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España

Pere Aragonès y la mala leche de las tortugas

Aparentemente es un animal lento, paciente, incluso bondadoso, pero hay algo que no puede soportar: a otra tortuga en el acuario que trata de mandar. En su pequeño mundo son territoriales, agresivas y violentas

Pere Aragonès.

Pere Aragonès García nació en Pineda de Mar, provincia de Barcelona (en la comarca del Maresme), el 16 de noviembre de 1982. Procede de una de las familias más conocidas del mundo de la hostelería catalana. Su abuelo paterno, Josep Aragonès i Montsant, alcalde de Pineda durante muchos años (hasta 1987) en las filas de la Alianza Popular de Manuel Fraga, comenzó como empresario en el negocio textil, pero la crisis acabó con aquello y terminó amasando una gran fortuna con los hoteles, entre ellos el legendario Taurus Park, el hotel más grande de España cuando se construyó, en 1963. Continuaron con el negocio sus hijos Josep, Pere (padre de nuestro protagonista de hoy) y Enric, que lo engrandecieron hasta levantar lo que hoy es el imperio turístico Golden Hotels.

Pero Pere Aragonès, que debía haber encabezado la tercera generación de empresarios de la familia, nació desprovisto de todo interés por los hoteles. Lo que le gustaba era el Derecho y, también desde crío, la política, o al menos el sueño del independentismo catalán. Su abuelo fue alcalde franquista (desde 1963) y luego conservador en el partido de Fraga. Su padre, Pere Aragonès i Poch, fue concejal de Pineda, pero ya en las listas de CiU. El tercero, del que hoy hablamos, completó el viaje ideológico de la familia y a los 16 años ya se había apuntado a las juventudes de Esquerra Republicana de Cataluña. Es independentista, pues, desde que supo leer y escribir. Pero no oculta que su familia materna procede del pueblo almeriense de Palomares, al que Fraga –de nuevo la sombra del político gallego en la familia– hizo célebre gracias al baño que se dio en aquella playa ensopada de plutonio, en 1966.

Como casi todos los adolescentes, Pere era fogoso, terminante y radical. También como muchos adolescentes, esa fogosidad se atemperó con el paso de la vida, las lecturas, los viajes y sobre todo los estudios. Ni sus más enconados rivales políticos negarán que Pere Aragonès es una persona extraordinariamente inteligente. Comenzó sus estudios en la Escola Mare de Déu del Roser. Los continuó (enseñanza secundaria) en el Instituto Montessori-Palau, siempre en la enseñanza privada, y por fin comenzó Derecho en la Pompeu Fabra de Barcelona, aunque se licenció por la Universitat Oberta de Catalunya. No se paró ahí. Hizo un master en Historia Económica, en la Universidad de Barcelona. Amplió sus estudios nada menos que en la elitista Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard, donde estudió Formación de Directivos en Políticas Públicas para el Desarrollo Económico. Ahí es donde estudian los alevines de los que más tarde serán líderes mundiales… o, en todo caso, tiburones. Ahora mismo, Aragonès está haciendo el doctorado en Historia Económica, de nuevo en la Universidad de Barcelona. No está mal para sus 38 años.

Aragonès aprendió pronto: cambió las soflamas “patrióticas” por un pragmatismo cada vez mayor que le convirtió en un negociador hábil, un tipo con el que se podía hablar y llegar a acuerdos

El Pere Aragonès de sus años mozos era un chaval de los de sudadera con emblemas indepes, vaqueros, zapas, con una obvia tendencia a engordar (que controló muy pronto) y un corte de pelo que los entomólogos políticos no dudarían en calificar de “batasuno”. En esos años, los del cambio de milenio, ya militando en ERC, fue uno de los más activos difusores y propagandistas del célebre lema “Espanya ens roba”, que más tarde el independentismo abandonó silenciosamente por la simple razón de que era mentira y resultaba facilísimo demostrar que era mentira. Pero Aragonès, que estudiaba Historia económica con seriedad y aplicación, lo difundió cuanto pudo, y añadía en sus intervenciones públicas la “cifra exacta”: 450 euros por segundo. 

Pero eso pasó. A los 24 años fue elegido por primera vez diputado en el Parlamento autonómico catalán, en las listas de ERC por Barcelona. A los 28 años cumplió la tradición familiar de ser elegido concejal de su pueblo, Pineda de Mar (no logró ser alcalde, aunque lo intentó dos veces). La política catalana, lo mismo que la española, se parecía ya entonces a un serpentario, pero las rencillas en el mundo independentista eran grandes y no hacían más que crecer. Demasiados partidos para lo mismo en un espacio demasiado pequeño. Aragonès aprendió pronto: cambió las soflamas “patrióticas” por un pragmatismo cada vez mayor que le convirtió en un negociador hábil, un tipo con el que se podía hablar y llegar a acuerdos. Se acostumbró a mantener un perfil bajo y sobre todo útil, en medio de tanto cántico y tanto himno y tanta bandera como pronto empezaron a agitarse por todas partes. 

