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España

Un país sin referentes morales

Dolores de Cospedal, José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy y Miguel Arias Cañete en esta imagen del funeral en León de Isabel Carrasco.

“Independientemente de los móviles de este asesinato, hay algo que me sorprende en mí mismo: no haber experimentado ninguna emoción particular por la muerte de una persona que pertenece a un partido político al que voté en las últimas elecciones generales. Sin duda, cuando se vota a un partido se establece algún tipo de vínculo emocional con quienes representan ese partido. El votante deposita su confianza en una organización, cuya garantía última son las personas que la componen, y es aquí donde, creo, se produce ese vínculo (…) He oído que en internet se dijeron cosas terribles sobre este asesinato, pero lo que sobre todo me ha sorprendido ha sido mi propia indiferencia emocional, aunque moralmente lo condene (…) Me parece un síntoma de que algo está pasando en las relaciones entre los representados y los representantes políticos. Se han distanciado tanto, tan aislados están en su mundo, que los vínculos emocionales se han roto. Es como si hubiéramos asistido a la muerte de un marciano (…) Todo esto me parece algo inquietante; es un signo que habla de la indiferencia del mal, de cómo el mal puede llegar a ser rutinario sin generarnos conflicto emocional alguno”.

El párrafo transcrito pertenece a un post, firmado por “modesta”, del foro correspondiente a una noticia aparecida en Vozpopuli el pasado lunes 19 relacionada con el asesinato de Isabel Carrasco, y es uno de los textos –una auténtica flor en el inhóspito erial de las redes sociales- que más me han hecho cavilar en los últimos días. Aproximación deslumbrante en su sincera crueldad a la situación de una sociedad que, a la ausencia de referentes morales, ha unido en los últimos años el divorcio, la ruptura profunda entre votantes y votados, representantes y representados, entre partidos y ciudadanos. Una radiografía perfecta de los males de una ciudadanía desengañada, descreída, estafada por la realidad de un presente cuya dureza jamás llegó a imaginar hace apenas unos años, cuando todos nos pensábamos ricos, y los ciclos y las crisis eran cosa del pasado remoto y ante nosotros se abría una autopista hacia el cielo del eterno crecimiento económico.

A falta de liberales, la práctica totalidad de las reformas emprendidas por el PP se han quedado a medio camino

La reflexión es más oportuna que nunca en un día como hoy, en el que los españoles están llamados a las urnas para elegir a sus representantes en un proyecto que, con Europa en plena crisis, adquiere tintes de manifiesta irrealidad. Cuando dentro de unas décadas, los historiadores hagan recuento de estos años seguramente coincidirán en que la consulta del 20 de noviembre de 2011 fue la última oportunidad que millones de españoles, que estaban dispuestos a aceptar cualquier sacrificio, se dieron para enderezar el rumbo de una España que se había ido a pique bajo la doble presidencia de un tipo cuyo nivel de incompetencia había rebasado ampliamente la importancia del cargo. Pronto esas esperanzas se vieron defraudadas. De espaldas a su programa, el nuevo Ejecutivo debutó con una brutal subida de impuestos, particularmente del IRPF, que ha comprometido el nivel de vida de las amplias clases medias. La práctica totalidad de las reformas emprendidas por el PP se han quedado a medio camino, como corresponde a un Gobierno en el que, a falta de liberales, cohabitan todas las tribus que pueblan el espectro de la derecha española, desde socialdemócratas a conservadores puros, pasando por estatistas convencidos. Todo a medio gas, todo mediocre, todo triste. “La espaciosa y triste España” del verso de Fray Luis de León. Todo infinitamente lejos del golpe de genio de ese líder capaz de abordar con valentía las reformas de fondo, económicas pero sobre todo políticas, que reclama la situación terminal de un régimen, ¡ay, la famosa Transición!, que ha llegado exhausto hasta aquí, con la propia Corona encabezando el ranking de una corrupción galopante.

Un cabreo existencial y económico

Peor que eso. La labor de este Gobierno se ha visto, además, privada de la auctoritas necesaria por el escándalo de corrupción descubierto en las sentinas del propio partido en la calle Génova, un episodio que en una democracia sana (“Resiste Luis, hacemos lo que podemos pero no es fácil”) hubiera forzado la dimisión de su Presidente. La consecuencia de ese escándalo, sumado a la innata incapacidad de Rajoy y su equipo para satisfacer las altas exigencias puestas en él por tantos españoles, su condición de mero gestor agazapado ahora en espera de que la recuperación selle todos los problemas y haga olvidar las miserias políticas del régimen, ha venido a significar el cierre del círculo del desengaño colectivo. Todas las esperanzas se han esfumado. Todos los puentes entre gobernantes y gobernados se han roto, y en su lugar se ha instalado una desconfianza que bordea el desprecio, incluso el rencor. Como decía “modesta”, se han roto los vínculos emocionales entre los ciudadanos y su clase política.

