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Alfredo Fraile: “Julio Iglesias solo se ocupa de sí mismo”

Alfredo Fraile con Julio Iglesias, Raúl Velasco, su mujer, Dori, y Pedro Vargas (Imagen cortesía de Alfredo Fraile - Ediciones Península).

Cuando Alfredo Fraile conoció a Julio Iglesias, este no era más que un chico de familia bien con ciertas ínfulas de artista. Gracias al que fue su representante entre 1969 y 1984, Iglesias no solo se convirtió en el cantante español de mayor éxito mundial de todos los tiempos: también logró labrar esa imagen de seductor impenitente que ha marcado y marcará su figura. Tras una ruptura no demasiado amistosa con Iglesias, Fraile ayudó a Adolfo Suárez en la campaña electoral de 1986 con el CDS e introdujo a un entonces desconocido Silvio Berlusconi en la corte madrileña de finales de los 80, asesoró a los inversores kuwaitíes de KIO –estuvo imputado en el Caso Tibidabo, aunque fue absuelto judicialmente– y creó una de las mayores empresas de relaciones públicas de España. Refugiado ahora en el mismo Miami que le regaló sus primeros éxitos laborales, Fraile ha escrito unas jugosas memorias (Secretos confesables, ediciones Península) en las que uno puede saltar de Isabel Preysler a Javier de la Rosa, o de Diana Ross a Anastasio Somoza, con solo pasar de página.

Pregunta: Has pasado gran parte de tu vida profesional trabajando para Julio Iglesias y Silvio Berlusconi, dos personas que, aunque aparentemente diferentes, parece como si tuvieran algún tipo de vinculación. ¿Qué les une y qué les separa?

Alfredo Fraile: Los dos son grandes seductores, personas capaces de enamorar tanto a una señora como al público, a un político o a un empresario. La gran diferencia es que Berlusconi se preocupa siempre por las personas que trabajan con él, incluso de una forma como no he visto a otro jefe. También en el aspecto personal, humano, familiar. Al menos durante el tiempo que yo trabajé con él, hasta que fue nombrado presidente del gobierno italiano por primera vez. Exigía mucho a sus empleados, pero se preocupaba por la gente y por sus problemas. Silvio tenía ese tipo de detalles y Julio no los tiene. Julio solo se ocupa de sí mismo y ya tiene bastante con ocuparse de sí mismo.

En el libro dices de Julio que más que un cantante era un ‘encantador’ que no ocultaba sus dotes como seductor. ¿Cuál de estas dos facetas primaba más en su figura?

A.F.: Era encantador en las distancias largas y seductor en las cortas. Podía encantar a 10.000 ó 100.000 personas encima de un escenario, pero te seducía en la distancia corta. Ocurría cuando le interesaba una persona, especialmente cuando era una mujer guapa, pero también con personas de otro tipo, como un político. Julio se movía muy bien en todos los campos.

¿Es posible que se moviera mejor con políticos que con artistas? Porque en el libro cuentas varias anécdotas sobre la timidez que le vencía una y otra vez ante cantantes como Barbra Streisand o Michael Jackson.

A.F.: Julio tiene la suerte de que es el cantante español más grande y más importante de todos los tiempos, el más internacional, pero era consciente de que hay otras figuras, como las estrellas que nombras, y con ellos respetaba el escalafón. Sabía que había una diferencia entre ellos y eso le creaba una cierta timidez en el trato, se podía sentir un poco incómodo, pero con el resto de las personas él pensaba, se sentía –y era– superior, por lo que no tenía ese tipo de problemas.

¿Qué ocurre cuando uno está frente a Somoza en una fiesta en Managua con Julio Iglesias y le presentan a la amante oficial del dictador?

A.F.: Aquella fiesta en el palacio del Retiro, que era como se llamaba la residencia de Somoza, parecía una página de un libro de García Márquez. Que él pudiera llegar y decirte “te presento a Hope, mi mujer”, luego ibas a otro grupo y estaba su amiga, a continuación “aquí están los de la CIA, aquí están los de la mafia…” Y lo hacía todo con una naturalidad que solo existe en el realismo fantástico. Era increíble, porque además Somoza pasaba por encima de todo aquello como el rayo de sol por el cristal, sin romperlo ni mancharlo.

En el libro cuentas cómo vivisteis en primera persona el atentado de los JJOO de Múnich 1972, el terremoto de Guatemala de 1976, el gran apagón de Nueva York de 1977… ¿Nunca pensaste en aprovechar un filón periodístico?

A.F.: Tengo un gran respeto por el periodismo y es algo que me ha costado sangre, sudor y lágrimas, sobre todo en el caso de KIO. Siempre he tenido con la prensa una relación que me sigue dando buenos frutos, porque en la prensa sabían que yo les respetaba y ellos me respetaban a mí. A los de KIO les dije: “Yo no voy a mentir nunca. Si ustedes me piden que yo diga que no están comprando Ebro cuando lo están haciendo, no puedo mentir”. Para solucionarlo, me pidieron que no me pusiera al teléfono si algún periodista me llamaba. Mi respeto por la verdad me hace tener dependencia del respeto por la prensa. Por eso sé que sería incapaz de hacer periodismo en casos así. La única vez que hice algo parecido fue como parte de un equipo durante el terremoto de Guatemala. Cuando todo aquello temblaba, Valerio Larazov, que era un genio, nos dijo que agarráramos las cámaras y filmáramos todo.

