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Teodoro García Egea y el cometido del perro boyero de Flandes

El devastador libro de Cayetana Álvarez de Toledo, Políticamente indeseable, retrata al murciano como un déspota, un manipulador, un censor y un sargento dentro del PP

Teodoro García Egea y el cometido del perro boyero de Flandes

Teodoro García Egea nació en Cieza (Murcia) el 27 de enero de 1985. Pasó los primeros años de su infancia en Socovos, Albacete. Su familia es de clase media acomodada, conservadora y con una nada escasa trayectoria política. Teodoro, “Teo” de toda la vida, es el mayor de los tres hijos que tuvieron Teodoro (padre) y Pepi, él durante muchos años secretario municipal de varios Ayuntamientos, ella maestra. Pero la figura totémica de la familia es la abuela Paca, una matriarca que parece sacada de una novela de García Márquez y a la que Teodoro atribuye sin dudarlo el origen de su vocación política.

Desde niño, como él mismo dice, a Teodoro le llamaron muchísimo la atención esos objetos que tienen pantalla y teclado, fascinantes luces y botones, y que acabarían cambiando el mundo tanto o más que la invención de la rueda: los ordenadores. El jovencísimo Teo acabaría haciéndose “ingeniero de Telecomunicación y doctor ingeniero por la Universidad Politécnica de Cartagena. Su actividad investigadora se centra en el procesado de señal cerebral, el control, la automática y las redes inalámbricas”. Esa frase de difícil comprensión quiere decir, en primer lugar, que el chico no era tonto ni mucho menos; y en segundo, que Teo logró su sueño de convertirse en lo que se suele llamar un teleco como la copa de un pino.

Estudió además otras cosas, lo cual tiene su mérito porque tiempo, lo que se dice tiempo, era algo de lo que andaba escaso, como ahora veremos. Hizo marketing político y gestión de proyectos en la Universidad George Washington, así como un programa de liderazgo de gestión pública en IESE. Hay que aclarar que para estudiar marketing político en la prestigiosa y enorme universidad norteamericana no hace falta irse a Estados Unidos; se puede hacer desde aquí, como también en medio centenar de países más. Pero allí no entra cualquiera, por lo difícil y por lo caro. Lo mismo pasa con el IESE, la escuela de dirección de empresas de la Universidad de Navarra, vinculada al Opus Dei.

Pero se equivocaría quien imaginase al joven Teo como un chaval escuchimizado, con gruesas gafas de pasta y metido todo el día entre libros y routers. Teodoro García Egea es un tipo muy complejo y poliédrico. Toca muy aceptablemente el piano, al que dedicó once años de estudio, aunque no consta que haya podido con el célebre (y tampoco tan difícil) vals en Do # menor, Op. 64 nº 2, de Chopin. Pero también toca el clarinete y el tambor, lo cual le convierte casi en un “hombre orquesta”: esa habilidad le sería utilísima años más tarde, en su actual cometido político.

Más cosas. Es alférez reservista voluntario del Ejército del Aire (grupo de Transmisiones, naturalmente), lo cual quiere decir que se pone el uniforme (que le sienta como un guante y él lo sabe) más o menos treinta días al año. También es un avezado deportista. Incapaz, como hemos visto con la música, de decidirse por una sola cosa, Teodoro practica el judo, la bicicleta de montaña, las carreras extremas, el esquí de travesía y desde luego la natación en aguas bravas: otra disciplina utilísima en política. El pasado verano dio la vuelta entera, con dos amigos, a la isla Grosa, en la Manga del Mar Menor: tres kilómetros y pico de razadas con viento cabroncete y olas de tres metros. Y luego el triatlón. Y el yoga. Y el gimnasio todos los días. Y lo que le echen.

El resultado es que Teodoro tiene un cuerpazo con el que no pudieron ni la pandemia ni los confinamientos. Y hay quien dice, en algunos barrios del centro de Madrid, que Teo, que cumplirá 37 años dentro de dos meses, es uno de los “iconos gays” del Congreso de los Diputados… junto con Santiago Abascal, que parece mentira pero para gustos se hicieron los colores. Pero García Egea no es gay. Está casado con María José Escasaín desde marzo de 2012. Él acababa de cumplir 27 años y le propuso matrimonio tocando la bandurria, lo cual es prueba de la temeridad del novio y del inmenso e incondicional amor que, sin duda, debía profesarle ella para decirle que sí. La pareja tiene tres hijos, el último de los cuales acaba de llegar.

