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Opinión

Carmen

Carmen Alborch

Terminábamos de comer en un restaurante postinero próximo al Congreso de los Diputados, un sitio de esos que siempre están hasta arriba y en el que los camareros dan de codazos a los ministros, con mucha displicencia, para pasar entre mesa y mesa. Éramos cuatro. Lo estábamos pasando bien. A Carmen acababa de hacerla ministra de Cultura Felipe González en aquel último y agónico Gobierno suyo, el de 1993, que provocaba comentarios sarcásticos entre los diputados –también socialistas­–, del tipo “aquí llega el señor ministro, que en paz descanse”. Éramos cuatro, digo, pero en una mesa próxima había una señora, ya entrada en años, que nos miraba con un irreprimible nerviosismo de fan y esa sonrisa de quinceañera que por fin ve a su ídolo en carne y hueso. No nos quitaba ojo.

Concluíamos ya los cafés cuando la señora aquella no pudo más, se levantó y vino hacia nosotros como un ciclón. Agarró a Carmen del brazo y puso cara de La Liberté guidant le peuple:

–Yo es que te quiero muchísimo, perdona que te lo diga así de sopetón pero es que te estaba viendo y estoy muy emocionada.

–Ay, muchísimas gracias, qué amable es usted, señora.

–Compañera. Soy compañera. Y soy incondicional tuya desde hace muchos años. Ay, qué contenta estoy de poder saludarte.

No sé de miembro del Gobierno que lo haya pasado tan bien (y tan mal, porque le dolían las calumnias) con su trabajo, y eso se llama pasión

Siguió ese clásico diálogo en el que la señora emocionada lo está cada vez más, y no deja hablar, y se come a besos a la otra y le cuenta que es de Puertollano y que tiene tres hijos ya mayores a los que quiere mucho, el mayor es ingeniero, y acaba pidiéndole un autógrafo. Carmen, encantadora, pesca por allí una servilleta de papel y escribe: “Con todo cariño para mi amiga Aurelia, Carmen Alborch”. Y la otra se queda estupefacta:

–Pero ¿por qué firmas así?

–¿Y cómo quieres que firme?

–Pues hija, pues bien, pues con tu nombre, ¿verdad? Inés Sabanés. Ay, qué gracia tiene, que me quiere gastar una broma.

Y ahí la que se porta ejemplarmente es Carmen, que se levanta y abraza a la señora muerta de vergüenza, y le hace reír, y la tranquiliza y se cambia de mesa y se toma un café con ella y con los de la otra mesa. Como si nada.

Se acaba de morir Carmen Alborch. Le he tenido –le tengo– afecto como es muy poco frecuente tenérselo a un político, porque los políticos españoles, desde los años 90, son personas inquietantes: cuando hablas con ellos (desde un concejal a un secretario general) sueles tener la molesta sensación de que están intentando venderte un crecepelo o un peine de carey o una estilográfica recién llegada de Estados Unidos en el Lusitania Exprés, como decía Cela en La colmena. Pero Carmen era, en ese sentido, la política menos política (dicho sea en el mal sentido de la palabra) de cuantas personas he conocido en ese oficio, porque no quería medrar, no ambicionaba ningún poder, no buscaba satisfacer ninguna vanidad. Sencillamente, creía en lo que hacía y le entusiasmaba hacer cosas por los demás, por los museos, por la Cultura.

Lo hizo cuando fue directora del IVAM valenciano –que tanto ha ayudado a la prosperidad económica de los políticos del PP después de ella– y lo hizo también cuando entró en el Ministerio de Cultura como una fragata con todo el trapo al viento, con aquel pelo rojo, aquel paso andante con moto y aquella sonrisa a cuya sinceridad no estaban acostumbrados los funcionarios. Se encontró con un gobierno no ya en tiempo de descuento sino en Tiempo de silencio, que habría dicho Luis Martín Santos, porque aquello no era un gobierno sino una victoria en el último asalto de Felipe sobre Aznar, y daba la sensación de que el presidente no sabía muy bien qué hacer con el triunfo: lo único que quería era eso, ganarle al otro, y ya lo había conseguido. Pero a Carmen eso le importaba un rábano. Tenía verdadera ilusión por su trabajo, estaba llena de proyectos, quería hacer tantas cosas.

Fue, además de brillante y atrevida y soñadora, una buena persona. En el hermoso sentido machadiano de la palabra

Se metió hasta la cintura en el pantanal mefítico del cine, que estaba muchísimo mejor de como estaría años más tarde, pero entonces nadie lo sabía. Lo pasó mal porque mucha gente le hizo daño, muchos amigos, mucha gente a la que respetaba. Tuvo la cabezonada de intentar poner en pie una ley de mecenazgo en la que nadie creía, ni siquiera su presidente: hoy seguimos casi igual. Le atacó el delirio fabuloso de ampliar tanto el Prado como el Reina Sofía, y soñó con ver la maravilla que hizo Jean Nouvel después de ganar el concurso… tres años después de que ella saliese del Ministerio. Y Moneo, once. Yo no conozco miembro del Gobierno que lo haya pasado tan bien (y tan mal, porque le dolían las calumnias) con su trabajo, y eso se llama pasión. Lo de Carmen era pasión por lo que hacía. Por todo. Fuese pilotar aquella casa llena de chimeneas repletas de locos o defender la dignidad de la mujer, algo que ha hecho hasta su último día.

Los ciudadanos, en su momento, no le hicimos demasiada justicia. Veníamos de dos ministros del Cultura del tonelaje de Semprún y de Solé Tura, y pensamos que aquella chiquita valenciana tan despelurciada no sabría manejarse. Tuvo que llegar su sucesora, Esperanza Aguirre, para que todos supiésemos lo que valía un peine y aprendiésemos a apreciar lo que habíamos perdido, como el sabio que “solo se alimentaba / de unas hierbas que comía”. Luego llegó Rajoy y comprendimos que el Ministerio de Cultura se había convertido en una pista de rodadura para que los aviones esperasen mientras les daban turno para despegar hacia otro sitio, pero no tenía ningún valor ni interés por sí mismo. Aznar ponía allí a quienes no sabía bien dónde poner. Aquello duró años.

Se ha muerto Carmen Alborch, que jamás se pareció a Inés Sabanés, dijera lo que dijese aquella señora del autógrafo. Yo siento en el alma su adiós, a los 70 años, por muchas razones. Pero quizá la más importante sea que fue, además de brillante y atrevida y soñadora, una buena persona. En el hermoso sentido machadiano de la palabra.

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