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El fiasco de Edurne y un aburrimiento llamado Eurovisión

Edurne es alzada en el aire por el bailarín Giuseppe Di Bella durante la actuación de España en Eurovisión (Gtres).

En España tenemos un grave problema con las encuestas. Nos las creemos todas. Si alguien nos dice, con declaraciones de periódicos extranjeros y números -inventados- en la mano, que nuestra representante parte como una de las favoritas, nos lo creemos a pies juntillas. Y, claro, luego llegan las decepciones. Ya nos pasó con Rosa López cuando creímos que íbamos a tener a toda Europa de 'celebration', y recaímos el año pasado pensando que Reino Unido apoyaría la actuación de Ruth Lorenzo por haber participado en un programa de televisión. Debemos reconocerlo: somos crédulos por naturaleza -recuérdenlo cuando la noche electoral-. Este año nos habíamos convencido de que el show de Edurne se iba a colar entre los primeros puestos, al tratarse de un tema similar al ganador de las últimas ediciones, y no podíamos estar más equivocados: fracaso estrepitoso una vez más, con 15 puntos que valieron para obtener el vigésimo primer puesto de 27. ¿Cuándo aprenderemos?

Aun así, no nos martiricemos. Si algo hemos podido comprobar en esta última gala de Eurovisión es que el festival funciona con el piloto automático. Actuaciones planas, basadas en una gran pantalla trasera y muy poco movimiento en el escenario, canciones cortadas por el mismo patrón, intérpretes casi idénticos -más ellas que ellos- y un aroma de aburrimiento general que ha alcanzado cotas inimaginables en los momentos musicales organizados por el propio país anfitrion, Austria, antes de dar paso a los votos. Sabemos que es un festival en el que participan muchos países, que no siempre es sencillo cuadrar bien los ritmos y que los contenidos no dependen de la organización, pero confiábamos en encontrarnos algo mejor. Si es que, en el fondo, somos unos ilusos de manual. Aun así, no nos adelantemos y vayamos por partes.

La gala

Austria ha dejado el listón muy bajo en cuanto a realización se refiere. Sí, el escenario muy espectacular, la pantalla enorme y preciosa, las luces subiendo y bajando, pero tras varios ensayos y un par de semifinales, nos hemos topado con problemas más que evidentes. ¿Cómo se estaban realizando las conexiones con los países para emitir los votos? ¿Con Skype? Hasta tres fundidos a negro pudimos observar durante las votaciones, dejándonos con la intriga y la miel en los labios. Menos mal que nosotros teníamos ya las esperanzas perdidas, si no, España muere de un infarto. Pero no solo fallaron las conexiones. En el escenario vimos lo que no teníamos que haber visto -como la recogida de la capa de Edurne-, no vimos lo que deberíamos, y algunas de las visuales de las actuaciones se quedaron en el tintero. El ritmo, eso sí, fue vertiginoso para lo que podría haber sido.

Asistir a más de veinte actuaciones seguidas y que no lleguen a exasperar no debe ser fácil, y más si tenemos en cuenta que cada representante acude con su vídeo de presentación -todos absurdos, aunque, al menos, no demasiado largos-. No podemos decir lo mismo de los larguísimos minutos musicales que separaron las actuaciones de las votaciones. ¿Era necesario tanto tambor? ¿Y tanto coro? ¿Y una anciana haciendo una especie de corazón con los brazos acompañada de un niño? Puede que se trate de algún rito austríaco que no conocemos pero pondríamos la mano en el fuego que la mayoría de los espectadores aprovecharon el momento para trasladarse a la cocina. Cualquier cosa antes que pasar por semejante sufrimiento. Para el próximo año, un Cachitos de hierro y plomo de los ganadores sería más efectivo y mucho más barato.

