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Destinos

Valles de Cantabria, donde lo cotidiano es un lujo

Liébana (wikimedia-commons con licencia CC BY-SA 2.0).

Una tarde de otoño, subir el puerto de Piedrasluengas, desde Potes, dejando atrás el desfiladero de la Hermida es toda una una experiencia. Enamorarse del Cantábrico no tiene ningún mérito. Una luz salvaje y esa emoción que sólo tiene el mes de septiembre cuando el verano ya quiere pasar otra página, deja muchas cosas detrás de cada curva. Un pequeño letrero y la carretera de firme desigual marcan el camino hacia el Valle del Nansa.

Por eso, siempre se siente algo especial cuando se llega al Cantábrico, por este Valle del Nansa. Desde que uno puede parar en el mirador del Jabalí y ver las siluetas de las montañas encadenadas una sobre otra, los planteamientos sobre las prisas y el disfrute son de otra manera... No es una cuestión ni de velocidad, ni de potencia, pero uno quiere repetir una y otra vez... Sí, es la belleza de una zona olvidada donde las emociones quedan.

No es fácil olvidar la primera vez que uno sube por encima de San Mamés, por caminos que todavía huelen a vaca y hierba recién cortada. Cuando uno se encuentra con Chencho, es fácil andar a su lado y recordar la trocha que lleva hasta Liébana antes de parar en Casa Enrique y tomar esos guisos de judías y probar el mejor pan del mundo, como dicen las “mellizas”, porque así conocen a las hijas de Enrique el panadero.

Desde la cabecera del Valle, uno ve la vida peñas abajo, como queriendo llevar la contra a la magnífica novela de Pereda. Ni el pantano, ni las pequeñas carreteras que llevan a uno y otro lado del valle quitan protagonismo a esas “casucas” que parecen contestar a las leyes de la gravedad... Cada invierno, con la nieve se inclinan un poco, pero nunca se caen. Hasta que una primavera, cuando menos se lo esperan, la pared se abre, “pone panza” y se viene abajo.

Pueblos para entender la vida de otra manera

Tudanca es comida aparte. En la zona todos hablan a los foráneos del Cossio, de su casa y de la biblioteca... Algunos curiosos se acercan hasta el pueblo. Todo cuidado, pero con una tediosa inactividad. Un bar y un restaurante sin horario son buen ejemplo de otra manera de entender la vida. Es simplemente la belleza de un valle, que siempre mira al norte.

Los pueblos costeros juegan a otra cosa. Dicen que los barcos siempre dan vida. Con la pesca se ha mantenido un poco más la población, pero tampoco corren buenos tiempos. En San Vicente de la Barquera o en Colindres, las casas todavía recuerdan aquellos eternos veraneos de tres meses, cuando el veraneo era cosa de unos pocos.

No los separan muchos kilómetros, pero parecen otro mundo. Incluso ahora existe una frontera imperceptible entre la costa y el interior. Las curvas del Puerto de Fuente Varas o las de la Cruz de Usaño son testigos privilegiados de un ir y venir que parece no importar a nadie. Pedro ya saca las vacas a pastar montado en su viejo tractor John Deere; pero el vecino, Muni, todavía sale con su yegua y el potro del año. Sobre la vieja silla un buen montón de hierba fresca para su vaca favorita. Para él, aparejar un caballo es una manera de sentirse joven, aunque algunos piensan en el pueblo que lo hace por no gastar gasoil con el tractor, “porque está muy caro”. Realmente, le importa poco, pero él sabe que se siente más cómodo tocando la crin de su potro, que al volante de una máquina que no necesita... La gente de la montaña es así.

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