ningún reconocimiento intelectual―, la sociedad vasca pudiera optar por el segundo (aunque éste al final de su vida se arrepintiera de todo)? ¿Y hoy? ¿Por qué Otegui o Arzallus y no Fernando Savater o Aurelio Arteta?

 

Y ¿a quién debemos el “resurgir” del separatismo catalán a principios del siglo XX que había estado callado todo el siglo XVIII y XIX? A un tal Prat de la Riva que evoluciona de clamar “Por Cataluña en una Gran España”, en las elecciones de 1916, a defender una Cataluña independiente. Un doctor de Derecho por la Universidad Central de Madrid que rechazaba el parlamentarismo y al que no se le conocen más obras de las que giran en torno al nacionalismo catalán. Pero ¿no había nadie más? Pues sí y muy buenos. Por de pronto los también catalanes Josep Plá o el mismo maestro de Prat de la Riba, un tal Eugenio D’Ors, un intelectual de primer nivel, injustamente olvidado en España. Pero todavía hoy ¿por qué Pujol, Junqueras, Puigdemont o la CUP y no Tarradellas, Boadella, Francesc de Carreras o Félix de Azúa?

 

Y ¿a nivel nacional? ¿Quiénes construyen hoy el discurso social dominante? ¿Los que sienten “la muy postmoderna y aviesa” intención de destruirnos y de mantener nuestros inveterados complejos o los defienden lo que nos une y nuestros grandes hechos? ¿Puede alguien citar pensadores de mayor nivel, brillantez y prestigio que Savater, Vargas Llosa, Pérez-Reverte, Escohotado o Gustavo Bueno? ¿Son ellos los que marcan el relato social? O ¿lo hacen otros con menores méritos? 

La pregunta no es baladí porque un país donde se pervierte la escala de promoción social, ignorándose los principios de mérito y capacidad, está condenado a ir de fracaso en fracaso. Esto explica parte de nuestra historia y sin duda gran parte de nuestro presente. Allí donde premiamos a los mejores y actuamos unidos, con coraje y estrategia (el deporte, la transición o las escuelas de negocio) España triunfa. Allí donde no lo hacemos sobreviene incompetencia, corrupción, despropósitos, derroche, demagogia, sectarismo y caos. 

Lo más triste no es que un reino que dominó los mares, derrotó a Napoleón o aspiró un día por méritos propios a ser monarquía universal esté hoy en peligro de diluirse como un azucarillo. En el pasado hemos perdido batallas. Pero una cosa es salir derrotados hacerlo a manos de grandes naciones, o de personajes como Richelieu o Nelson, y otra muy distinta que quizás nuestra última guerra (aunque sea de propaganda), corramos el riesgo de perderla ante una casta de políticos separatistas no sólo mediocre sino mezquina y cobarde, que no duda en sembrar el odio en las escuelas, romper familias, inventar conflictos, lanzar mentiras o empobrecer a su propia tierra expulsando a empresas y discrepantes, mientras ellos viven opíparamente del erario público o huyen a Bruselas para insultarnos a todos protegidos por la distancia. Nos jugamos no sólo el país, nos jugamos la dignidad.

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