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Opinión

Arabia nuclear

El príncipe de Arabia Saudí, Mohammed bin Salman.

Han pasado ya más de dos meses desde que Jamal Khashoggi fue asesinado y descuartizado en el consulado saudí de Estambul y nada ha cambiado en las relaciones entre Estados Unidos y Riyad. Donald Trump se limitó a condenarlo con la boca pequeña en su momento y el asunto ha tratado de olvidarse. ¿Khashoggi?, ¿quién es Khashoggi?, preguntan muchos haciéndose los tontos en la Casa Blanca y sus aledaños.

La CIA y el departamento de Estado están convencidos de que la orden de liquidar al incómodo colaborador del Washington Post partió del príncipe heredero Bin Salman, pero un silencio espeso reina por doquier. De tratarse de otro país estarían exigiendo responsabilidades. Tal vez el embajador en la ONU lo hubiese llevado al pleno, quizá al Consejo de Seguridad. Muchos se cuestionan por qué EEUU no dice está boca es mía y esquiva la cuestión siempre que puede. Quizá la respuesta habría que buscarla en un suculento negocio estimado en 80.000 millones de dólares con el que Mohamed Bin Salman se sabe blindado.

Bin Salman es un hombre joven con toda la vida por delante. Acostumbrados a la gerontocracia saudí, sorprende encontrar a un tipo de sólo 35 años en plenitud de facultades. Pero no todo es de color de rosa y él lo sabe. La corona saudí no es como la británica o la española, en las que la sucesión al trono está perfectamente pautada. Bin Salman es el heredero oficial pero podría dejar de serlo en cualquier momento. No es ya que su padre, el rey Salman Abdulaziz, tenga muchos más hijos donde elegir, sino que la dignidad regia está en condición de ser disputada por varias decenas de primos que acumulan los mismos derechos que él para heredar el trono.

No hay conversación que Bin Salman no escuche, no hay movimiento que no tenga registrado

Esta circunstancia le ha convertido en un ser extremadamente desconfiado, cruel y arrogante que vive obsesionado con la seguridad y con controlar todos los cuerpos de inteligencia del reino. No hay conversación que no escuche, no hay movimiento que no tenga registrado. En el frente interior disfruta de un poder omnímodo, mayor incluso que el de su padre, un octogenario cuajado de achaques y ya de retirada.

El frente exterior, que es tanto o más importante para asentarse en un trono móvil como el saudí, lo fundamenta en el programa de reformas económicas que lanzó hace año y medio, reformas muy bien recibidas en Occidente, que desde entonces y hasta el asesinato de Khashoggi homenajeó al joven Salman como una suerte de reformador. El cebo del programa Visión 2030 coló y hoy tiene a estadounidenses y europeos comiendo de su mano dispuestos a pasarle casi cualquier cosa. Previo pago de su importe, claro.

Pero lo que preocupa a Bin Salman no es tanto lo que piensen de él en Bruselas o en Washington, sino que los iraníes terminen por imponerse en la región. Dentro del país le tolerarán que asesine a un periodista incómodo o que la relación con Occidente empeore, pero no que la competencia local les pase por encima. Esa es la razón por la que se metió de hoz y coz en la guerra de Yemen, por la que ha castigado diplomáticamente a los qataríes o por la que necesita con urgencia desarrollar un programa nuclear que equilibre la balanza.

Pero fabricar armas nucleares no está al alcance de cualquiera. Se precisan conocimientos técnicos, infraestructura y mucho dinero. Arabia Saudí carece de los dos primeros pero, a cambio, nada en petrodólares, por lo que puede levantar las infraestructuras necesarias y adquirir el conocimiento que le falta. Algo no muy distinto a lo que sucede en otros ámbitos. La economía saudí lleva décadas importando profesionales cualificados de Occidente que, en última instancia, son los que permiten que el país funcione, incluida la industria petrolera.

¿El riesgo? Una crisis imprevisible con el principal productor de crudo del mundo que custodia los lugares sagrados del Islam y está enclavado en el mismo corazón de Medio Oriente

Ahí es donde entraría EEUU, primera potencia nuclear y árbitro que decide quien entra y quién no en el club nuclear. Un club, por lo demás, muy restringido en cuya nómina sólo figuran EEUU, Rusia, China, Reino Unido, Francia, India, Pakistán, Corea del Norte e Israel. A ese club no se puede acceder sin permiso a no ser que se haga por la puerta de atrás (caso de Corea del Norte) o con subterfugios. Esta última es la vía que ensaya Bin Salman.

Quiere comprar a EEUU diseños de reactores nucleares con capacidad para enriquecer uranio. Todo supuestamente con fines pacíficos, para generar electricidad y no depender tanto de su petróleo dicen. Los reactores sirven para ese cometido, sin duda, pero tener la posibilidad de enriquecer uranio es un guiño a Irán, que está en lo mismo, y es el modo más directo de dotarse de un programa nuclear propio.

Estamos hablando de un contrato multimillonario, unos 80.000 millones de dólares limpios de polvo y paja, diez veces más que el AVE a la Meca que acaba de poner en servicio un consorcio ferroviario español tras varios años de obras. El precio del silencio en América es ese mismo. En España es mucho más bajo. Por 2.000 millones de euros en concepto de cinco corbetas el Gobierno español no ya es que mire hacia otro lado, es que mira hacia donde le digan.

Bin Salman sabe que el talón de Aquiles de Occidente son los empleos, más aún en estos tiempos de feroz competencia oriental. Si EEUU se niega a colaborar en el proyecto nuclear "pacífico" de los saudíes no tardará en aparecer un candidato de sustitución llámese Pakistán o China. Ídem con las corbetas. Si no las construye Navantia otros astilleros militares se pelearán por el contrato.

En cierto modo se está cambiando tranquilidad relativa hoy por problemas seguros mañana. Bin Salman no es el primer mandatario árabe en intentar hacerse con un arsenal nuclear. En el pasado Saddam Hussein, Muammar Gadafi y Bashar Al Assad ya trataron de obtener el poder disuasorio definitivo que les pondría a la cabeza del mundo árabe. En todos estos casos se daban, además, los mismos elementos: un tirano asediado por los problemas y con delirios de grandeza, control absoluto e incontestado del país y una buena provisión de fondos.

Ya sabemos cómo terminó la experiencia en Libia, Irak y Siria. Con Arabia Saudí la crisis podría ser aún peor. Es el principal productor de crudo del mundo, custodia los lugares sagrados del Islam y está enclavado en el mismo corazón de Medio Oriente. Los delirios nucleares de Bin Salman podrían terminar saliendo carísimos. Ocasionarían una escalada armamentística e intensificarían y complicarían la crisis perpetua en la que vive instalada aquella infortunada región. Pero no parece haber muchas más opciones.

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