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Anatoly Chubáis y la migración del reno

El reno (Rangifer tarandus) es un mamífero artiodáctilo rumiante de la familia de los cérvidos que vive en las zonas árticas y subárticas del planeta: su hábitat natural es la tundra y la taiga

Anatoly Chubáis y la migración del reno

Anatoly Borísovich Chubáis nació en Borísov, Bielorrusia (entonces dentro de la URSS), el 16 de junio de 1955. Es el segundo hijo de Borís Matveievich Chubáis, coronel retirado, veterano de la Segunda Guerra Mundial y más tarde profesor de marxismo-leninismo en un instituto técnico, y de su esposa, Raisa Efimovna Sagal, que se graduó en Economía pero que acabó dedicándose al cuidado de sus niños en los sucesivos destinos militares que iba ocupando su marido. Raisa tenía orígenes judíos.

Mientras su hermano mayor, Igor, se dedicaba a la filosofía, al joven Tolya (diminutivo de Anatoly) le dio por los números. A los 21 años se graduó en Economía en el Instituto de Ingeniería y Economía Palmiro Togliatti, de Leningrado (hoy San Petersburgo). Aquello no era precisamente Harvard, vaya eso por delante, pero Tolya era un estudiante brillante y consiguió quedarse como profesor en aquel centro hasta 1990. Tardó en apuntarse al PCUS (partido comunista de la URSS); no lo hizo hasta 1980, cuando ya tenía 25 años, y porque no había más remedio si uno quería abrirse camino en el país. Pero más tarde se vería que las ideas de Chubáis, sobre todo en lo económico, estaban en los antípodas de las que mantenía el régimen gerontocrático que, cuando Tolya se hizo “comunista”, aún dirigía el anciano Leonid Brézhnev.

En 1987, cuando ya se habían terminado de morir Yuri Andrópov y Konstantin Chernenko (los dos breves sucesores de Brézhnev, apenas unos años más jóvenes que él), y cuando el timón de la URSS estaba en manos de Mijaíl Gorbachov, Chubáis se apuntó a las nuevas tendencias políticas: la perestroika y la glásnost, junto con otros jóvenes “reformistas de izquierda”, como se llamaban todavía. Habían formado un grupo informal de estudios económicos cuyas consecuencias no tardarían en verse.

A finales de los años 80 se produjo un encuentro providencial en la vida de Chubáis: conoció a Anatoly Sobchak, todopoderoso alcalde de Leningrado y uno de los hombres más corruptos que ha conocido Europa, tanto antes de la desintegración de la URSS como después. Fue un flechazo mutuo, por así decir. Sobchak hizo a Chubáis vicepresidente del comité del PCUS en la ciudad y, en cuanto habló con él, asesor económico suyo, porque detrás de las ideas de Chubáis había muchísimo dinero a ganar si se era lo bastante listo.

Allí, en la alcaldía de Leningrado, Chubáis conoció a otra persona: un jovenzuelo silencioso, diligente, servicial y con mirada gélida, que había sido un agente de segundo orden en el KGB y que tenía muy pocos escrúpulos: Vladímir Putin, otro de los “protegidos” del alcalde Sobchak. Congeniaron. Se hicieron amigos, hasta donde es posible hacerse amigo de Putin. El hoy presidente y autócrata de Rusia debe el despegue de su carrera política tanto a Sobchak como a Chubáis. Sin ellos, hoy probablemente Putin no sería nadie.

Las cosas ocurrieron muy deprisa. En agosto de 1991, la “línea dura” del partido montó un golpe de estado contra Gorbachov. Salió mal. Pero el asunto ya no tenía remedio y en diciembre de ese mismo año Gorbachov dimitió y la Unión Soviética se vino abajo. El vencedor de aquel desbarajuste fue Borís Yeltsin, un hombre apasionado, sanguíneo y con un serio problema de alcoholismo que necesitaba urgentemente ayuda para evitar el caos absoluto.

Yeltsin confió en Chubáis. Nombró ministro de Economía (y luego, brevemente, primer ministro) a un comunista reconvertido en liberal, Yegor Gaidar, quien formó un equipo a su medida en el que destacaba el frío, irascible, pelirrojo y despiadado Chubáis, que no tenía compasión con sus adversarios: daba, de frente o por la espalda, unas cornadas terroríficas. Ya por entonces empezaron a llamarle “el férreo Tolya”. El antiguo vicepresidente del Partido Comunista de Leningrado se había convertido un ultraliberal que habría hecho palidecer de envidia a Margaret Thatcher. Y era uno de los líderes, con Gaidar, del nuevo partido Unión de Fuerzas de Derecha, así se llamaba. Solo en España, inmediatamente después de la muerte de Franco, se vieron cambios de chaqueta más vertiginosos que en la Rusia de aquellos días.