Teodoro, hombre de muy fuerte carácter y con tendencia a la hiperactividad, tiene partidarios y detractores, lo mismo que tanta gente; en su caso son, por este orden, amigos, enemigos y compañeros de partido, como decía Churchill. Pero hay algo que no le puede negar nadie, uno de los grandes hitos históricos de su vida: en 2008 se alzó, en su tierra, con el campeonato del mundo (que mantiene hasta hoy) de lanzamiento de hueso de oliva mollar chafá. Lo escupió a 19 metros, dicen sus devotos; sus detractores dicen que no pasó de los 16,5. Cómo saberlo. En cualquier caso, es una hazaña extraordinaria para alguien que detesta las aceitunas, como le pasa a él.

La carrera política de Teodoro fue también una centella. Empezó en Nuevas Generaciones del PP de Murcia, que llegó a dirigir. Inspirado por el espíritu de su abuela Paca, a los 21 años ya era concejal en su pueblo, Cieza. Eran los tiempos en que el PP de Murcia estaba capitaneado por el todopoderoso Ramón Luis Valcárcel. Teodoro, consciente de que nadie llega a ningún sitio sin padrinos, se arrimó primero a Antonio Tamayo González, su alcalde en Cieza. Mala puntería: Tamayo acabaría sentado en el banquillo por varios “casos aislados” de corrupción. Pero en 2009, a los 24 años, le nombraron director de la Agencia Estatal de la Energía en la región de Murcia. Fue el despegue.

En 2011 se produjo una carambola prodigiosa. En las elecciones generales, alguien puso a aquel chiquilín de 26 años en el número 9 de la lista del PP al Congreso por Murcia. La lista tenía diez candidatos, así que estaba claro que el muchacho iba de relleno. O no tanto, porque el PP sacó ocho diputados. Pero, unos por una cosa y otros por otra, tanto algunos diputados electos como los que iban en los números altos empezaron a “caerse”; de pronto Teodoro García Egea, ya de 27 años, teleco, campeón del mundo de lanzamiento de hueso de oliva mollar chafá y una de las promesas emergentes del PP murciano, se vio sentado en un escaño del Congreso. Ya no lo dejaría hasta hoy, cinco legislaturas consecutivas.

Teodoro apostó luego por otro padrino: Pedro Antonio Sánchez, presidente regional. De nuevo mala puntería, porque PAS, como se le conocía, también estaba salpicado por los innumerables “casos aislados” de corrupción, que acabarían sacándolo de la política. Pero Teodoro, que era precavido, tenía un padrino más, quizá el decisivo: Vicente Martínez Pujalte, que le llamaba “mi chico” cuando quería recomendarle para algo. El atrabiliario, histriónico y poderoso Pujalte, también estrechamente vinculado a la Obra del hoy santo Escrivá de Balaguer, dejó la política… o pareció que la dejaba, porque sigue ahí, en la sombra, yendo y viniendo por el Congreso de los Diputados.

Pero Teodoro ya volaba solo: ocupaba la cabeza de la lista por su provincia en las sucesivas elecciones y, esto sobre todo, había hecho muy buenas migas con otro ambicioso joven (no tan joven como él pero casi), también procedente de Nuevas Generaciones; un palentino inquieto al que las vacas sagradas del partido miraban como se mira a una mosca sobre un plato de natillas. Era Pablo Casado, que entonces aún no tenía barba y cuyo aspecto angelical e ilusionado quizá convenció a Teodoro de que el chaval tenía futuro; al menos se le daba bien la comunicación. Casado quería ser nada menos que presidente del PP después de Rajoy y lio a Teo para que fuese su jefe de campaña. Debió de pensar que tener a su lado a una fiera escupiendo huesos de aceituna a larga distancia podía ser útil para derrotar a la temible Soraya y a la no menos temible Cospedal.

Pues lo consiguieron. Ahí se vieron las habilidades maniobreras de Teo. El 21 de julio de 2018, Casado fue ungido como presidente del Partido Popular. Una semana más tarde, Teodoro García Egea era nombrado secretario general. El número dos. La mano derecha. Hay quien dice que, la víspera, Casado aún no sabía a quién iba a nombrar, que el nombre impreso en la cartulina de la mesa era el de otra persona. Pero resulta difícil de creer, por más inseguro que fuese (y que sea hoy) Casado. Amor con amor se paga.