El cabreo del ciudadano con sus políticos no es algo meramente existencial. Es también económico, de pérdida de nivel de vida y de oportunidades de futuro, de esa ausencia de perspectivas que obliga a jóvenes de brillante currículum a buscar trabajo en el extranjero. Rara será la familia española que de una u otra forma no haya sido castigada por la crisis y sus escándalos, bien con la desaparición, total o parcial, de sus ahorros en “preferentes” y otros vehículos de inversión con sabor a estafa, bien con la pérdida del puesto de trabajo, la extra de Navidad o los recortes salariales. Pero mientras las familias se apretaban el cinturón, en la acera de enfrente los españoles asistían perplejos al espectáculo del rescate financiero, más de 60.000 millones de dinero público, de unas entidades cuyos dirigentes se lo han llevado crudo a la vista del tendido. Espectáculo de una obscenidad que raya en el esperpento y que esta misma semana ha tenido uno de sus episodios más llamativos con el juicio a los rectores de Caixa Penedès: cuatro señores se adjudicaron 31,6 millones en planes de pensiones porque “no haberlos cobrado hubiera supuesto una discriminación respecto al resto de trabajadores de la entidad”.

Nada sería igual sin la pobreza de nuestra casta política. No hay liderazgos. No hay referentes morales 

De modo que la gente ha perdido el respeto… y la paciencia. Y donde antes la buena educación o los principios morales imponían la tolerancia como norma, ahora aletea airado el deseo de zarandear el Audi donde viaja ese poder lejano y esquivo, o se descarga en twitter la rabia de quien se alegra por el vil asesinato de una política, y las redes sociales navegan cargadas de improperios, y los foros se inundan de insultos y todo se retuerce, se envilece, se encanalla. Nada sería igual sin la pobreza de nuestra casta política. No hay liderazgos. No hay referentes morales. En una de las mayores crisis de su historia reciente, España se ha topado en el puente de mando con la clase política más feble. Su pobreza, intelectual y moral, desmiente de largo el aserto de Bertrand Russell, según el cual en una democracia los elegidos nunca pueden ser peores que los electores, porque si lo fueren, éstos serían todavía peores por haberlos votado. La mala suerte de España con sus políticos ha sido un tópico proverbial de nuestras elites, desde  Larra a Ortega, pasando por Baroja y muchos más. Uno de los “males de España” estaba, según Azaña, en la incapacidad para conseguir formar una clase dirigente capaz de encarrilarnos por la senda de un país democrático, educado y culto. El problema se ha ido agravando desde el inicio de la Transición a esta parte, con los partidos convertidos hoy en agencias de colocación de fieles “domesticados”, en expresión también de Azaña, cuya vida laboral ha transcurrido siempre en el aparato, que tendrían difícil encontrar un buen empleo en el sector privado.

Felipe González como enlace entre clase política y gran empresa

En este marco votan hoy los ciudadanos para elegir a sus representantes en Europa. Pero el problema de los españoles no es Europa, sino España. Lo que hay que enmendar, recomponer, ajustar es España. Dar una salida pacífica, democrática, a la frustración de millones de ciudadanos desencantados con el sistema, algo que no entra en los planes del establishment patrio. Los empresarios del Ibex se están implicando directamente en una solución a la crisis española plenamente continuista, alarmados sobre todo por el desafío secesionista catalán. Con el beneplácito del Rey, empeñado en ganar tiempo para recomponer su imagen hundida, Felipe González está oficiando de go-between entre Zarzuela, los dos grandes partidos y la gran empresa. El ex presidente ha mantenido conversaciones con César Alierta (Telefónica) Y Emilio Botín (Santander), auténtico cogollo del poder económico español, como cabeza de un quinteto compuesto por Francisco Gonzalez (BBVA), Isidro Fainé (La Caixa) e Ignacio Sánchez Galán (Iberdrola). Al “Grupo de los Cinco” le preocupa Cataluña, y le preocupa la suerte que pueda correr Pérez Rubalcaba si esta noche se confirmara un coscorrón electoral en las filas del PSOE, porque para ellos, alarmados por la existencia en el socialismo de delfines tipo Madina, Don Alfredo es un pilar fundamental en la estabilidad del sistema.

Elites reacias al cambio. Soluciones lampedusianas de un Poder que solo aspira a alargar la agonía, a ralentizar la caída de los dioses, en lugar de tomar con determinación el timón de los cambios que reclama a gritos la profundidad de la crisis política española. La grosse koalition que propugnan, manifestación de la coyunda entre lo público y lo privado, descarta, en efecto, ese gran pacto de Estado que, con luz y taquígrafos, tendría que abordar una reforma a fondo de la Constitución del 78 como única vía razonable para sanear las instituciones, democratizar los partidos, devolver la independencia a la Justicia (única manera de acabar con la corrupción estructural que sufrimos), intentar una solución pacífica al problema catalán y, en definitiva, alumbrar otro nuevo periodo de vida en común que, agotado el que se inició en 1975 con la muerte de Franco, sea capaz de llevar a los españoles hasta el umbral del 2050, y de hacerlo en paz prosperidad, volviendo a tender los puentes afectivos que un día unieron a representantes y representados y que hoy han saltado por los aires.    

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