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Oda al mejor tertuliano futbolero: Paquirrín

El hijo de Isabel Pantoja es capaz de hacer cualquier cosa en televisión. (GTRES)

Cuando Pablo Neruda escribió su bella Oda a la alegría, no podía imaginar, quizás nadie cuerdo hubiera podido imaginarlo jamás, que años después alguien, un servidor, utilizaría el poema como metáfora de un ser humano como Kiko Rivera, más conocido como Paquirrín. Dicen los expertos, esos señores que sientan cátedra, que el poeta esculpió esos versos ("Alegría/hoja verde/caída en la ventana,/minúscula/claridad/recién nacida,/elefante sonoro,/deslumbrante/moneda,/a veces/ráfaga quebradiza,/pero/más bien/pan permanente,/esperanza cumplida,/deber desarrollado") porque pretendía indicar dos necesidades vitales: la de utilizar construcciones simples en sus creaciones y la de cultivar los sentimientos alegres.

El hijo de la Pantoja rebosa simpleza y alegría. No parece que le sobre inteligencia ni cultura, en cambio. Pero no engaña a nadie. Y se dedica a esa cosa tan saludable que consiste en reírse de uno mismo. Es cierto, ya de paso, que se descojona de todos nosotros porque su mera presencia en televisión se antoja insultante. Algo que él también sabe. La culpa, en todo caso y presuponiendo que haya culpas en estos shows, no es de Kiko ni del personaje que se ha creado y que por momentos le posee y domina, sino de quienes deciden que este hombre pase tanto tiempo en antena. Esta semana los señores de Tiki-taka, tertulia deportiva de Cuatro y Energy, llevaron a su mesa de debate a este DJ irrepetible para arañar algo de share a sus competidores de El Chiringuito (Nitro). Ya saben, todo por la audiencia.

Rivera generó una atmósfera más saludable que las discusiones típicas de los programas deportivos.

Sorprendentemente, mi conclusión es que Paquirrín es el mejor tertuliano futbolero que he visto en mi vida. No tiene la menor idea de fútbol. Su presencia dista de ser edificante. Sospecho que muchos telespectadores cambiaron de canal nada más encontrarse con su imagen. Pero, oigan, estuvo divertido y consiguió, aunque fuera durante unos minutos, generar una atmósfera que, a mi juicio, es más saludable que esas discusiones leoninas, agresivas, incomprensibles, repletas de griteríos y faltas de respeto, que imperan en los programas deportivos de la noche. De acuerdo, sus bromas ("enseñarte a ligar es más difícil que morderse el codo", espetó a Juanma Rodríguez) no son las mejores y sus anéctodas ("en Supervivientes perdía 24 kilos y hasta me comí un palo") no son relevantes. Pero el tío hace gracia.    

Ya me perdonarán que me haya puesto un tanto estupendo para soltar esta comparación disparatada. No se asusten. No es que me haya vuelto tan loco como para idolatrar al hijo de la Pantoja. Solo es que en esta sociedad mediática y mediatizada, absurdamente centrada en la anécdota y desdeñosa de la categoría, que corre demasiado deprisa como pararse a pensar, en la que todo vale por lograr un objetivo bastardo y nada provoca las consecuencias merecidas, Paquirrín representa a una suerte de poeta cutre, comprado en los chinos, diría un amigo, que canta sus letras allá por donde va para quien le quiera escuchar ("...porque aprendí luchando/que es mi deber terrestre/propagar la alegría./Y cumplo mi destino con mi canto", termina el poema). Los sueños de la audiencia producen monstruos. Y los monstruos no son la causa, son solo la consecuencia. 

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