El trabajo del número dos de cualquier partido es siempre muy parecido. Consiste en cuidar del rebaño, vigilarlo, mantenerlo unido y compacto. Imponer la disciplina. El rebaño no es, en realidad, todo el partido, todos los afiliados. El rebaño son los altos cargos, los diputados y senadores (nacionales y autonómicos), la gente de cierto peso que puede caer en la horrible tentación de tener ideas propias. Cualquier número dos de un partido político grande sabe que las ideas propias, en los niveles medios y altos, son lo peor que se ha inventado desde el tifus exantemático. Hay que prevenirlas, vigilarlas y exterminarlas. Hace falta mucha mala leche para eso, y mucha mano dura, las más de las veces: quizá el arquetipo de un “número dos” eficaz en un partido político español haya sido Alfonso Guerra.

El líder es, a efectos internos, el “poli bueno”; el número dos es el “poli malo”. Y Casado, el nuevo líder, hizo algo que no se había atrevido a hacer ninguno de sus predecesores, desde Fraga para acá: dejó el partido, entero y verdadero, en manos de su número dos, Teodoro García Egea. Él, Casado, se dedicaría a erosionar al gobierno de Sánchez y a recuperar el poder que les había arrebatado la moción de censura, como los ladrones callejeros arrebatan, de un tirón, el bolso a las señoras. Teodoro se encargaría de mantener en orden la cocina y el resto de la casa, esto es, en la estructura del partido.

En el PP no había costumbre de esa manera de funcionar. Aznar y Rajoy, cada uno a su manera y con diferente intensidad, habían sido omnipotentes; todo o casi todo pasaba por sus manos, como en tiempos de Felipe II. Pero ahora el papel del secretario general era mucho más importante que antes, porque el liderazgo de Casado no gozaba del apoyo unánime de todos los “nobles” del partido (aunque todos dijesen, en público, que sí) y porque el partido debía funcionar como una máquina ante el avance de la hueste de Abascal, que les estaba robando apoyo, mucho apoyo, por el ala derecha, con su actitud trumpista y carente de escrúpulos. ¿Quién era el responsable si algo salía mal, si había grietas en el partido? Teodoro. ¿Quién pagaría el pato si el asunto reventaba? Los dos, Teodoro y Pablo Casado. Así que no había vuelta atrás. Se lo jugaban todo.

Casado y Teodoro mantienen entre sí una lealtad absoluta… hasta que la vida o la política los separen, como sucede tantas veces. Pero esa lealtad es a día de hoy tan firme, tan fiera y llamativa que hay quien, incluso dentro del PP, no se la cree. Esto no es normal, algo tienen que saber el uno del otro que les mantiene mutuamente cautivos, dicen. Un día u otro lo sabremos, siguen diciendo. Pero no dicen más.

Las dificultades no tardaron en aparecer. Los casos judiciales por corrupción eran un incesante goteo de ácido sobre las vigas que sujetaban el PP. Casado intentó cortar por lo sano: inició el abandono de la simbólicamente “contaminada” sede de Génova 13, e impuso una curiosa “ley del silencio”: no se hablaría nunca de ninguna pejiguera ni “caso aislado” que hubiese sucedido antes de que él llegase al timón, como si las décadas de Fraga, Aznar y Rajoy no hubiesen existido jamás. El abandono de Génova aún no se ha materializado. Y la “omertà” sobre el pasado contradice las leyes de la naturaleza humana. Y desde luego de la judicial. Casado, desde siempre inseguro en su pedestal, mostró pronto el empeño por domesticar a las fieras más peligrosas y ponerlas sobre su regazo. Así nombró a Cayetana Álvarez de Toledo portavoz del Grupo Parlamentario del PP. Pero ese era territorio de Teodoro. Fue un desastre porque aquella fiera no se dejaba domesticar de ninguna manera; el choque entre Cayetana y Teodoro fue rápido y brutal. Por el mismo motivo, la domesticación, Casado apoyó entusiasmado la carrera política de Isabel Díaz Ayuso, amiga suya de siempre. Pero Ayuso no estaba sola. No era demasiado experimentada ni intelectualmente brillante, aunque sí una espléndida actriz; pero tenía detrás a un veterano personaje a quien nadie superaba en su capacidad de enredar, conspirar, malmeter y, esto sobre todo, encandilar a sus pupilos prometiéndoles la gloria y el triunfo si le hacían caso. Ayuso y su Mefistófeles aprovecharon una querella de segundones en Murcia (precisamente en Murcia: la tierra, el feudo de Teodoro) y provocaron un adelanto electoral en Madrid. Teodoro callaba de puertas afuera, pero por dentro aullaba. El triunfo de Ayuso en Madrid fue de tales dimensiones que el avieso mentor de la presidenta, eufórico, no dudó en pisar el acelerador: ahora había que ir a por el poder total dentro del partido, nena, que tú vales mucho. Eso significaba, inevitablemente, la guerra con Teodoro.

