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Opinión

Cataluña: la democracia secuestrada

Vista de la avenida Diagonal de Barcelona durante la manifestación independentista convocada esta tarde por la ANC con motivo de la Diada del 11 de septiembre.

Sobrepasados los cien días de gobierno de Pedro Sánchez, transcurrido un año del golpe antidemocrático contra la Constitución y la convivencia en Cataluña y coincidiendo con la celebración de una Diada que ha dejado fuera a más de la mitad de los catalanes, procede hacer una reflexión sobre lo ocurrido en este tiempo de turbulencias provocadas por la irresponsabilidad de ciertos políticos cuyos objetivos, lejos de favorecer el bienestar de sus conciudadanos, han fluctuado entre el irrefrenable deseo de colmar sus ambiciones personales y la búsqueda de tortuosos caminos para eludir las responsabilidades políticas y penales en las que han incurrido.

No es por tanto forzado, sino absolutamente indispensable para realizar un pronóstico mínimamente realista sobre el inmediato futuro, vincular la llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa con la de un títere, un mayordomo elegido a dedo por Carles Puigdemont, a la Generalitat. Con no ser comparables desde una perspectiva de estricta legitimidad democrática, el acceso de uno y otro al poder se asienta en una misma singularidad de no poca trascendencia: ninguno ha sido elegido en las urnas.

Sánchez y Quim Torra son, en fiel interpretación de los preceptos que sostienen las democracias más sólidas, dos anomalías políticas aupadas a lo más alto ya sea por los errores ajenos o, aún peor, por quienes ha hecho de la confrontación entre españoles el eje de su doctrina. No estamos diciendo que Sánchez y Torra sean la misma cosa. Ni mucho menos. Pero sí que la coincidencia de ambos personajes en un tiempo de extraordinaria gravedad, y en unas circunstancias que exigen en proporciones similares grandes dosis de coraje e inteligencia, no es un deseable punto de partida.

La democracia en Cataluña es pisoteada a diario por quienes dicen defenderla mientras exhiben un falso pacifismo teñido de amarillo

Como ya ocurriera a finales del siglo XIX, cuando el nacionalismo catalán aprovechó el desastre de 1898 para chantajear al Estado y ampliar de paso su base social explotando el descontento de las clases medias, la realidad a la que ahora nos enfrentamos es la de un soberanismo que abusando de la debilidad de un Gobierno exiguo, y cuya operatividad y eficacia están siendo crecientemente cuestionadas, se ha instalado en la provocación permanente a partir de la negación de su propio fracaso.

El nacionalismo sigue en condiciones de movilizar a decenas de miles de ciudadanos, pero ese aluvión heterogéneo de voluntades no tiene la fuerza suficiente para modificar bajo presión la realidad de una sociedad plural que no es mayoritariamente independentista. Ni mucho menos cuenta con legitimidad alguna para alterar unilateralmente el principio constitucional que residencia la soberanía en el conjunto del pueblo español. Ni fuerza, ni legitimidad… salvo que el tacticismo de algunos decida regalarle ambas capacidades.

Y es ahí donde las dudas sobre la figura de Pedro Sánchez cobran todo su sentido. Cien días después de sacar a empellones del poder a un PP indolente, el Gobierno socialista sigue poniendo la otra mejilla ante los continuos desplantes y amenazas del independentismo. El propio presidente ha llegado a cuestionar la validez del actual Estatut, alimentando el argumentario soberanista e incrementando la inquietud de los que siguen defendiendo en territorio hostil las leyes vigentes.

Cien días después, nadie sabe qué piensa hacer el Gobierno de la nación para que Cataluña deje de ser una democracia secuestrada por un sujeto que dicta órdenes desde el extranjero a un intendente de contrastada ideología xenófoba y supremacista; una democracia en la que los que se consideran “perseguidos políticos” han dictado el cierre del Parlamento evitando así el cuestionamiento institucional de sus insensateces; una presunta democracia pisoteada a diario por quienes han desterrado de su vocabulario y, lo que es más grave, de sus hábitos, los conceptos de tolerancia y concordia, por mucho que exhiban un pacifismo teñido de amarillo que no es más que un puro amaño.

A los españoles nos inquieta lo que hagan Puigdemont, Torra y el resto de dirigentes independentistas, pero mucho más lo que deje de hacer Pedro Sánchez

Las dudas acerca de la idoneidad de este Gobierno para reconducir la grave crisis de país provocada por el independentismo no son caprichosas. Tienen que ver con la extendida creencia de que Sánchez podría usar electoralmente el dossier catalán; con la intolerable tentación de dejar fuera de una supuesta solución (que, por tanto, no sería tal) a las demás fuerzas constitucionalistas; con la sospecha, acrecentada tras evidenciarse la intención primera de dejar sin defensa al juez Llarena, de que se buscan atajos ajenos al imperio de la ley y la separación de poderes.

A los españoles nos inquieta lo que hagan Puigdemont, Torra y el resto de dirigentes independentistas, pero lo que a la mayoría alarma mucho más es todo aquello que, por razones ajenas al interés común, deje de hacer Pedro Sánchez en el ejercicio de sus obligaciones constitucionales. Y en estos cien primeros días se han acumulado razones más que suficientes para ponerse en lo peor.

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