Y sobre todo se ganó la confianza del líder de ERC, Oriol Junqueras. Esa confianza no ha desaparecido nunca, todo lo contrario. Aragonès era el tipo callado y eficaz, con una formación más que sólida, que siempre estaba allí cuando hacía falta alguien para hacer un trabajo difícil. Fue consejero de Economía y Hacienda de la Generalitat, uno de esos puestos para los que es indispensable saber algo más que la letra de Els segadors. Negoció con Montilla y su tripartito mientras las que entonces eran “vacas sagradas” del partido, Carod Rovira y Puigcercós, se embestían mutuamente. Cuando el Gobierno de España aplicó el artículo 155 y el Govern catalán fue destituido, Aragonès fue el único alto cargo que no perdió su puesto en la Generalitat y negoció con el ministro Cristóbal Montoro cómo había que hacer las cosas, por lo menos en lo que se refiere a números. Aragonès no era el hiperventilado Puigdemont ni el shakespeariano y deprecivo Torra.

Un día, no hace demasiado tiempo de esto, llegó la “unción”, por así decir. Junqueras estaba en la cárcel de Estremera y Aragonès fue a verle junto con Marta Rovira, la número dos del partido. Y el líder pronunció las palabras mágicas: “Si le pasa algo a ella”, dijo, señalando a Rovira, “te tocará a ti”. Se trata, en realidad, de una paráfrasis de la célebre frase: “Este es mi hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias”. Rovira se exilió poco después. La hora de Aragonès estaba, pues, próxima.

Cuando Puigdemont se fugó de España y se convirtió en algo así como Napoleón en la isla de Elba, se ocupó muy bien de que en su silla se sentase alguien gris que cumpliese con su obligación, que era guardarle el sitio y nada más. Ese fue Quim Torra, que apenas se interesó por gobernar porque eso era algo que no le gustaba: el que llevaba el día a día era Aragonès. Y cuando Quim Torra fue, a su vez, inhabilitado por los tribunales, el “emperador en Waterloo” intentó repetir la maniobra. Pero esta vez no le salió bien. Junqueras, apoyándose en los votos de ERC, cada vez más crecidos, impuso a Pere Aragonès. Y así llegó a la presidencia (en funciones, al menos de momento) de la Generalitat.

Ahí está la consecuencia última de esta disputa de quelonios que tiene paralizado el Gobierno de Cataluña desde el pasado 14 de febrero (elecciones autonómicas), pero en realidad desde los tristes sucesos de octubre de 2017. Aragonès, tutelado por Junqueras, quiere ser presidente. Puigdemont y los suyos no quieren. La CUP, siempre en lo más espeso del monte, ve en peligro un gobierno de indepes, porque las elecciones las ganó el PSC y la sombra del tripartito es alargada. Todos se mueven despacio, muy despacio, y dejan pasar el tiempo, fingiendo –o fingiendo que fingen– que el simple paso del tiempo y la perspectiva de una repetición de las elecciones lo solucionarán todo. Pero los odios personales y los malos quereres entre los líderes independentistas no hacen más que crecer. 

Así las cosas, Aragonès sigue a lo suyo: su doctorado, su mujer, su hija, su pasión por la cocina, sus paseos por la montaña, sus libros y la espera, cada vez más tensa, hasta ver qué pasa y quién gana la lenta, lentísima batalla entre los fantasmas del pasado.

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La tortuga de California o de orejas rojas (Trachemys scripta elegans, nada menos) es un quelonio de la familia de las Emydidae, que engloba a unas 250 especies. Es un animal semiacuático, lo cual quiere decir que unas veces está en el agua y otras no, eso depende de muchas cosas. Los seres humanos, que ya se sabe cómo son, insisten en clasificarla entre las especies animales invasoras más peligrosas, porque ha quedado ampliamente demostrado (sobre todo desde las diez o doce últimas Diadas) que se reproducen con gran eficacia y luego a ver cómo te libras de ellas. Pero las tortugas, naturalmente, no están de acuerdo con eso: dicen que ellas nacieron allí, que son de allí y que tienen todo el derecho del mundo a mandar allí.

¿Y dónde es “allí”? Pues por lo general es un acuario, porque la tortuga de California es una de las mascotas más célebres y exitosas del mundo. Aparentemente es un animal lento, paciente, incluso bondadoso. Pero hay algo que una tortuga de California no puede soportar: a otra tortuga de California en el mismo acuario y que trata de mandar en él. Entonces, con exasperante lentitud, como si fuera una danza amorosa (pero no lo es), las tortugas se pelean, se atizan unos mordiscos tremendos, se enredan a patadas y a dentelladas que quienes contemplan el acuario interpretan mal: piensan que las tortugas, tan despaciosas ellas, están jugando o incluso flirteando entre sí. Pero no es verdad. En su pequeño mundo son territoriales, agresivas y violentas como hormigas rojas o como leones. Y la cosa, a veces, acaba mal. Otras, pues no tanto. En realidad, quizá las tortugas piensan que son leones peleando. Pero se equivocan. Son tortugas.

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