Viceprimer ministro a cargo de la economía desde 1994, Chubáis siguió al pie de la letra las instrucciones de Yeltsin: “Si tenemos que pasar del comunismo al capitalismo, necesitamos capitalistas”. Muy bien. ¿Y cómo se hace eso? Chubáis inventó el método llamado “préstamo por acciones”. El asunto consistía en recurrir a algunos de los banqueros que ya habían tenido tiempo de enriquecerse y, sencillamente, venderles todas las joyas de la economía rusa, desde la industria metalúrgica a las aerolíneas, desde el petróleo a las comunicaciones. Todo. El gobierno (mejor dicho, la nomenklatura) obtuvo dinero y, de paso, creó un grupo de oligarcas que en poquísimo tiempo amasaron fortunas colosales, dignas de Las mil y una noches.

Uno de aquellos tiburones que se enriquecieron hasta extremos inconcebibles fue, naturalmente, el propio Chubáis, sobre todo con las eléctricas. La población, a la que se le había prometido una sustancial mejora en sus condiciones de vida, estaba indignada, porque la versión salvaje del capitalismo introducida por Chubáis había reducido a la miseria a millones de personas. Los adversarios de Chubáis en el gobierno y en la Duma (parlamento ruso), más: llamaban a aquella “liberalización” con un nombre mucho más claro: el mayor robo de la historia.

A tanto llegó el oleaje que, en enero de 1996, Yeltsin, agobiado e irresoluto (añádase a todo lo anterior la guerra en Chechenia), dijo la famosa frase: “La culpa de todo la tiene Chubáis”, y lo sacó del gobierno… ah, pero para hacerle jefe de su campaña electoral. Fue su primera migración y tuvo un completo éxito: Chubáis amenazó, pactó, sobornó y prometió lo que hizo falta, pero logró poner a los medios de comunicación a su servicio… y Borís Yeltsin, contra todo pronóstico, ganó las elecciones de 1996 frente al vencedor cantado, Ziugánov. De Chubáis dice la periodista española Pilar Bonet, gran especialista en Rusia: “A los observadores desapasionados les sorprende su capacidad para mentir sin pestañear”. El férreo Tolya volvió a ser el alma del gobierno de Yeltsin con una frase que hizo fortuna: “Para que una sociedad logre la democracia, se debe establecer una dictadura dentro del gobierno”. Y vaya si lo hizo.

El sol de Chubáis empezó a palidecer cuando Yeltsin, en vez de elegirle a él, confió su sucesión al taimado, silencioso y cruel Vladímir Putin. Eran amigos, sí. Viejos amigos desde hacía años. Se debían bastantes favores, sobre todo Putin a Chubáis. Pero Putin tenía sus propios planes y ahí entraba mal su antiguo protector. El nuevo presidente puso firmes a los oligarcas que tanto tenían que agradecer al “férreo Tolya” y desvió el río de oro que estos generaban hacia sus propios amigos. Viendo en qué se había convertido Rusia (un país en el que la mafia no era un problema del sistema sino el sistema) el propio Chubáis llegó a decir, años después: “En nuestras discusiones sobre el futuro, no siempre estuve de acuerdo con Yegor Gaidar. Pero parece que él entendió los riesgos estratégicos mejor que yo. Y yo me equivoqué”.

Putin lo mantuvo cerca (no demasiado cerca) y sobre todo permitió que siguiera enriqueciéndose. Le puso al frente de algunas empresas importantes, como la RAO EES, de energía (ahí estuvo diez años), o la Corporación Rusa de Nanotecnología, que después se llamó Rosnano. En 2020 le nombró para una cosa que sin duda ambos consideraban absurda: le hizo representante especial suyo en las organizaciones internacionales que se ocupaban del desarrollo sostenible. Desde cuándo le importaba un rábano a Putin el desarrollo sostenible. Y a Tolya, tres cuartos de lo mismo.

Putin ha dicho varias veces que soporta a los enemigos pero no a los traidores. Hasta ahora, Chubáis no era ni lo uno ni lo otro. Pero un ultraliberal como él, por más que conociese a Putin desde treinta años atrás, no podía estar de acuerdo con una guerra como la de Ucrania; una invasión que lo primero que hizo, en cuanto se aplicaron las sanciones de Occidente, fue pulverizar el sistema económico ruso, el mismo que ha hecho a Chubáis rico y poderoso durante la mitad de su vida.

