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Cultura

Botero-Bogotá, los amantes exagerados

Mujer con fruta. Fernando Botero (flickr/ FaceMePLS con licencia CC BY-SA 2.0)

Leyendo a Gonzalo Arango, amigo y compañero de clase de Fernando en el Liceo de la Universidad de Antioquia, la historia del maestro Botero es la narración de un exitoso fracaso, donde 2+2=aburrimiento. Esta manera de escapar de la lógica para alcanzar un sueño; ser artista, chocó con la mentalidad arquetípica de una conservadora familia de Medellín como era la suya. Un familiar de Botero espetó “Qué tristeza para Flora (su madre), que teniendo tantas necesidades, le haya salido su hijo pintor”, al enterarse de que Fernando abandonaba sus estudios de arquitectura. Quizá, este familiar no se imaginó que aquel joven siempre se ganaría la vida pintando. Armado con un pincel y una paleta viajó a la pacata Bogotá  para llevar a cabo un “atentado” contra la concepción de la belleza. Y es que para él “la verdadera función social del arte es crear belleza”.

Fernando Botero coincide en la capital colombiana con otros jóvenes inquietos como: Hernán Díaz, Enrique Grau, Guillermo Wiedemann,  Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez Villamizar y Armando Villegas, protegidos de Marta Traba y representantes de la modernidad en Colombia. Son bohemios, son intelectuales, gozan de una moral libre de corsés, son artistas y como tales pintan, fotografían y esculpen lo que sienten y el medellinense pintor en ciernes  lo hace siguiendo su idea de que “El arte no es un capricho que adorna una sociedad, sino una necesidad espiritual que debe ser compartida con entusiasmo”.

Sus discursos confrontan con la cortesía, a veces hasta el hastío, del “rolo” (español bogotano) que esconde el “No”, pero que no se atreve a pronunciar “Si”.  Parafraseando a Jack Kerouac en su libro “On the road”, por el centro de Bogotá la gente baila, “la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde…”. Los vecinos de ese lado de la ciudad que hierve, vibran al salir del cine Coliseo después de ver una película francesa de la  Nouvelle Vague (Nueva Ola), conversan con pasión en el café El Cisne y El Automático, se conmueven al escuchar recitar poesía  a Jorge Zalamea en el Teatro Colón, gozan de una comida en el restaurante austriaco Weenhel y exponen sus obras en galerías como las de Leo Matiz y el Callejón, vinculada a la librería La Central (fundada y dirigida por Casimiro Eiger). Gloria Zea (primera esposa de Fernando Botero y madre de sus tres hijos, además de ser la actual Directora del MAMBO) se lamenta al no recordar el nombre de un restaurante francés “delisioso” al que acudía con Fernando y sus amigos. En cambio, no olvida y rememora desde el fondo de su corazón aquellos días en los que Fernando cruzaba el Parque Nacional desde su estudio en la Calle 40 con la Carrera 7ª vestido con unos pantalones manchados de pintura para ir a verla. Bonita historia de amor entre profesor y alumna de la Universidad de los Andes.  

Viaje a Europa

Estos rincones derriban las fronteras mentales que aferran a una sociedad al inmovilismo por el miedo que provoca la idea del cambio. Hoy, muchos de esos lugares no existen, y Bogotá queda huérfana de memoria y a la deriva. Sin espejos donde mirarse el maestro Botero los introduce en sus cuadros como un elemento irónico que no reflejan lo que es. Botero en el año 1952 viaja a Italia becado a bordo del barco Uso di Mare y hace escala en Barcelona, desde donde se traslada a Madrid. Tiene una cita con Velázquez y Goya  en el Museo del Prado. Estudia en la Academia de San Fernando. Igual que hoy muchos aspirantes a pintores, Botero alimenta su maltrecho bolsillo pintando copias para los turistas.

Atrás queda la época en la que un adolescente Fernando soñaba con ser torero, para finalmente, detrás de un caballete y a salvo, pintar toros y toreros. Inspirado en los carteles taurinos de Carlos Ruano Llopis pinta la serie Tauromaquia que vende y se financia sus estudios. En la actualidad el maestro Botero no puede disfrutar de “la fiesta brava” en Bogotá ya que está prohibida. En Florencia se empapa de dos ideas claves para su obra al contemplar los frescos de Piero della Francesca; la banalidad de la pasión y la resistencia de la geometría al tiempo.

El estilo de Botero

Alcanzó su idea de que el arte da placer a partir del volumen empleado hasta la exageración en sus figuras redondeadas, y es que como el maestro sugiere “la generosidad y la abundancia están relacionadas con la sensualidad”.  Esa exageración que dibuja, pinta y esculpe, transmite los complejos que el país y su sociedad disimulan cuando, por cualquier hito digno de celebrar, manifiestan que “Colombia es la mejor mundo”, ocultando las verdades que no se atreven a tratar. Uno se pregunta ¿Cómo alcanza el volumen?

A través de su estilo. Fernando Botero juega con los detalles. Las cabezas grandes con cejas delgadas, las manos pequeñas y cortas hacen que el resto del cuerpo cobre volumen, el cual  le sirve para producir belleza, aunque la realidad sea distinta. Contemplando la pintura titulada “Colombiana”, Slenka Botello, guía del Museo Botero, explica que los desnudos de Botero se caracterizan porque la mujer siempre calza zapato de tacón y porta anillos y otros abalorios, además de ir maquillada. Hace hincapié en el vello en las axilas y lo justifica por la falta de tradición que había en el Medellín de los años 50 a la hora de depilarse. Al hilo de este tema, recuerda la sabia pregunta que le hizo un niño “¿Si no se depilaban porque en las piernas no tiene pelo? “. La inocencia de los niños ve ironías que la madurez de los adultos no captan. 

A pesar de que su mirada como pintor no tiene el cometido de la crítica social, Fernando Botero ante la violencia, hubo un tiempo que fue hasta rutinaria en Colombia, alega “No me puedo quedar callado: el poder del arte es hacer recordar algo y espero que mi arte logre eso”. Para el maestro la barbarie se lucha con cultura. Y una de las maneras de hacerle frente es donar obras, porque un pequeño gesto es mucho más que no hacer nada.  Además de las donaciones que ha hecho a varios museos en Medellín y Bogotá, ha regalado esculturas para que decoren las ciudades y despierten las conciencias y estimulen las mentes de una sociedad con ganas de vivir sin miedo. En la Calle 26, la arteria que comunica el Aeropuerto Internacional de El Dorado con el centro de Bogotá, en la entrada principal del Parque Renacimiento,  se puede ver la única escultura que hay al aire libre en la capital. El paisa (habitante de Medellín) más popular, es el artista de los homenajes. La escultura en cuestión es una figura ecuestre, similar a las que presiden las plazas renacentistas italianas, además de recordar a la figura de su padre, que trabajaba vendiendo telas montado a un caballo. Las pinturas de Botero están ahí, pero sus esculturas transmiten algo especial que todo el mundo quiere experimentar. María Victoria de Robayo, directora del Museo Nacional, no oculta la ilusión que le haría contar con una escultura del maestro Botero en su galería. Mientras tanto disfruta de las pinturas que alberga en la tercera planta, de las que habla con pasión.

En 1960 Fernando Botero se instala en Nueva York y desde entonces no ha vuelto a vivir de manera permanente en Colombia. Quizá, como dijo su amigo Gonzalo Arango, “Los colombianos al perderme…me ganen”.  

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