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Gastrópoli

Darwin, George Clooney y la gastronomía española

George Clooney (Gtres)

No sé si Darwin fue capaz de prever la que se nos venía encima con todo esto de la globalización. Seguro que, ya en su época, pudo llegar a ver especies desplazadas a causa de la acción humana, y lo más posible es que fuese en los en barcos que surcaban el mundo (como sucedió de forma fortuita con el mejillón cebra que invade a día de hoy el Delta del Ebro) o en las cargas que estos desplazaban. Lo que estoy segura que Darwin jamás podría haber llegado a conjeturar, es la estúpida zancadilla que George Clooney le ha hecho a la evolución.

Corría el año 1988 cuando, un jovencísimo y arrebatador George Clooney, le regalaba a, su por aquel entonces novia, Kelly Preston un monísimo cerdo vietnamita al que llamaron Max. Cuando el amor se les rompió, George decidió quedarse con el tierno marrano con el que pasó a compartir mansión y cama. La relación duró más de 18 años, hasta que, un mal día de 2006, Max con sus 130 kilos subió al cielo de los cerdos, dejando un legado que cambiaría para siempre curso de la Naturaleza.

La que fuera, según declaraciones del propio actor, la relación más larga e importante de su vida, también fue portada de muchas revistas de todo el mundo que se hicieron eco de la noticia: ¡un actor de Hollywood tenía un cerdo como mascota! El efecto “culo veo, culo quiero” no se hizo esperar y la demanda de cerdos vietnamitas como animal de compañía se disparó. Lo que muchos no fueron capaces de calibrar es el tremendo follón que supone tener una mole de mas de 100 kilos circulando por casa, básicamente porque no es un animal que se pueda adiestrar con facilidad, por lo que se vieron superados por la situación. ¿Solución? Abandonar a los tiernos y urbanitas cerdos vietnamitas en el campo y que la naturaleza se encargase del tema.

No sé cómo, cuándo o dónde pasó, pero yo me lo imagino más o menos así: una asustada, vulnerable y dulce cerdita vietnamita, criada en el confort y abundancia de un hogar humano, que se encuentra en mitad del monte con un feroz jabalí, que atraído por el eau de parfum del celo de la cochina, le roba su virginidad y la deja preñada de un engendro nunca visto. Unos cuatro meses después, llegaba al mundo la primera camada de cerdolís.

Se sabe muy poco de estos singulares animales, pero se tiene constancia de que transitan por varios de los montes españoles y eso ha hecho saltar la voz de alarma. El ADN del cerdo vietnamita, considerado oficinalmente especie invasora, se ha mezclado con el del jabalí y eso supone un grave riesgo para la biodiversidad, entrando en un terreno desconocido donde las enfermedades que pueda trasmitir esta rareza porcina son totalmente impredecibles. La pureza genética del jabalí está en serio peligro y son muchos los colectivos preocupados por la situación, a la que están buscando solución.

Y en este punto es donde voy a darle el giro gastronómico al asunto. No, no voy a proponer que depredemos al cerdolí, como ha hecho el cocinero colombiano Jorge Rausch, que muy inteligentemente está promoviendo el consumo del voraz invasor pez león a través de campañas en las que enseña cómo cocinarlo. Lo que me gustaría es poner en paralelo la historia del cerdolí y esa cocina actual que, en España, usa y abusa de ingredientes asiáticos como si tal cosa.

En estos momentos, lo que triunfa son cartas con platos salpicados con toques de wasabi, aceite de sésamo, kimchee, mirin o ajo negro. Da igual que en qué ciudad y de qué número de habitantes hablemos, es algo extendido por todo el país y que se usa de forma tan indiscriminada, que el otro día me comí unos callos madrileños con huevas de tobiko, chile y menta. ¿Estamos delante de un fenómeno como el del cerdolí o en breve se pasará la moda de cocinar gua bao con rabo de toro sin que haya consecuencias?

No dejo de pensar en el cerdolí como una metáfora de cómo será la cocina del mañana. Si tenemos en cuenta que en unos años, para muchos jóvenes, el kebab será tan tradicional como un bocata de calamares, básicamente porque han nacido y criado conociendo ambas elaboraciones como algo cotidiano, entra dentro de lo posible que en el futuro la salsa de soja forme parte del combo de aceite y vinagre, o la sriracha sea la salsa oficial de las patatas bravas.

 Sé que son modas, tendencias y ciclos, pero también lo fue el puñetero Max y mirad cómo ha terminado la cosa. En este punto, quizás merece la pena ponerse un poco dramáticos y fijarnos en el desastre provocado en el Lago Victoria por la catastrófica perca del Nilo, que prácticamente ha fulminado la biodiversidad del tercer mayor lago de agua dulce del mundo. Un desastre medioambiental y social provocado por el hombre que recoge el interesante documental "La pesadilla de Darwin".

Quizás sea inevitable, a día de hoy, frenar el desplazamiento de la almeja china o el caracol manzana, que ya andan haciendo fechorías por estas lides, pero sí que tendríamos que flexionar sobre las consecuencias que pueden provocar algunos caprichos exóticos que nos ha traído la globalización. Tenemos la obligación de trasmitir el legado que otros nos trasmitieron y hacerlo con la sensatez necesaria como para no alterar un sistema, la Naturaleza, del que formamos parte pero del que no somos propietarios.

 Es posible que me esté preocupando más de la cuenta. Al fin y al cabo el tomate, el pimiento, la patata o el maíz, entre otras muchas cosas, fueron desplazadas de América a Europa de forma artificial por el hombre, de la misma forma que cerdos, trigo, vid o naranjos hicieron lo propio en sentido contrario, y aparentemente no ha pasado nada grave. En el peor de los casos, si es que integramos todos esos productos asiáticos como propios, tenemos un cerdo asiático autóctono con el que poder hacer unas manitas agridulces de ministro...

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