Esta guerra, se gane o se pierda, es un malísimo negocio para la gente como el “férreo Tolya”. Y con el FSB de Putin (el antiguo KGB) cazando a lazo a quintacolumnistas, opositores, críticos y díscolos, a Chubáis le quedaban pocas opciones. Aun en su ocaso, era demasiado conocido, demasiado influyente todavía, demasiado poderoso como para que no se tuviese en cuenta su opinión. O al menos su fama.

Y decidió migrar, esta vez por voluntad propia. Dimitió de esa tontería del desarrollo sostenible, agarró a su esposa Avdotia Smirnova (una conocida cineasta y presentadora de televisión) y no se sabe si también a los dos hijos que tuvo en su primer matrimonio, se metió en un avión y se fugó a Turquía, donde hace más sol, los pastos son tiernos y la vida, al fin y al cabo, corre menos peligro. Es decir: en la escala de valores de Putin, Chubáis se ha convertido en un traidor. Es el dirigente ruso más notorio que, hasta ahora, le ha abandonado. Y Putin no olvida. Ni perdona.

Es probable que, de aquí a poco tiempo, el “férreo Tolya” desaparezca de los periódicos, se oculte en algún lugar y emprenda, a sus 66 años, una nueva vida. Lo único que tiene que hacer, a partir de ahora, es tener mucho cuidado con el té. Nunca se sabe lo que te pueden poner en él.

El reno

El reno (Rangifer tarandus) es un mamífero artiodáctilo rumiante de la familia de los cérvidos que vive en las zonas árticas y subárticas del planeta: su hábitat natural es la tundra y la taiga. Es abundante en Canadá y sobre todo en Siberia.

También hay renos en Escandinavia, cómo no. Pero la publicidad y los cuentos navideños infantiles han sobredimensionado a los renos europeos. Han llegado a hacernos pensar que el reno es un animal encantador, sonriente, dócil y volador, que lleva a Papá Noel por los aires haciendo sonar campanitas.

Nada más lejos de la realidad. El reno, sobre todo el euroasiático, es un bicho duro, resistente, áspero y con una notable mala leche. Se junta (o se juntaba) en enormes rebaños en los que se establece una jerarquía social inapelable. Luce unas enormes astas que, como pasa con otros cérvidos, le sirven para combatir y para muy poco más. Pero una cornada de un reno, bien dada, puede matar a un hombre, a un lobo por grande que sea, o a un rival, siquiera sea político o económico.

Desde tiempos inmemoriales, las tribus que habitaban la tundra y la taiga siberianas aprendieron a vivir del reno. Lo domesticaron, cómo no, pero sobre todo se acostumbraron a ir detrás de las enormes manadas en sus largas migraciones estacionales. El reno siberiano (y los pobladores que iban tras él) pasaba el invierno en los bosques y viajaba en verano a la tundra, donde los pastos abundaban.

Luego llegó la Unión Soviética y Stalin ordenó que aquellos pueblos se quedasen todo el año en el mismo sitio: les enviaban alimentos, carbón y medicinas. En dos o tres generaciones se les olvidó cómo se vivía del reno. Más tarde, en los años 90 del siglo pasado, cuando la URSS implosionó, el carbón y el petróleo y la comida dejaron de llegar. Aquellos siberianos se quedaron sin medios de vida y muchos decidieron dejarse morir a base de vodka, lo cual provocó un desastre humanitario quizá poco conocido pero terrible. Afortunadamente, muchos recuperaron las costumbres de migrar tras el reno y sobrevivieron.

Aparte de su duro pelaje, de su habilidad para la supervivencia en circunstancias de lo más adverso (es un excelente nadador, por ejemplo; lo mismo le dan las aguas comunistas que los grandes ríos capitalistas) y de su carácter terriblemente difícil, el reno tiene una característica más, muy notoria: corre que se las pela. Acostumbrado al silencio de las grandes soledades siberianas, se asusta mucho cuando oye ruidos bruscos o siente el peligro cerca: entonces echa a correr y no hay quien lo pare, primero por su velocidad y segundo porque no se cansa nunca.

Un gran reno asustado puede correr muchísimo; más que los lobos, más que los osos, más que los linces, más que los servicios secretos de Putin. Eso le salva la vida muchas veces. No siempre.

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