Ahora que hablas de tu respeto por la prensa: en el libro estableces una diferencia entre la prensa del corazón de antes y de ahora basándote en ese mismo término, respeto…

A.F.: Es que vivo alejado de mi casa y de mi país, pero sigo viendo la televisión y me doy cuenta de la suerte que tuve, al empezar a trabajar con Julio, de contar con una prensa que respetaba al personaje. Nosotros viajábamos con prensa que nos acompañaba y eran notarios de la realidad, pero de una forma positiva. Ahora se trata de ser destructivos. Siempre en España hemos sido muy dados a encumbrar ídolos y luego cargárnoslos, pero es que ahora no da tiempo ni a hacerlos, los destruyen antes.

En tus memorias recuerdas los casos de espionaje que os encontrasteis en la sede de la entonces Alianza Popular en 1986 cuando entraste a colaborar con Antonio Hernández Mancha…

A.F.: A mí me llama Antonio Hernández mancha y me pide que trabaje con él. Yo conocía un poco el funcionamiento interno del partido por un acercamiento que había tenido con Fraga a través de Enrique Beotas. Aquello era un mastodonte que funcionaba lentamente y nuestra misión era cambiarlo. Cuando estábamos allí descubrimos que los teléfonos estaban pinchados… ¡pero entre ellos mismos! De un despacho a otro había pinchazos. Quitamos todo aquello.

Fue fundamental tu papel en los años previos a la adjudicación de las primeras licencias de televisión privada en 1989 como introductor de Silvio Berlusconi ante Polanco o Antonio Asensio, entre otros. Más allá de los diferentes modelos de televisión que querían poner en marcha, ¿con cuál de los dos habría tenido más posibilidades de aliarse?

A.F.: Con Polanco era difícil que se hubiera asociado. Polanco tenía ganado –de alguna forma, justamente– ese nombre de Jesús del Gran Poder. Gracias a su esfuerzo y su trabajo construyó un gran imperio, pero era una persona a la que resultaba muy difícil hacer cambiar de opinión. Sin embargo Silvio, que tenía una gran relación con Bettino Craxi, del PS, procuraba siempre que sus televisiones fueran neutrales. Entre tú y yo, te diría que si podía ayudaba a su amigo Bettino, aunque nadie podría decirlo porque no se notaba. La política, para él, debía ser un arma en manos del editor, pero no tenía que estar en un primer plano. Silvio pensaba que Jesús era una persona con un potencial político que no le iba a permitir trabajar con su modelo de televisión, más popular. Quería un socio más cómodo y en un momento dado ése parecía Antonio, pero ahí también hubo un duelo de personalidades. Berlusconi quería mandar en la televisión, porque sabía lo que quería hacer, y por eso se buscó una organización como la ONCE, que estaba fuera del juego mediático pero con un grupo empresarial y un buen socio económico, además de cómodo. Ellos aceptaban lo que Silvio decía, le dejaban tomar las decisiones.

En el libro cuentas cómo durante ese proceso de contactos con empresarios españoles organizabas viajes en el jet privado de Berlusconi a su casa en Arcore, en Milán, donde se organizaban fiestas de fin de semana…

A.F.: Sé por dónde vas, pero eran muy diferentes de las de ahora. Primero, fíjate: a Silvio le gustaba que fueran con la familia. Iba Antonio con su mujer, Jesús venía con Mariluz Barreiros… iban con la familia; mi mujer venía porque venían las suyas también. En la cena les daba a todas un regalo de recuerdo. Eran otra cosa. Berlusconi era un empresario de medios de comunicación eminentemente familiar. Cambió totalmente del Silvio que yo conocí al que actualmente veo. Hay cosas que yo he leído sobre él que me resultan muy difíciles de creer.

Dices en tus memorias que puedes entender, “al menos en parte”, la evolución de Silvio. ¿Puedes explicarte?

A.F.: Lo entiendo por el trauma, el rompimiento que hay cuando pasas de ser empresario a político y jefe de gobierno. Todo eso te desborda. Creo que la segunda cosa que le desbordó y le cambió fue la ruptura de su matrimonio con Verónica, además de cómo se rompió, cuando Verónica se desató, habló con el periódico de la competencia y lo puso a parir… Eso a Silvio lo descolocó. Pero sobre todo la política: hace falta ser de una pasta especial para sobrellevar el poder que tiene un presidente de gobierno. Yo pensé que podía hacerlo, por eso este nuevo Silvio me resulta un poco difícil de comprender.

Es también la primera vez que hablas tanto sobre KIO y el caso Tibidabo desde que acabó el juicio…

A.F.: Yo creo que es la primera y la única vez que hablo sobre estos temas. He tenido que atender a la prensa y decirles por lo menos mi verdad. No digo que yo estuviera siempre en posesión de la verdad, pero la mía es la que transmití. No me había puesto a hablar de todos estos temas nunca, ni tampoco hubiera hecho este libro, pero mis hijos hablaron con el editor de Península para que hiciera esto y no pude negarme.

Entonces, ¿preocupado por lo que has contado? ¿Esperas alguna reacción?

A.F.: Habrá alguna persona que se enfadará un poco, pero lo único que cuento es la verdad. Sé que alguno se va a enfadar, pero no me importa. A lo mejor no tengo razón pero insisto, es mi verdad, no la verdad absoluta. De entrada, he procurado no hacer daño a la gente. Si en algún momento hablo mal de alguien es porque creo que se lo merece, pero me gustaría que la gente entrara en profundidad en el libro. Menos dos o tres personas, que no salen bien paradas, las demás no salen mal. Si cuento cosas malas las justifico, pero no hay en ningún momento ganas de hacer daño, ni creo que el resultado sea perjudicial para nadie, sinceramente.

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