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Cultura

España revoltosa: cuando el pueblo se vuelve populacho

Carlos II destituye al conde de Oropesa (Wikimedia Commons).

Y uno no puede dejar de pensar que la Historia de nuestro país está llena de páginas dedicadas a narrar revueltas que el indomable hispano ha hecho contra el gobierno de turno, fuese el que fuese.

Hay quien dice que los bagaudas, allá por el siglo III y con Roma por estos pagos, fueron los primeros revoltosos contra el poder establecido. No entraremos en ese tema (aunque en principio no esté muy de acuerdo con esa calificación) que puede levantar ampollas y que ya plumas señeras como Sánchez Albornoz o Baroja han tratado mucho mejor y más extensamente de lo que aquí se pudiera hacer.

Como les decía, poco importaba quién gobernase y ante qué dios se inclinaba el pueblo. Así, por el año 817 para unos y 818 para otros, el emir de Córdoba al-Hakam I, padre de Abderramán II, tuvo que sofocar la revuelta que pasó a la historia como “la del arrabal de Córdoba” pues fue en el barrio que se había creado por la expansión de la ciudad, por el sur y al otro lado del Guadalquivir, donde estalló. Unos dicen que por los malos tratos del emir, otros que por motivos religiosos. El caso es que estalló y se extendió a otros barrios. Fue sofocada a sangre y fuego y los que sobrevivieron fueron desterrados marchando a Toledo y al norte de África (por los pagos del actual Marruecos).

Contra los judíos conversos

Si aquellos fueron árabes contra árabes, otros fueron cristianos contra judíos conversos. En Toledo, la que fuera ciudad de las tres culturas (idealizada ad nauseam por la deleznable serie televisiva homónima) en 1449, estalló la revuelta contra los judíos conversos. ¡Y cómo no!, fue por dinero, aunque el culpable fuera cristiano viejo, don Álvaro de Luna, que en nombre del rey Juan II había pedido a la ciudad un préstamo de un millón de maravedíes, y la víctima el mensajero en forma de recaudador: el converso Alfonso Cota que con su huida generalizó la persecución hacia sus correligionarios.

El Papa Nicolás V ordenó la devolución a los conversos de sus cargos, dignidades y propiedades.

La revuelta en marcha fue dirigida por los políticos de la época, como Juan Sarmiento, comandante del Alcázar, que se sentía ninguneado por el rey; o por fanáticos religiosos, como los canónigos de la catedral que, sin autorización arzobispal, se dedicaron a atormentar a judíos conversos acusándoles de herejía o idolatría (y eso antes de la Inquisición). La cosa llegó al Papa, Nicolás V, que entre otras promulgó la Bula Humani generis inimicus que ordenaba, so pena de excomunión, la devolución a los conversos de sus cargos, dignidades y propiedades.

Cambiando de tercio (y saltándonos dos siglos largos y en ellos algunas de las grandes revueltas de nuestra historia: Comunidades de Castilla; Germanías de Aragón; la revuelta de las Alpujarras; las de Granada, Córdoba y Sevilla, preludios de la de Cataluña, y todas éstas como consecuencia de la presión económica del Conde Duque de Olivares), vamos a ver alguna revuelta madrileña.

El ‘Motín de los gatos’

Ya sé que estarán pensando en Esquilache. Pero no, antes de ese motín hubo otro madrileño, tanto, que se llamó el motín de los gatos, que estalló en el 28 de abril de 1699. La causa: la carestía del pan (o sea, el hambre). El momento: el normal en estos casos, cuando se están acabando las reservas de cereal y antes de la cosecha anual. El detonante: una desafortunada frase del político de turno, el corregidor de Madrid, don Francisco Vargas, quien ante una mujer que se quejaba de no poder alimentar a su marido y a sus seis hijos por ser el pan caro y de mala calidad, le espetó lo siguiente, entre otras lindezas: “Haced castrar a vuestro marido para que no os haga tantos hijos”. O sea, una cerilla en un baño de gasolina. El lugar: inmejorable, la Plaza Mayor.

La turba desenfrenada arrasó lo que a su paso encontró llegando a incendiar la casa-palacio del conde de Oropesa, valido del rey Carlos II, llamado El Hechizado que, milagrosamente, apaciguó los ánimos dirigiendo unas palabras al gentío que, todo hay que decirlo, marchaba al grito de “¡Viva el rey! ¡Muera el mal gobierno!”.

Los disturbios fueron aprovechados por los borbonistas y los austracistas, que se preparaban para la sucesión regia.

Como siempre que el pueblo se convierte en populacho, detrás están los grandes intereses políticos. Y este caso no fue una excepción. Los disturbios fueron aprovechados por los borbonistas y los austracistas (como el conde de Oropesa al que el asunto le costó el cargo), que ya se estaban preparando para la sucesión regia, habida cuenta del endémico mal estado de salud del monarca.

Y si se llamó de los gatos dicen que fue en honor de los madrileños que, como es sabido, reciben ese sobrenombre desde los tiempos de Alfonso VI de Castilla por la habilidad trepadora de sus glebas de Madrid a la hora de encaramarse a las murallas enemigas (a mí, ni me miren, y eso que soy de Chamberí).

Burla burlando hemos llegado al final por hoy. Si su paciencia y la del editor lo permiten, en otro momento, pero en el mismo lugar, hablaremos de otras revueltas hispanas que hoy, por falta de espacio, que no por restarles importancia, nos dejamos en el tintero. 

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