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Cultura

¿Queda algo del Carnaval tradicional?

Amanda Perdomo, con la fantasía Poderosa Amazona, diseñada por Daniel Pagés y representando al periódico La Opinión de Tenerife y McDonalds, es la última reina del carnaval santacrucero (Gtresonline).

Dice el Diccionario histórico de la lengua española que “carnaval” es el período de los tres días que preceden al Miércoles de Ceniza. Pues hombre, queda cerca, pero no es exacto. Breves ejemplos: en Málaga, los carnavales este año se desarrollan oficialmente desde el 22 de febrero hasta el 5 de marzo. O sea, ¡hasta el mismísimo Miércoles de Ceniza!, sin perjuicio de que lleven liados con murgas, chirigotas y coros desde primeros de febrero. Otro tanto se puede decir de los de Santa Cruz de Tenerife o de Cádiz. Venecia, más sobria, los celebra entre el 22 de febrero y el 4 de marzo. Vamos, que de tres días nada, aunque precedan o incluso comprendan, al Miércoles de Ceniza.

Pero esto no es todo. Tradiciones hay que indican que es Carnaval desde Navidad, o desde Reyes, o desde San Antón y su bendición de animales. El saber popular condensado en el refranero así parece avalarlo, pues refranes hay  que afirman que “Desde San Antón, máscaras son” o “Por San Antón, las carnestolendas son”. Y en esto parece haber consenso entre Castilla y otros pagos pues en Cataluña se dice “Per Sant Antón, Carnestoltes son”, o en Aragón “Por San Antón se puede hacer el bobón”. Y San Antón, recordémoslo, se celebra el día 17 de enero.

¿Carnavales o Saturnales?

Otros afirman que el Carnaval comienza el día de la Candelaria (2 de febrero, 40 días después de Navidad), como por ejemplo en algunas zonas del País Vasco. En el interesantísimo estudio “Alternancias de Carnaval y Cuaresma en el Buscón de Quevedo”, don Julio Vélez Sainz cita un entremés de Quiñones de Benavente que comienza así:

     “En asomando a San Blas

     las madres carnestolendas…”,

resaltando que Quevedo, en el capítulo segundo del primer libro de su Buscón, hace coincidir ese día con el inicio del Carnaval y la coronación del Rey de Gallos, costumbre de raigambre medieval. Y San Blas es el 3 de febrero, como bien saben las cigüeñas.

Como vemos, no hay acuerdo sobre el tiempo de Carnaval. Y el desacuerdo se agravaría si hiciéramos caso a los que hacen derivar éste de las Saturnales romanas, que caían el 17 de diciembre, aunque las fiestas abarcaban siete días, hasta el 23, si bien el emperador Augusto los redujera a tres.

¿Existe el carnaval?

No sólo no hay coincidencia en la fecha sino que, además, hay quien piensa que el Carnaval ya no existe, que ha muerto como tal. Quizás en las fiestas más antiguas de pequeños pueblos de la geografía hispana pueda tener su regusto arquetípico, místico, que haga recordar los tiempos en los que el hombre pensaba que su vida estaba a merced de fuerzas naturales o divinidades caprichosas, como los “guirrios” de Asturias, las mascaradas gallegas y catalanas, la fiesta del obispillo, el “Rey de la faba” en Navarra, etc.

Y es que el Carnaval, el nuestro, en espléndida explicación de don Julio Caro Baroja en su estudio El Carnaval es “quiérase o no, un hijo (aunque sea un hijo pródigo) del cristianismo; mejor dicho, sin la idea de la Cuaresma (Quadragésima), no existiría en la forma concreta en que ha existido desde fechas oscuras de la Edad Media europea. Entonces se fijaron sus caracteres”.

Como no puede ser menos, tiene mucha razón don Julio. Buena prueba de esta confrontación nos la da uno de nuestros grandes poetas, el Arcipreste de Hita, que en su Libro del Buen Amor, estrofas 1067 a 1072 narra “De la pelea que tuvo Don Carnal con la Cuaresma”, pieza absolutamente deliciosa y que pone sobre el tapete ese papel de confrontación entre dos extremos, ambos de matiz religioso: el del desenfreno y el de las abstinencias y rigores.

Diferentes denominaciones

Y ello se contiene también en las diferentes formas de denominarse a los festejos carnavalescos, sobre lo que tampoco hay acuerdo entre los eruditos. Dejando a un lado los estudios etimológicos (algunos de ellos realmente curiosos), nuestro rico idioma nos ofrece nombre denominadores de estos fastos, que revelan con exactitud ese sentido al que antes aludíamos de etapa de excesos consentidos antes de la mortificación. Por ejemplo, el de “Carnestolendas”, muy utilizado por escritores del Siglo de Oro, y al que ya unas Cortes de 1258 aludían como “carnes tolliendas”, todo ello antes de que nos italianizásemos y de Carnavale adoptásemos el Carnaval. Lebrija y Covarrubias utilizan la expresión, por lo que estuvo vigente en los Siglos XV y XVI (si bien éste último ya utilizase el término Carnaval); la Santa de Ávila también. Y en Aragón, Cataluña incluida, se hablaba de “ Carnestoltes” o “ Carnestultas”, en pasado.

Pues resulta que según utilicemos uno u otro término estamos también designando un período de tiempo: el que se puede comer carne (Carnal, el más antiguo), el que indica que la carne ha de dejarse (Carnestolendas) y el que señala que la carne ya se ha dejado (Carnestoltes). Todo ello según se emplee el latino tollo – tollere, quitar.

Pero toda esa simbología ha acabado. Hoy, en una sociedad cada día más secularizada y burocratizada, en la que todo se reglamenta, “incluso la diversión, siguiendo criterios políticos y concejiles, atendiendo a ideas de ‘orden social’, etc., el Carnaval no puede ser  más que una mezquina diversión de casino pretencioso”. Son palabras de don Julio Caro Baroja, no me atreviera yo a decir tanto. Pero cierto es que el Carnaval, despojado de su sentido y simbología, de contraposición a la Cuaresma, se ha convertido en un evento para obtener réditos económicos turísticos, aunque a veces, en las letras de las comparsas, coros y chirigotas, con su gracia y enjundia crítica, se respire un rescoldo de aquella idea de que en Carnaval todo se puede decir, sin miedo a querellas contra el honor. No obstante, triste rescoldo es de la hoguera que fue.

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