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La tradición del papel: un siglo practicando y transmitiendo el arte de encuadernar

Tres mujeres cultivan manualmente esta centenaria disciplina, dando vida a libros con técnicas y máquinas de hace cien años.

Un libro en el taller de Calero en la fase de cosido, uno de los pasos más importantes del proceso, que une entre sí los pliegos que conforman el volumen.

Hoy en día, todo se consume y todo tiene una fecha de caducidad: hasta los libros, sempiternos guardianes del conocimiento, están hechos para usar y tirar. La producción en serie gana la batalla al trabajo artesanal incluso en el mundo de la cultura. Pero hay algún reducto que se opone a esta tendencia: un espacio encapsulado en una burbuja en la que el tiempo parece haberse detenido y donde los libros no se tiran, sino que se reparan, se cuidan, se restauran con pasión y pericia, para que perduren en los siglos y se puedan transmitir de generación en generación. Esta trinchera de la artesanía se encuentra en Madrid, en la céntrica calle Bárbara de Braganza, y se llama taller de encuadernación Calero. Lleva allí desde 1907: ha sobrevivido al tiempo, a las guerras, a la automatización del proceso de producción del libro, a una modernidad normalmente incompatible con todo lo que requiere tiempo, esmero y dedicación. 

La custodian tres soldados, tres mujeres soldado hay que aclarar, armadas de una paciencia infinita, unas manos de oro y unas máquinas de finales del siglo XIX: se llaman Maite, Chon y Mónica. Compraron el taller en 2015 (junto con otro socio, Nacho Mateos), después de haber trabajado en él como empleadas durante muchos años en los que han aprendido todo lo que hay que saber sobre cómo encuadernar un libro. “Es un trabajo muy minucioso que se sigue haciendo exactamente como se hacía hace más de un siglo”, cuenta Maite Gómez mientras, sentada en una especie de telar, maneja con soltura los hilos que se utilizan para coser entre ellos los pliegos que conforman el libro.  

Una máquina de la segunda mitad del siglo XIX que aún se utiliza en el taller.

En otro rincón del taller, de pie frente a una amplia mesa de madera, está Mónica Sánchez hojeando un privilegio de 1586 firmado por el mismísimo Rey Felipe II. Ella es la más joven y la que trabaja con los libros más viejos: es la restauradora de la casa, la que se encarga de devolver a volúmenes con siglos de historia el esplendor que tuvieron, y que el tiempo, que no entiende de firmas reales y no concede privilegios, les ha arrebatado. Es un trabajo delicado y de enorme responsabilidad, aunque, asegura Mónica, “los libros antiguos aguantan más de lo que cabe imaginar. Los modernos son mucho más frágiles, porque el papel industrial es de menor calidad; un libro actual puede tener una vida de 50 años en buenas condiciones… Y mira éste: tiene casi 450 años y aquí está”. 

Mónica Sánchez maneja un privilegio del siglo XVI que exime a la villa de Tomelloso del pago de impuestos al arzobispo de Toledo.

Pero en Calero no solo se encuadernan libros antiguos. “Hay gente que pide que le encuadernemos álbumes de familia; abogados que encuadernan su biblioteca profesional; gente que lo hace con la biblioteca personal con la idea de transmitirla a los hijos, y personas que encuadernan colecciones de revistas. Para algunos es un pequeño lujo o una seña distintiva –como quien encarga una camisa con las iniciales– y para otros, la forma de hacer un regalo personal y único”, explica Chon González.  Un lujo que puede costar desde 50 euros hasta lo que quiera gastarse el cliente. “Depende de los materiales que se quieran emplear”. Aunque, valga el dicho, algunas cosas no tienen precio: “Hemos visto a gente llorar por la emoción al entregarle el trabajo terminado. Los libros no son simples objetos, casi siempre tienen detrás una historia. Se podría decir que no manejamos solo papel, sino también sentimientos”, reflexiona Maite. 

Una pila de papel de maculatura, que se utiliza para proteger los libros durante las diferentes fases del trabajo.

Y los sentimientos están hechos de una materia extremadamente delicada. Lo sabe bien Chon, que a estas emociones encerradas en pliegos de papel le pone –literalmente– el título. Ella se encarga del ‘dorado’, la guinda del pastel: compone manualmente, con tipos de bronce, la información que va en la cubierta y en el lomo, y se encarga de grabarla y de dorarla con un proceso térmico que no admite errores. “Es la mejor doradora del mundo”, asegura Maite. Chon se ríe; se trabaja mucho en el taller, pero el clima es de relajada complicidad –de sororidad, mejor dicho– entre las tres mujeres. ¿Es esto un trabajo tradicionalmente femenino? “No, siempre ha habido más hombres, pero como ahora se ha convertido en un oficio testimonial que no da ni riqueza ni prestigio, los hombres se han ido buscando otras cosas”, comenta Maite. “Esto no quiere decir que no haya trabajo: tenemos muchos encargos, no nos podemos quejar. Pero es porque casi no quedan talleres como éste en España. Además, una buena parte de facturado proviene de los cursos que impartimos”, continúa Maite. Quizá salga precisamente  de estos cursos la próxima generación que dé continuidad a este oficio tan romántico y excepcional.

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