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Cultura

Trotsky: Una vida revolucionaria

Verano de 1902. Lev Davidov Bronstein cumplía el destierro en Siberia cuando decidió viajar a Europa para encontrarse con Lenin. Salió del miserable caserío de chozas campesinas de Ust-Kut oculto bajo una paca de heno en la parte trasera de un carro. Llevaba un pasaporte falso  “extendido a nombre de Trotsky”, un apellido escrito al azar, sin sospechar ni mucho menos que  se quedaría con él para toda la vida. Así se llamaba uno de sus carceleros en Odessa. Su sonido, también,  recordaba a trostzig, en alemán perseverante.

León Trotsky tenía muchas otras características además de la perseverancia; no todas positivas, por cierto.  En ellas se basa Joshua Rubenstein para escribir León Trotsky: Una vida revolucionaria (Península, 2013), la biografía de alguien que fue, a la vez, hombre decisivo en la Revolución Rusa, sobresaliente y sagaz escritor, pero también héroe trágico y traicionado. Un nombre que se desdibuja en el pozo remoto de la historia. Con la intención de ofrecer una interpretación del líder ruso acorde al siglo XXI, el activista por los derechos humanos, escritor y periodista ha decidido volver la mirada y escribir, con ojos  nuevos, la vida del revolucionario.

A diferencia de otros autores que han escrito sobre Trotsky, como puede ser el caso de Isaac Deutscher, Rubenstein no se comporta como un biógrafo militante o entusiasta. Tampoco se ceba con sus fracasos y desaciertos, como ya lo hizo Robert Service en Trotsky: A Biography (2009). En León Trotsky: una vida revolucionaria, Joshua Rubenstein marca distancia y se propone, a su manera, un retrato ponderado. Sin exageraciones ni fanfarrias. Le puede sin embargo, la tentación de la melancolía y el tono grave que adoptan ciertos escritores con los finales trágicos.

Joshua Rubenstein muestra los primeros años de un Trotsky brillante y arrogante, en plena carrera meteórica hacia los hechos de  1905 y 1917; al cruel y eficaz  organizador de la victoria en la guerra civil; también al político inepto incapaz de dar la pelea de sucesión a Stalin, y finalmente al  desterrado a Alma-Ata y luego expulsado de la Unión Soviética.

Dos hechos resaltan especialmente dentro de la biografía de Rubenstein. Uno de ellos, la posición ambivalente que tuvo  Trotsky ante el antisemitismo. Contrario a los pogromos y  las acciones racistas y segregacionistas en Rusia, el político –de familia judía- nunca fue del todo concluyente en sus posiciones al respecto. Rubenstein llega a plantear que Trotsky podría no haberse sentido judío, dado su ateísmo. Sin embargo, la razón nunca llega a ser lo suficientemente fuerte como para desvincularlo. Es, a su manera, una zona borrosa.

El segundo aspecto que resulta especialmente interesante tiene que ver con el hecho de que, durante el exilio mexicano, poco antes de su muerte, Trotsky intentó, en varias oportunidades ir a EEUU. Tras su primera visita en 1917 a Nueva York, había quedado fascinado. En la primavera de 1938 mantuvo contacto con su editor, Cass Canfield, de Harper and Brothers para intentar conseguir trabajo. Se dirigió a algunos partidarios para estudiar la posibilidad de ir a California. Llamó a Roger Baldwin, el dirigente del Sindicato Estadounidense por las Libertades Civiles. Nada funcionó.

Un año después, en 1939, el congresista demócrata  Martin Dies, presidente de la Comisión de Actividades Antiamericanas desde 1938 hasta 1944, se puso en contacto con Trotsky. Dies no era una figura cualquiera. Su obcecación contra el comunismo fue tal que llegó a incluir a Chirley Temple, que entonces tenía diez años, en una lista de actores y figuras de Hollywood que simpatizaban con la izquierda.

En otoño de ese año, Dies invitó a Trotsky a Estados Unidos para que diese testimonio sobre la historia del Stalinismo. Los partidarios de Trotsky se opusieron, podrían acusarle de conspirar junto a la extrema derecha estadounidense. Las ganas de Trotsky de conseguir un visado para entrar en Norteamérica eran mayores que cualquier otra razón y aceptó.  Estaba previsto que le recibieran en octubre de 1939, en Austin. Sin embargo, a última hora,  Dies canceló la invitación.

Los intentos no se detuvieron allí. Cuenta Rubenstein cómo Trotsky se reunió con las autoridades consulares en México, a quienes ofreció compartir información delicada sobre el Partido Comunista de México y algunos agentes estalinistas en Estados Unidos. Los contactos con Dies y su colaboración con el comité del congreso estadounidense  hicieron que Trotsky fuese señalado como agente imperialista. Los estalinistas no perdieron oportunidad de atacarle, aunque el verdadero plan era verlo muerto. Es ahí donde entran en escena Ramón Mercader y su punzón. Su asesino nunca dijo quiénes eran sus jefes y las cenizas de Trotsky quedaron esparcidas en México.

Jamás suavizó su fe en el marxismo dogmático ni renunció a la Revolución que lo traicionó, escribe Rubenstein, quien pide para Trotsky algo más que simpatía. “Su valentía y determinación fueron al mismo tiempo tanto el manantial  de su atractivo como la fuente de su perdición”. Se trata, a su manera, de una interpretación más histórica que política en la que Rubenstein se propone trazar un perfil de Trotsky por encima del mito, un análisis más acorde con el mundo post-guerra fría.

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