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Estilo

De Oscar Wilde a Samuel Beckett: el desaliño y la elegancia en los grandes de la literatura

El irlandés Samuel Beckett en uno de sus paseos diarios.

Cierta vez, en una estación del metro de París, flaco, alto, con su mirada de loco huyendo de una paranoia, vi a Samuel Beckett. Abrigo raído, jersey de cuello alto, paso presuroso: mi ideal del dandy, pero tan perdido como alguien que estuviera esperando a Godot. Beckett era el epítome de la elegancia, ese día. Es decir, si se me permite, lo contrario de Francisco Umbral, aquel dandy de imitación, con capa española o con bufanda afrancesada, que escribió memorable prosa cuando lo hacía para los diarios, y cuyo fraseo se hacía en cambio tedioso en sus fallidos intentos de escribir novela.

Juan Benet, el ensayista y novelista que fundó la prosa moderna en España, llevaba traje de chaqueta como nadie, aunque su cuerpo a menudo parecía estar peleándose con la ropa que llevaba puesta. A Félix de Azúa le vi elegantísimo con polo de Fred Perry y vaqueros cuando, en Kensington, compartíamos habitación mientras tratábamos de aprender inglés lavando platos en un hotel vecino. La prosa preciosista de muchos quilates que escribe Azúa combina bien con su esmerada forma de vestir, algo que seguramente nace de la familia de comerciantes del género de punto en la que, por parte de madre, nació.

Retrato de Julio Cortázar.

Azúa ha escrito como nadie del fundador del dandismo, Charles Baudelaire, escritor urbano que dio lugar a una estirpe que al cabo de dos siglos se prolonga, inagotable.

Lo más elegante de Baudelaire, el inventor del dandismo, no era la corbata de lazo ni el gabán con solapas de terciopelo que lucía en las fotos que le hicieron, sino aquella su poderosa y abombada frente, y la profundidad de los ojos subrayados por ojeras oscuras. El dandismo surge como moda de los que están más allá de la moda, porque la crean, en el siglo XIX, sobre todo en el romanticismo francés, que es un romanticismo de mercadillo, si se me permite el atrevimiento.

Teorizaron acerca de este “mostrarse diferente porque uno es diferente” gente tan seria como Baudelaire, y gente tan enloquecida como Barbey d’Aurevilly, que inaugura la estirpe de los bien vestidos pero con singular atrevimiento que van de avanzados pero al propio tiempo son monárquicos y católico-conversos, ahí es nada. A Henry James, americano que se disfrazó siempre de europeo, le parecía que Baudelaire no sabía nada del mal, el tema de sus poemas, si se comparaba con aquel deshilachado borracho de Edgar Allan Poe, hombre de cabeza muy grande y muy llena de horrores, y boca de gesto torcido: un ejemplo de malas hechuras y peor vestir.

A la izquierda, Juan Benet. A la derecha, Javier Marías.

Rápido a la hora de pensar y más rápido incluso a la hora de escribir, Fernando Savater abandonó toda clase de ortodoxias para enfundarse una guayabera de estilo hawaiano y soltarse el pelo en muchos sentidos, siempre armado con una sonrisa de oreja a oreja. En el opuesto extremo, pausado al hablar y mucho más pausado al escribir, Javier Marías abandonó la corbata varios decenios antes de que lo hiciera Pablo Iglesias. Gasta barba de dos días y prefiere usar la misma americana durante años y años, lo cual le confiere un aire de cierto desaliño muy cuidado, si se me permite la paradoja; en cambio, su escritura nace perfecta, sin necesidad de editor ni corrector de estilo.

Los ojos muy separados entre sí marcan sin duda el rostro de Julio Cortázar, pero tal vez lo más característico de su rostro sea la hendidura que parte las cejas justo a tiempo para no convertirle en cejijunto. Suele aparecer despeinado en las fotografías, pero lleva bien los gabanes y las gabardinas, a las que favorecen como telón de fondo las calles del Quartier Latin. Un barrio también frecuentado por el máximo exponente del desaliño contemporáneo, Michel Houellebecq, que cuida al milímetro su descuido, y se presenta ante la prensa con cara de anciana pillada a las cinco de la madrugada por un vecino cabroncete que llama a su timbre para volver a ver un espantajo viviente. Pero escribe con bastante cuidado también, aunque destaca sobre todo por sus ganas de hacerse notar. Seguramente hay que ser francés para coger el pitillo entre el corazón y el anular.

Retrato de Oscar Wilde.

A Oscar Wilde le hubiera dado un ataque al verle, y habría corrido a cepillarse con muchísimo esmero las ondas que cultivaba en su media melena. Luis Antonio de Villena toma de Oscar Wilde algunos de los atributos de su atrezo, pero las gafas de cambiantes colores es una idea de Elton John, claro. Patricio Pron lleva zapatillas de velocista y gafas de profesor sensato. Para compensar, ha ido elevando el volumen ahora ya enorme de pelo que se alza sobre su frente ancha hasta extremos arriesgados, pero que sin duda le permiten no cambiar de gafas, por el momento. Estos escritores de disfraz rococó son diametralmente opuestos a la severidad consustancial a escritores como el irlandés Colm Tóibín, que se trajea a menudo y logra la máxima invisibilidad de su atuendo. Claro que para eso hay que tener el rostro grande, la calva notable y las gruesas cejas del escritor contemporáneo que mejor ha retratado tanto a Henry James como a la virgen María, sendas proezas.

Toíbín pertenece a esa parte no muy numerosa de su gremio que no cree que exista un buen disfraz de escritor, o al menos que haya algo mejor que el pasar desapercibido. Otro irlandés, padre espiritual de Samuel Beckett, y seguramente el escritor más sobrestimado de la historia, James Joyce, paseaba cierto día por el Bois de Boulogne, cuando de repente alguien le dijo (en latín, según él mismo aseguró) que era un mal escritor. A ver, que te digan que eres un mal escritor cuando en tu vida no has hecho nada que no sea escribir y cantar ópera en bares a partir de la segunda pinta de cerveza tiene que sentar verdaderamente mal. Pero que te lo digan en latín, sí, como si Ovidio estuviera rondando las copas de los enormes árboles y se tomara la molestia de decirte eso… tiene que sentar fatal. James Joyce lo contó así (sin lo de Ovidio), y era un escritor de vestimenta algo astrosa, pero de buena percha.

Probablemente su cuerpo enjuto y muy alargado, con la espalda ligeramente encorvada, compensaba que no comprase trajes a menudo, pero llevaba muy bien su viejo atuendo de siempre. Y es que la elegancia es sobre todo dos cosas. Por un lado, la manera de llevar las cosas o lo que solemos llamar percha. Y, por otro, la manera en que las combinamos. Roland Barthes, que era muy elegante vistiendo, y un poco plasta escribiendo, entendió que la moda era un lenguaje y lo explicó muy bien, aunque de forma innecesariamente enrevesada. Ian MacEwan era muy extravagante como escritor y como persona, de joven, y luego se hizo más bien estándar, será por eso que vende tantos ejemplares de sus libros, cada vez más bienpensantes.

En cambio, Salman Rushdie viste con una elegancia exótica que encaja a la perfección con su cuerpo de bon vivant. Es uno de esos novelistas cuyo mejor libro fue el primero, 'Hijos de la medianoche'. Cuando viste como los occidentales, se le queda poco prieto el nudo de la corbata, que deja asomar el primer botón de la camisa. Creo que es el error en la vestimenta más común entre los hombres, y también el más lamentable. Tal vez sea esta la mejor razón para dejar de utilizar corbata.

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