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¿Vivan los quintos?

(Flickr / Arkangel)

A las litronas parece que las llaman igual en sus botellones. Los tercios (que tantas cosas pueden significar, que no se sabe a bote pronto si hablamos de toros o de Alatriste) imagino que también. Pero un quinto, ni de coña. ¿Y saben qué es lo más gracioso? Que se han puesto de moda pese a desconocer tal denominación. De moda de manera escandalosa. De moda hasta el hartazgo. De uno a otro confín y en cada vez más y más calles de cualquier ciudad, centro comercial, o lugar que tenga un local vacío donde pueda florecer franquicia al uso. Y para más curiosidad de numero tan rimado, los quintos, además, van de cinco en cinco.

Estoy convencido de que ya saben que hablo de la proliferación y novedad de pedir cubos de botellines de espumosa, rubia y fría cerveza, normalmente una lager de tipo pilsen. Cubos llenos de hielos, escarcha, y a veces sólo agua fresquita. Y si hay suerte en esa locura de oferta, incluso con tapa (como tendría que ser en cualquier caso, pero aquí la venden como oferta, que no deja de ser en principio para cinco, con lo que debiera ser cosa normal y no extraordinaria). Claro está, nada de vasos clásicos de cañas: a beber a gollete.

Todo esto no tendría mayor importancia si no fuera por dos cosas: que no se puede maltratar la cerveza, a no ser que se esté de campo y playa, se haya terminado de hacer deporte (que es lo que hacíamos los ya puretas tras un partido de fútbol o lo que se terciara: eso de las isotónicas y demás guarrerías en latas de diseño es otro ejemplo de la decadencia de Occidente), o estemos de verbenas y fiestas, que mejor el amorre que no esa otra calamidad, y más para la cerveza, de los vasos de poliuretano, que entiendo que sea por seguridad y que no acabemos por las calles haciendo de faquires entre tanto vidrio roto, pero en esos vasos aparte de espuma, mala cerveza tomaremos.

La segunda, que algo mal estamos haciendo cuando hemos dejado proliferar un tipo de negocio que prima la cantidad, la caída en la calidad, y el uniformismo propio que hace que todo lugar sea el mismo, sin personalidad, independientemente de que estemos en un casco histórico o en un aeropuerto, en unos multicines o en un pueblo con encanto. Que no digo que el negocio de las franquicias sea algo malo, pero cierto es que está acabando con mucho comercio tradicional, entre ellos, oh sorpresa, hasta los bares tradicionales. Muchos de éstos tal vez se durmieran en su día a día, por su oferta tradicional y sin renovación, o se subieran a la parra en precios. Pero esta proliferación del menudeo cervecero a base de cubos de botellines no me augura nada bueno.

Yo sigo prefiriendo que me sigan tirando esas cañitas, bien tiradas y en vasos enjuagados, donde la ambarina va dejando anillos espumosos en el vidrio a medida que uno va bebiendo, que hacen del aperitivo y el tapeo un arte, y no un chalaneo que lo acabaremos pagando. Aunque ahora nos parezca muy barato. Nunca debimos dejar de llamar a los quintos quintos, ni que unos desaparecieran y otros volvieran. ¡Vivan los quintos del año que corresponda! Y los cubos, para baldear cubiertas.

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