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Opinión

Ejercicios de supervivencia

Dos trabajadores introducen un ataúd por la puerta de la funeraria municipal de Madrid

En sus últimos años de vida a Jorge Semprún lo atormentaban dos cosas: sus huesos y sus recuerdos. Para un hombre que soportó palizas y torturas de La Gestapo, ¿qué podía significar un esqueleto a punto de quebrarse? Pero le dolía, hasta en pesadillas. Le atormentaba también la idea de una vida perdida, licuada en el olvido que saben procurarse los cretinos y los jóvenes –unos con intención, otros por la absoluta falta de algo parecido-. Pienso en él a menudo en estos días. Mucho. En el confinamiento las palabras y las ideas parecen iluminadas por una una luz más potente, que amplifica determinadas verdades. Y Semprún acumulaba unas cuentas. 

Fue el preso número 44.904 en Buchenwald, el campo de concentración alemán en el que vivió deportado entre los 20 y los 22 años. Fue Federico Sánchez en los años de la lucha clandestina contra Franco. Fue el hombre al que Santiago Carrillo y Dolores Ubárruri expulsaron, en 1964, del Partido Comunista. Fue ministro con los socialistas, con quienes también tuvo desencuentros –y muchos, valga decir-. Se empleó a fondo como escritor y pensador. Fue en toda regla, él: Semprún. Poco antes de morir, hace ya casi diez años, se sentó a escribir. La muerte lo sorprendió mientras escribía el volumen Ejercicios de supervivencia (Tusquets). De esas páginas me valgo para entender un mundo que ya es otro.

Cuando me asomo a la ventana y me pregunto por el futuro, me retumba en la mente la gimnasia de la supervivencia

También nosotros gestamos en nuestro interior una nueva versión de nosotros mismos, y entre la amargura, el miedo y la capacidad para sobrellevarlos, se despliega la membrana de quienes seremos de ahora en adelante. Cuando me asomo a la ventana y me pregunto por el futuro, me retumba en la mente la gimnasia de la supervivencia. En aquel libro, Semprún relata los muchos hombres que fue. Comienza con el joven de veinte años, estudiante de filosofía, hijo de una importante familia desgarrada por la Guerra Civil española que, en 1943, fue  detenido por la Gestapo y torturado como miembro de la Resistencia francesa a la ocupación nazi.

Liberado del campo de concentración, Semprún se enfrentó a un dilema: escribir lo que había visto o volcarse en el presente. Hizo ambas cosas, cada una a su tiempo. Porque aunque ya en 1963 había plasmado sus vivencias en El largo viaje, hubo que esperar a 1994 para que explorara a fondo aquellos años en La escritura o la vida. Necesitó tiempo para convertir las cicatrices en palabras, quizá porque fue capaz de transformarlas primero en acciones. No importa cuán sitiado estuviese, nunca se mantuvo al margen de nada.

Liberado del campo de concentración, Semprún se enfrentó a un dilema: escribir lo que había visto o volcarse en el presente. Hizo ambas cosas

Sus conocimientos de alemán hicieron posible que lo reclutaran en una oficina de Bunchenwald donde confeccionaban las listas de mano de obra destinada a trabajar fuera del campo, un destino que fulminaba la esperanza de seguir vivo a aquellos elegidos. La intervención de Semprún resultó evitó que muchos fuesen trasladados de lugar: él mismo las alteraba. Tampoco le faltó valor para disentir de la política y los métodos que el PCE empleaba en España y mucho menos para denunciar los desmanes del estalinismo.

No somos una misma cosa de forma invariable. Después de 18 días aislados algo hemos aprendido de nosotros y de nuestro entorno, incluso de nuestro tiempo: no inauguramos nada nuevo, la hoja en blanco somos nosotros. El número de muertes aumenta según pasan los días. En el interior de nuestras casas, sin embargo, ocurre la gestación de una nueva vida: la que aprenderemos a llevar tras sobrevivir a esta. Hasta las rocas se modifican con la acción lenta y continuada, ¿cómo no va el espíritu a absorber, también, las inclemencias de este tiempo? 

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