Teodoro García Egea es muy mal enemigo, pero los que él tiene son peores que él. El devastador libro de Cayetana Álvarez de Toledo, Políticamente indeseable, retrata al murciano como un déspota, un manipulador, un censor y un sargento dentro del PP. Bueno, exactamente ese era su trabajo, como lo es el de cualquier número dos de cualquier partido. No es nada nuevo. Pero no es solo la lenguaraz Cayetana la que critica la terribilidad de Teodoro como guardián y vigilante del partido. Muchos más (dejando aparte también a la presidenta madrileña), y significativamente diputados del PP, se quejan de lo mismo: de los malos modos, de las actitudes dictatoriales, de la chulería del secretario general, de su perversidad para con los compañeros de partido que destacan por lo que sea, aunque sea mínimo. Llegan a decir que “además de tonto, es mala persona”. Quizá es la falta de costumbre de tener un “número dos” como ha habido muchos. Pero se murmura, se habla de construcción de dossieres, de vídeos, de aviones, de cuentas poco claras. Como sucede con el Vesubio, todo está aún por reventar. Y encima Casado, el presidente, que lo está pasando personalmente muy mal, llega a Granada, a un congreso del PP que debía haber sido triunfal, y se mete, quizá por despiste, en una misa por Franco. Era lo que le faltaba a Teodoro. El efecto publicitario y mediático del congreso se hizo humo. ¿Quién tenía la culpa? Él. Era su trabajo.

En el PP tienen que tomar una decisión. Si quieren evitar que se los coman otra vez (electoralmente hablando) los lobos de Sánchez, parece necesario que se dejen pastorear por los perros guardianes que vigilan el rebaño. Esos perros muerden de vez en cuando, sí, y esos mordiscos son a veces muy dolorosos y humillantes, pero ese es precisamente su trabajo y saben lo que hacen. Ningún partido gana unas elecciones en plena batalla interna. El que quiera decir lo que se le antoje, el que exija democracia interna y libertad para enredar, que se apunte a la tuna de Farmacia o a un grupo de autoayuda. Así son las cosas, como decían los perros ovejeros en la memorable película Babe, el cerdito valiente.

El cometido del perro boyero de Flandes

El perro boyero de Flandes es una raza de perro (canis familiaris) criada y originaria de Flandes, en Bélgica y comarcas próximas. De las numerosísimas especies, subespecies y razas de perros dedicados al pastoreo de ovejas que hay en el mundo, el boyero de Flandes es llamativo por varias razones.

Primera: es grande, fornido, atlético, rápido de reflejos y de aspecto imponente. No le estorban para eso las abundantes guedejas que le cubren todo el cuerpo, que pueden ir desde el marrón leonado hasta el negro, y que le dan un aspecto de peluche mimoso, besable e inofensivo. Besable puede que sea o que lo parezca, eso allá cada cual, pero inofensivo no lo es de ninguna manera.

Segunda: es extraordinariamente eficaz como perro pastor de ovejas. Aprende muy rápidamente las órdenes que le da el líder, es decir el pastor humano, y las cumple con un celo extraordinario: si hay que morder a las ovejas, él es terrible e incluso sañudo. Para que aprendan. Y desde luego que aprenden. El resultado es que las ovejas, por lo común, odian al boyero de Flandes al tiempo que le tienen muchísimo miedo, pero el perro sabe perfectamente que las ovejas nunca se sublevarán en serio (“salvo alguna cosa”) y que, caramba, no le han dado ese trabajo para ganar amigos.

Tercera razón: el perro boyero de Flandes sabe muy bien que su destino está unido de por vida al del pastor. No a cualquier pastor: a uno concreto, al que le debe todo lo que es. Si el perro fracasa en su cometido de mantener disciplinadas a las ovejas; si llega el lobo y es incapaz de enfrentarse a él, el rebaño será destruido, el pastor tendrá que buscarse otro medio de vida y el perro también. De ahí su lealtad perruna –valga la redundancia– hacia el pastor que le ha escogido. Y también su falta de ambiciones posteriores, o su desesperanza en imaginarlas. El perro ovejero sabe perfectamente que nunca llegará a ser el pastor. Su trabajo, por duro, odioso y denostado que sea, es el que es, y tiene clara conciencia de que es necesario. Y, caramba, eso no le parece mal.

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