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Cultura

Los 10 lugares más deprimentes de la literatura

Un detalle de la portada de 2666, de Roberto Bolaño.

Hace ya unas semanas, Flavorwire publicó un trabajo que hablaba de los lugares más deprimentes de la historia de la literatura. Tras leer La geografía de la melancolía, de Tara Isabella Burton, era natural, decían, encontrarse pensando sobre los pasajes –y paisajes- asociados a los municipios y condados más tristes de novelas, relatos y poemas. A partir de ahí, la imaginación se nos escapó. Decidimos hacer nuestro propio diez; acaso uno más cercano en el tiempo y por qué no, en el lenguaje. ¡Bueno… a quién engañamos! Será un diez arbitrario, sacado de quicio. Puede que con eso sea suficiente; o no.

El texto de Flavorwire cita el Londres de Dickens; el París de Baudelaire; la Vienna de Zweig’s o la Trieste de Morris… Pero, qué pasa con esas otras novelas que han abordado -incluso confeccionado- lugares que son pura melancolía y muerte: como la Sonora de Roberto Bolaño en Los detectives salvajes y, mucho más todavía la Santa Teresa de 2666, esa que ha sido señalada como trasunto de Ciudad Juárez, y en la que se intersectan las rutas imposibles de un paisaje mortuorio: los tres críticos que buscan al escritor alemán Benno von Archimboldi; Amalfitano, el profesor chileno;  el periodista estadounidense, Quincy Williams, que lleva a cuestas un mote de muerte y boxeo; y junto a ellos, los cientos de asesinatos de mujeres que Bolaño describe con la desnudez de una receta de cocina y apila con maldad, para que –todas juntos- esas muertes nos empachen.

Ciudad deprimente donde las haya, la versión de Los Ángeles que hace James Ellroy en L.A Confidential, novela que forma parte del llamado L.A Quartet, y que lo lanzó a la fama. Un paisaje que se desenvuelve directo y cortante, lleno de extrañeza y violenta autobiografía: el alcohol y las drogas; el caddy que surge de sus cenizas, ya desintoxicado, mientras arrastra bolsas llenas de palos en un campo de golf , como ocurre en Requiem por Brown. No se queda atrás, ni mucho menos, el L.A de John Fante, en especial en su serie dedicada a Bandini, un guionista proveniente de una familia humilde de origen italiano –como Fante- que se abre paso en la Norteamérica de entreguerras.

El más paisaje más patético ha sido logrado quizá con más finura en Mi perro idiota –de la que hemos hablado anteriormente- y en Sueños de Bunker Hill. En la última página de este último,  el guionista Arturo Bandini lo ha perdido todo: los favores de su decrépita amante y casera; el respeto de sus paisanos al volver al pueblo natal tras su incursión en Los Ángeles; el comienzo de una carrera como guionista en Hollywood. Sólo le quedan dos cosas, una máquina de escribir y una frase que no le pertenece. “No era mío, qué diantre, pero por algún lado tenía que empezar”. Con esta última cuartilla, Fante cierra la que podría ser la mejor novela de la saga de seis que dedicó a su alter-ego Arturo Bandini.

La mayoría de las  novelas de Fante están ambientadas en Los Ángeles y California. La pobreza es uan constante en su obra, la usa para levantar una la radiografía de temas afines a la comunidad italiana inmigrante en Estados Unidos: el catolicismo en relación a la comunidad italoamericana, la familia, la soledad. Su libro más conocido es Pregúntale al polvo (1939), una novela, como casi todas, semi autobigráfica..

También deprimente, acaso a más no poder, es el París (habría que decir la Francia entera) que dibuja Houellebecq en El mapa y territorio, su más reciente novela, en la que el pintor Jed Martin, obsesionado por el tema del arte y la maquinaria de representaciones y engaños  –las mismas de la vida, los sentimientos, los oficios, los paisajes- lleva al lector a lugares sombríos y desagradables: el restaurante parisino en el que cena con su padre durante la Nochebuena, o la clínica de eutanasia  al que este último decide acudir para acabar con su vida. Y qué decir del Salzburgo  de El Sótano, de Thomas Bernhard. En ella, Bernhard se narra a sí mismo, cuando, camino de la escuela, decide tomar la dirección opuesta, darse la vuelta y entrar en la oficina de empleo. Allí, con su mochila al hombro, un Bernhard de 16 años busca un trabajo de aprendiz en un oscuro comercio de alimentación donde debe cargar pesados sacos, pasar horas rodeado de polvo, soportando pestilencias y miserables clientes del barrio más pobre de Salzburgo. Es allí, en el acto repetitivo y mecánico, en la sensación de ser útil y de escapar del mundo de la escuela y del de su familia, donde Bernhard dice sentirse libre. Todo ocurre en primera persona. Con una potencia amarga que encuentra  la fina materia del desapego que domina tanto la narrativa como la dramaturgia de Bernhard. Y sin embargo, un algo polvoriento y cuarteado se impone; acaso un paisaje agresivo, ese al que Bernhard nos tiene acostumbrados.

Si alguien supo retratar con crudeza una ciudad fue Irvine Welsh. Tanto en Trainspotting como en su precuela, Skagboys, donde retrata un Edimburgo asfixiado por las consecuencias de las políticas de Margaret Tatcher; una ciudad gris, tétrica, en la que abundan las huelgas mineras;  el paro aumenta a un ritmo enloquecido; la heroína corre por las calles y el futuro luce casi tan lejano como una pastilla extraviada en un wáter atascado con excremento hasta el borde. Pero  Welsh parece  literatura infantil frente a la Ciudad del Cabo de J.M Coetzee en Desgracia o la Universidad de Athena que describe  Philip Roth en La mancha humana. Durísimas también son la ciudad que narra Antonio Ungar en Tres ataúdes blancos; el Medellín de Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios o la feroz (y paradójicamente hermosa) Caracas que retrata Juan Carlos Méndez Guédez en Los maletines.

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