Las actuaciones

Hemos perdido el norte. Si algo caracteriza Eurovisión no es la calidad de los temas que concursan, la mayoría absolutamente insufribles, pero sí estamos acostumbrados a actuaciones resultonas, que tiran del efecto simplón para llamar la atención y apuestan por un vestuario, como mínimo, estridente. Nada de eso hemos visto en esta última edición. Malas copias de Adele y Pharrell Williams fueron desfilando, una detrás de otra, por el escenario, creándonos un continuo espacio-tiempo del que casi no conseguimos salir. Melenas largas y onduladas, vestidos con escote hasta el ombligo y sin sujetador, faldas con vuelo y muchos ventiladores en la cara han sido las señas de identidad de la gala. Como si fuese un concierto de Beyoncé. O peor, uno de Marta Sánchez.

Si en otras ocasiones éramos capaces de distinguir algunas canciones, fuese para bien o para mal, esta vez la cosa ha estado complicada. Mismos ritmos, mismos estribillos a base de gritos y mismas melodías, todas buscando parecerse a alguna de las ganadoras de las últimas ediciones y tratando de arañar algún que otro voto. Para el recuerdo, la cantante de Letonia subida a un pedestal desde el que debían proporcionarle corrientes eléctricas, los de Reino Unido devolviéndonos al peor de los pasados, el de Montenegro abusando del retoque facial y los italianos tirando del trío Il volo para ver si con voces operísticas podían situarse en los primeros puestos -y lo consiguieron-. Nada que no hayamos visto, nada que nos haya llamado la atención y nada que podamos recordar. La mejor canción, sin duda, la que interpretó la ganadora del año pasado, Conchita Wurst, ¡y ni participaba!

Y sí, hablamos de Edurne. España tenía un difícil papel por delante: defender un tema indefendible. La elección de Amanecer estuvo más pendiente de ofrecer ritmos que, a priori, pueden gustar en Eurovisión que en la calidad de la propia canción o en la posibilidad de ofrecer un gran espectáculo. Y el resultado ha sido mejor del esperado. El dúo Edurne-Giuseppe di Bella ha funcionado bien, el baile conjunto ha sido la mejor parte, pero no ha conseguido remontar una actuación que ya venía descafeinada. ¿Qué hacía la cantante sola en el escenario moviendo las manos? ¿Por qué no se le ha sacado partido a los efectos visuales? ¿Por qué no se ha potenciado la figura del bailarín? Aun así, Edurne ha cumplido con creces -con lágrima de emoción y todo- y el show ha ofrecido todo lo que podía dar. El resultado venía ya condicionado desde el principio.

Las votaciones

Deberíamos dedicar todo este apartado a analizar, uno por uno, los estilismos de los y las encargadas de transmitir los votos de los países, sobre todo de Europa del este. ¿De dónde sacan esos modelitos? ¿Y esos complementos? ¿Se podrán comprar en algún mercado? Nos resulta fascinante y esperamos que se esté ya escribiendo una tesis al respecto. Pero si algo ha marcado las votaciones de Eurovisión 2015 ha sido la presencia de Rusia. Ampliamente cuestionada por sus leyes antiLGTB, el país soviético ha estado a punto de convertirse en la próxima sede del evento más LGTB del mundo. Abucheos y reproches colapsaban el auditorio cada vez que un país concedía la máxima puntuación a Rusia -la presentadora llegó a pedir que se obviaran los motivos políticos y solo se prestara atención a la música-. Finalmente, el destino quiso que fuese Suecia la ganadora, con polémica incluida por unas declaraciones homófobas del representante, Mans Zelmerlöw, por las que había tenido que disculparse.

España, una vez más, se quedó con las ganas. Edurne actuó en la vigésima primera posición y en esa misma se quedó en el ranking de resultados. Un drama del que nos habíamos olvidado con Pastora Soler y Ruth Lorenzo. Lo dicho, no aprendemos. ¿Y si enviamos a Belén Esteban el año que viene? Total, ella lo gana todo, ¡qué más da si no sabe cantar!

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