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Cultura

Música y sirenas

Flickr / Mike Baird con licencia CC.

Subida del ritmo cardiaco. Las piernas se quejan. La respiración se hace más difícil y, en fin, todas esas cosas que sabemos . Y de repente, te encuentras con la gran orquesta. Chillidos de gaviotas, el viento que hace golpear las cuerdas y metales en los mástiles cuando paso por el club de vela, las olas por supuesto e infinidad de sonidos que se incrustan en esa masa sonora que las vanguardias musicales de ayer y hoy se empeñan en descubrirnos.

Con semejante distracción, es lógico que el ritmo de tu corazón y la respiración se estabilicen... coño, ¡estoy corriendo!… como los que veo por la playa, ¡soy un deportista!

Así es. Si superas el miedo a las muertes repentinas y dejas de imaginar a una muchedumbre apelotonada alrededor de tu cuerpo entre preocupada y morbosilla, puedes dejar que tu mente lleve el timón.

En esos momentos te invade una mezcla de orgullo y euforia que yo aprovecho para componer música pensando que quizás llegue a retenerla y a pasarla al papel. Sé que no va a suceder pero me gusta soñarlo y además es buenísimo para distraerse de la cantidad de disculpas que pone tu cuerpo para que le dejes en paz. “fíjate lo que estás haciendo con mis gemelos”, te dice, “esta forma de correr me va a matar, pero no te das cuenta que sin zapatillas me voy a romper el tendón de Aquiles?”. “Por no hablar de mi corazón, ya no soy un niño, me va a estallar, ¡capullo!”

En fin, esas y otras lindezas dejan de tener importancia cuando prestas toda tu atención a la orquesta marina, sin discusión, la obra musical más grande de todos los tiempos habidos y por haber. El olor es un sonido más. Siempre igual y siempre distinta. Magia pura.

A lo lejos, el objetivo 

Es el momento de proponer un objetivo en el horizonte. ¿Llegaré hasta esas rocas?

Sigo componiendo para distraer a mi envoltorio. Que no se entere de que lo maltrato, que no me ponga pegas a ese traqueteo al que le expongo dando saltitos hacia delante y que marca el tempo de mi obra con flexibilidad y maestría. Y así, temblorosas, se van acercando mis rocas, esas rocas que sin saberlo, marcarían todo un verano y quizás el resto de mi vida.

Cuando te quedan 200 metros por recorrer después de haber hecho dos kilómetros, parece que llevas corriendo toda la vida, y lo único que te puede nublar la vista son esas gotas de sudor que desbordan las cejas . Me limpié varias veces y no dudé al observar el bulto. Una figura de mujer brillaba como un espejo en la orilla del mar. Inmóvil, las piernas abiertas de par en par recibían el agua ya mansa ,el pecho desnudo y blanquísimo y los cabellos rojizos y un poco enmarañados. Todo esto lo digo porque pasé a su lado sin que se inmutara, lo que me permitió observar sin disimulo.

Reconozco que lo del cansancio, el dolor muscular y mi composición efímera se los tragó la gran orquesta con comodidad. El primer plano lo acaparaba una sirena ¿sería una sirena? Si pudiera verle la cara...

A no ser que me hiciera el loco y pasara chapoteando por el otro lado, imposible. No voy a decir que no pasara por mi cabeza pero enseguida me dí cuenta de que era poco elegante. Así que di la vuelta en aquellas rocas que parecían al principio inalcanzables y me dirigí hacia ella andando, como cualquier paseante playero, con la vana esperanza de que sucediera algo.

A dos metros de distancia, cuando ya me disponía a bordearla otra vez, sucedió. Sus ojos marinos me miraron mientras se incorporaba y su boca supongo que salada, se abrió para decirme “buenos días”. ¿Buenos días? Tenía que reaccionar rápidamente, estaba claro que me había encontrado una sirena... “hola”, le dije procurando parecer natural. Y seguí caminando... juraría que me había sonreído pero de eso no estoy muy seguro.

No fui capaz ni de girarme para ver si me seguía con la vista o había vuelto a su posición original. No fui capaz de hacer nada. Solamente refugiarme en mis pensamientos y elucubraciones, mientras la gran música del mar volvía otra vez como si nada hubiera sucedido.

Ya sé que os gustaría que os dijera que la volví a ver al día siguiente pero no fue así.

Al día siguiente dejé a mi adolescente favorito en su curso y partí con toda la ansiedad que os podáis imaginar en su busca, mientras mi mente iba barajando la mejor pregunta, la mejor respuesta, aquella frase ingeniosa que prolongara mi estancia a su lado. Pero no tuve oportunidad. Cerca de mis rocas no había ningún bulto brillante, ni unas cuantas algas a lo lejos que me hicieran soñar.

Día a día me encontré corriendo la playa de un lado a otro. La orquesta marina dibujaba sus melodías más tristes y mi cuerpo se había acostumbrado al trote y ya no se quejaba. Solamente lloraba por todos sus poros.

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