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Política

La dictadura del “Sí, se puede”

El secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, en la Asamblea de Vistalegre II.

La utopía política es el gran cáncer de la Edad Contemporánea, y ha vuelto con una fuerza que no se recordaba desde la década de 1960. No me refiero solo a las comunidades homogéneas y excluyentes con las que sueñan los nacional-populistas de aquí y otros lares, sino a la utopía podemita. Su éxito, porque cinco millones de votos lo son, deriva de una mala rebelión contra el establishment por parte de una sociedad infantilizada y rendida al espectáculo, en una democracia sentimental construida por socialdemócratas.

Se equivocan quienes ven en los podemitas una versión actualizada del PCE. Para empezar el Partido Comunista fue protagonista de la Transición, junto a otros, y tuvo un papel constitucional

Herbert Marcuse, filósofo izquierdista y profesor universitario alemán, pronunció en 1967 ante sus alumnos, en una de esas asambleas que tanto recuerdan al movimiento de los indignados, que había llegado el “final de la utopía”. El motivo era que, en su opinión, se avecinaba el momento de llevar a la realidad los sueños socialistas. Era lo mismo que escribía Antonio Gramsci en 1918 sobre la revolución soviética: aquello no era una utopía porque existía la “voluntad” y las “condiciones” para llegar a la Sociedad Nueva. Esto es lo que está pasando en el populismo socialista que vertebra Podemos, cuyas consecuencias no han hecho más que empezar con la implantación del caudillismo en Vistalegre II.

Se equivocan quienes ven en los podemitas una versión actualizada del PCE. Para empezar el Partido Comunista fue protagonista de la Transición, junto a otros, y tuvo un papel constitucional, un respeto institucional y un relato contra el terrorismo que ya quisiéramos para Podemos.

Los de Pablo Iglesias han construido una organización basada en el trazo grueso para criticar el presente y canalizar electoralmente las emociones frustradas

Todo lo contrario. Los de Pablo Iglesias han construido una organización basada en el trazo grueso para criticar el presente y canalizar electoralmente las emociones frustradas –como el odio, o la envidia–. Usan el enemigo creado por el consenso socialdemócrata: el rico y su amigo político. No tiene mérito: culpar al establishment es fácil porque la injerencia pública que nos rodea ha señalado al Estado como fuente de bienestar y, en su ausencia, también del malestar. El individuo y su iniciativa no cuentan. La consecuencia lógica es responsabilizar de la crisis a los que tienen el dinero y el poder. Tanto, como señalar con el dedo de la ira a quienes no han llevado a la realidad los valores socialdemócratas de “justicia social”, “lucha contra las desigualdades”, y “reparto de la riqueza”.

Ante la injusticia del mal gobierno, predican la desobediencia. Pero no como la indicaba en 1849 Henry D. Thoreau, su primer teórico contemporáneo: desobedecer la ley injusta para que seamos primero hombres y luego ciudadanos; sino justamente al revés, porque para ellos la ciudadanía, la intervención del Estado, es la que hace al hombre.

Los podemitas ensalzan la “desobediencia colectiva”, la acción callejera, o el pulso a la legalidad

Los podemitas ensalzan la “desobediencia colectiva”, la acción callejera, o el pulso a la legalidad siempre que contravenga su ideología o aspiraciones. No es “democracia ya”, ni  “democracia real”, sino autoritarismo. Uno de sus “ideólogos”, Miguel Urban, así lo señalaba poco antes de Vistalegre II: hay que movilizar a las masas para tomar los espacios públicos, y forzar a las instituciones y a los que no piensen igual a que adopten sus ideas. No es la sacralización de la desobediencia, que solo puede ser individual, sino del tradicional motín trotkista.

En los años 60, la New Left de la que Marcuse formaba parte justificó la violencia y el terrorismo como respuestas políticas al “orden burgués”, y para imponer su utopía. Hoy, como ayer, los podemitas han tomado las demandas de “la gente” como algo realizable si hay la gramsciana voluntad, la movilización callejera suficiente, y, sobre todo, si se tiene el Poder. De ahí que de Vistalegre II haya salido una máquina uniforme cuyo único objetivo es tomar el cielo por asalto.

El grito infantil de “Sí, se puede” solo es posible en una sociedad de niños, bajo un Estado paternalista

El grito infantil de “Sí, se puede” solo es posible en una sociedad de niños, bajo un Estado paternalista, instruidos a través del espectáculo –el “Pan, Política, y viceversa”-, en un sistema tan profundamente emocional como el nuestro. El “Todo el poder para los sóviets” viene ahora a traducirse por “Todo es posible desde el Poder”. La utopía que justifica sus acciones, discursos, caudillismo, organización y purgas es una Sociedad Nueva sin desigualdades ni riesgos, en armonía y paz, con respeto a la naturaleza, donde los sujetos colectivos proletarios o nacionales sean homogéneos y libres. Precioso.

Pero los instrumentos para llegar a esa utopía son los tradicionales. Es cierto que diagnostican de forma eficaz el presente, y que poetizan una comunidad futura que enamora a los ingenuos. El problema es que entremedias, entre la decadencia y el paraíso, está la labor de ese Poder.

Ya lo dejó escrito Rousseau y lo llevaron a la práctica los jacobinos: la sociedad se corrige desde el Estado eliminando libertades

Ya lo dejó escrito Rousseau y lo llevaron a la práctica los jacobinos: la sociedad se corrige desde el Estado eliminando libertades, definiendo qué es democrático y qué no, controlando las instituciones, la moral, los comportamientos y las creencias. La ordenación social, decían, y dicen, es el origen de los males del hombre, de que perdiera su bondad natural. Por tanto, es su Estado bajo su gobierno el que debe crear el Hombre Nuevo, el orden justo, y alcanzar la utopía. Estos planteamientos son el origen de todas las dictaduras totalitarias, tal y como escribió Jacob Talmon hace la friolera de sesenta años.

La crisis de paradigma que vivimos en Occidente favorece este utopismo podemita que permite a nuestros ciudadanos-niños evadirse de la realidad, tener una religión laica a la que agarrarse, adorar a un caudillo, refugiarse en la masa para ejercer la violencia posmoderna,  y preparar la nueva generación de frustrados.

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