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La náufraga honestidad

Unos voluntarios recogen chapapote en las costas gallegas tras el hundimiento del Prestige (Gtresonline).

Una de las mejores lecciones que he recibido en mi vida ocupaba un modesto rincón en un manual de caligrafía china. Explorando los significados de los preciosos significantes (es decir, los pictogramas: puro arte, por cierto) me topé con la definición de la palabra honesto. Viene a ser algo así como que honesto es aquel que se alegra al contemplar el agua limpia. Descubrí que quienes asociaron la correcta conducta humana con el agua limpia acertaban. Por muchos motivos que aquí no caben y sobre los que he escrito y hablado mucho.

Retengan, si bien les parece, la idea de que el agua, si goza de transparencia, funciona como deberíamos funcionar las sociedades. De hecho regenera, disuelve lo sucio, mantiene y fertiliza todo, sin dejar de saciar la sed individual de todos y cada uno. Es decir, que es la base de la higiene, la convivencia y el crecimiento. Sin duda algo no tan alejado de lo que quiere contarnos la misma palabra en nuestro idioma siempre y cuando entendamos mucho mejor las tareas y destrezas del agua y de la honestidad.  Ambas tan traicionadas sobre todo en días como el 13 de noviembre, cuando las secuelas legales de unas aguas muy sucias desgarraron a los honestos.

Una licencia para seguir contaminando es lo que en realidad mana del disparate de la sentencia sobre la marea negra más grave padecida por este país.

El desprecio a la transparencia y vivacidad de las aguas, que son la segunda materia prima para la vida en este planeta -la primera es la energía solar- queda patente en la sentencia que conmovió a muchos. Por segunda vez, y esto implica a las dos mayores catástrofes ambientales de la historia de este país, los responsables de las mismas no solo no han quedado castigados sino que han desaparecido.

El patrimonio común ha quedado doblemente quebrantado. Primero, porque las compañías que se lucraron o lucran con el comercio del petróleo o con la minería no van a pagar, ni pagaron, tras contaminar. Estoy recordando, por supuesto, al Prestige y a las minas de Aznalcóllar. Se ha conseguido, pues, justo al contrario de lo que las leyes ambientales y hasta la más elemental sensatez pretenden.

En segundo lugar porque esto a falta de responsables, sin duda conocidos, lo pagaremos todos.  No me refiero solo a los, como poco, cinco mil millones que se han tenido que gastar en la limpieza de ambos desastres. Hay que sumar también la carcomida confianza en la Justicia, la desazón generalizada en buena parte de nosotros. Una licencia para seguir contaminando es lo que en realidad mana del disparate de la sentencia sobre la marea negra más grave padecida por este país.

Más y más grave: la impunidad mina los principios básicos de la convivencia, como el chapapote lo hace con los del agua. La honestidad naufraga cuando la justicia le da la espalda.

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