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Cultura

La inteligencia artificial en el cine

Imagen de la nueva versión de Robocop.

Todo comenzó hace mucho tiempo, casi al principio de todo. En Metrópolis (1926), Fritz Lang llevó los postulados de la vida a la lucha de clases expresionista proponiendo una robot de icónico aspecto y maléficas intenciones. El lado oscuro de la tecnología más tarde mostraría su humanidad, aunque sería necesario esperar hasta Kubrick y su 2001. Una Odisea del Espacio (1968) al primer filme de ciencia ficción de verdadero prestigio, para que la inteligencia artificial se saliese de madre. La naturaleza de la conciencia humana y la artificial, en conflicto antes del viaje definitivo a las estrellas.

Probablemente, la película que realmente nos precipitó a la madriguera de conejo fue Blade Runner (1982). La obra maestra de Ridley Scott, hito cinematográfico aún sin igualar (la secuela, por cierto, está en camino), es tan inagotable en sus interpretaciones como simplemente disfrutable. La adaptación de Philip K. Dick nos introdujo en un futuro nocturno y lluvioso en el que las máquinas han llegado a alcanzar un estado de conciencia que podríamos calificar de vida.

Llamadle Murphy, no Robocop. La película del policía mecánico se erigía como una actualización cibernética de Jesucristo pero en clave de humor negro y sátira corporativa. El remake de Jose Padilha, ahora en cartel, ahonda en la filosofía y se olvida del cachondeo, aunque nadie puede acusar al director brasileño de haberse olvidado de la tortura personal del muy moderno Prometeo. Pero lo del original de Paul Verhoeven era otro nivel: repleta de violencia grotesca, explosiones de serie B y sí, mucha mala hostia, el holandés realizó otra de esas películas de acción que duran y duran, una cuyo testosterónico armazón oculta un soberbio comentario a la era Reagan. Y entretenida. Ah, los ochenta.

Juegos de Guerra (1983) planteaba un curioso escenario, el de la Guerra Fría como partida de un videojuego. Y lo importante que es para un chico tener un buen ordenador. Matthew Broderick era un adolescente que conectaba su obsoleto PC al del Departamento de Defensa americano, que víctima de su propia programación, decidía continuar la partida hasta el Game Over definitivo: la famosa destrucción mutua asegurada. La soberbia dirección de John Badham, uno de esos artesanos que daban categoría al oficio, logra que la película trascienda incluso el cine Amblin de su década, y que siga antojando extrañamente actual, e incluso relevante.

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Pero si queremos nostalgia, Tron (1982) nos la da a paletadas. Verdadero fracaso comercial en su época, la película del gurú Steven Lisberger fue pionera en mostrar sin tapujos esa realidad virtual tras la máquina del comecocos. Convertida en título de culto por una legión de freaks, Disney se atrevió a continuar la historia en una secuela reciente, Tron: Legacy, que ya no presentaba un mundo computadorizado, sino que se dedicaba a ahondar en el triunfo de lo digital sobre la carne. Con la versión juvenil de Jeff Bridges persiguiendo al fondón ganador del Oscar, la película de debut de Joseph Kosinski (apunten ese nombre, o no) trataba de nuevo una curiosa paradoja, más actual que nunca: el avatar que se volvía contra el usuario.

Colossus, el proyecto prohibido (1970), de Joseph Sargent, también nos presentó una máquina capaz de erigirse juez de la humanidad. Diseñada para controlar los sistemas de defensa, Colossus se percataba del peligro que entrañaba la humanidad y se decidía a aniquilarla. Este buen amigo de Skynet, la máquina que tomó conciencia y quiso aniquilar al moderno Jesucristo llamado John Connor, no caló como la inteligencia artificial que inicia todo el lío en la saga Terminator, pero su recuerdo es inevitable, pese a que en la saga iniciada por James Cameron el asunto cobrase ribetes de película de terror: esa máquina que no se detiene ante nada está programada para eso.

Fueron todas ellas piezas fundamentales para lo que vendría después. El Cortador de Césped (1992), basada en un relato de Stephen King, y la trilogía Matrix de los Wachowski ahondaron en los paralelismos entre ese salto al otro lado, con programas informáticos con cara y ojos capaces de sentir. Cuando las fronteras entre vida y sueño se desdibujan a la manera de Calderón de la Barca, las máquinas tienen la iniciativa en un entorno de realidad virtual, Matrix, con paralelismos al mito de la caverna platónica. Pero incapaces de imitar el fervor e iniciativa humanas, se ven relegadas por las mismas dudas, la misma incapacidad para ver más allá de sí mismas. Limitadas, también, por su propia estructura, el destino del combate entre ambas especies se resume en balancear una ecuación, la de simulación contra elección, y a convivir en tablas. En paz.

Pero qué mejor película para ahondar en la naturaleza viva de la inteligencia artificial que aquella que la lleva por título, A.I. (2001) de Steven Spielberg. El proyecto heredado de Kubrick resultó ser, en manos del director de Ohio, una extraña e indescifrable mezcla de las inquietudes de uno y otro realizador, con inquietantes puntos de unión con 2001, y tan incomprendida como el niño robot que la protagoniza. Sentimental pero a la vez desoladora, tan cándida como brutal, la particular road-movie del niño-robot en busca de su madre y a través de un futuro distópico es una de esas películas que no toman prisioneros, que amas u odias, pero que nunca se olvidan.

No todas las fantasías tecnificadas son distópicas. El futuro que nos plantea Spike Jonze en la bellísima Her (2013) es el de una humanidad ensimismada y solitaria, en la que la tecnología ha usurpado el lugar de las personas debido a nuestras limitaciones para conectar (¿les suena?). Pero la película apisona virtualmente esas valoraciones. Lo que importa de este cándido, sincero y fenomenal cuento de amor es la interpretación de Joaquin Phoenix, en el papel del inteligente y sensible Theodore, y su historia de amor con un avanzado sistema operativo con la voz en V.O. de Scarlett Johansson, actriz que -por cierto- ni siquiera haciéndose selfies desnuda nos ha conquistado como aquí. Y es que el futuro, el siguiente paso en la evolución, trasciende la carne pero no el amor. 

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