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Arnaldo Otegi y la mirada del chacal de lomo negro

El chacal de lomo negro es un cánido que vive en el este y en el sur del continente africano. Es pariente cercano de otros cánidos que tienen diferencias muy sutiles con el de lomo negro

Arnaldo Otegi Mondragón nació en Elgóibar, Guipúzcoa, el 6 de julio de 1958. Es hijo único de Ascensio Otegi Sorrondegi, obrero metalúrgico (trabajó en la fábrica de máquinas de coser Sigma) y de su esposa, Lolita Mondragón Sánchez, ya fallecida. Con los nombres de la familia hubo siempre problemas. Del mismo modo que al padre, Ascensio, todo el mundo le llamó siempre “Asensio”, Arnaldo se llama así por un error, por una mala pronunciación o por la sordera del funcionario del Registro Civil. Los padres, sobre todo la madre, querían poner “Armando” al recién nacido. Pero el escribiente anotó “Arnaldo” y así se quedó, aunque durante muchos años todo el mundo llamaba Armando a quien en realidad estaba inscrito como Arnaldo.

Su familia era un entrevero de ideas y creencias no siempre ni necesariamente concatenantes, pero muy frecuente en el País Vasco. Eran católicos, sobre todo la madre, pero también de izquierdas y a la vez nacionalistas. Armando/Arnaldo (en adelante, Arnaldo) estudió sus primeras letras en una ikastola clandestina que llevaba la señorita Itziar Ajuria. Funcionó, al menos al principio, en la rectoría de la parroquia de San Bartolomé. Arnaldo salió inteligente y con aficiones que por entonces parecían contradictorias. Le gustaba mucho el monte, al que iba con su padre y su cuadrilla de amigos, pero desde muy pronto fue futbolero (es seguidor de la Real Sociedad) y a la vez hizo ballet. Era muy, muy delgado. Tanto que sus amigos le llamaban El Gordo. Hoy cuesta trabajo imaginar a Otegi con mallas y zapatillas de danza, pero así fue. Terminó la enseñanza primaria en el colegio de La Salle de Eibar y, mucho más tarde, ya en prisión, logró la licenciatura en Filosofía y Letras por la UNED… mientras seguía yendo a misa, esto fue en la prisión de Martutene. Pero en su pueblo, Elgóibar, conoció a la que sería su mujer, Julia Arregi. La pareja tiene dos hijos ya mayores, Hodei y Garazi.

Arnaldo Otegi entró en ETA mucho antes de cumplir los veinte. Al principio pertenecía a los llamados “polimilis” (ETA político-militar), pronto extinguidos. Participó en acciones bondadosamente humanitarias como la quema de una gasolinera, diversos robos, el asalto al gobierno militar de San Sebastián y algunos delitos más. Huyó a Francia en 1977, con 19 años. Más tarde participó en el secuestro del director de Michelin en Vitoria, Luis Abaitua, quien permaneció diez días encerrado en una cueva de Elgóibar (el pueblo de Otegi, qué curioso). Tiempo después, la etarra Françoise Marhuenda le señaló como uno de los autores del secuestro del entonces secretario general de UCD, Javier Rupérez, pero le absolvieron porque Rupérez nunca lo reconoció como uno de los secuestradores. Lo mismo sucedió con el intento de secuestro de Gabriel Cisneros, uno de los “padres de la Constitución”. No se pudo comprobar que Otegi participase.

Entregado por Francia a las autoridades españolas en julio de 1987, Otegi fue encarcelado entonces por primera vez, aunque fuese preventivamente. Pertenecía a ETA militar desde al menos seis años atrás. Entonces comenzó una lista de detenciones, juicios, absoluciones, libertades bajo fianza o condenas cumplidas que llevaría varias páginas y que hacen que Otegi sea un auténtico experto en entradas y salidas de prisión, en diferentes centros. No hay manera de saber cuándo abandonó ETA, si es que lo hizo; la banda jamás expidió certificados de baja administrativa y numerosas tumbas en el País Vasco muestran con claridad qué solía hacer aquella gente con los “desertores”. Pero la vida de Otegi fue respetada. 

Inició su carrera política pública, como más gente, por una sustitución. Se había presentado a las elecciones al Parlamento vasco en 1994, en la lista de Herri Batasuna (HB) por Guipúzcoa. No salió elegido. Pero una de las que sí salieron, Begoña Arrondo Iruin, fue inhabilitada (y detenida, y encarcelada) acusada de colaborar con ETA, y el siguiente en la lista era Otegi. Pisó por primera vez la Cámara en septiembre de 1995. Casi nadie allí sabía quién era. Pronto lo averiguarían, porque sus agarradas verbales con el entonces consejero de Interior del gobierno vasco, el peneuvista Juan Mari Atutxa (objetivo de ETA que logró salvar la vida), fueron sonadas. Dos años después, en 1997, cuando toda la llamada “mesa nacional” de Herri Batasuna acabó en la cárcel por difundir un vídeo de ETA durante una campaña electoral, Otegi quedó como principal portavoz de la coalición proetarra. 

La serie de nombres, apelativos y rebautismos, divisiones, variedades y taxonomías que ha recibido el apoyo político a ETA durante todos estos años es extenuante. KAS, MLNV, Herri Batasuna, Batasuna, Euskal Herritarrok, Udalbiltza, ANV, Sortu, Bildu y solo Dios sabe cuántas más, e impulsadas por quién, con qué apoyos, con qué recelos y, casi siempre, con qué órdenes terminantes de ETA, que al final era la que mandaba y que solía cerrar pactos, negociaciones, procesos, declaraciones y posibles acuerdos con unos cuantos tiros o con bombas. Pero desde 1997, entre que entraba y salía de la cárcel, Arnaldo Otegi siempre estuvo ahí, en el ojo del huracán, en el centro (o casi) de todo lo que pasaba.

Pronto se vio que Otegi manejaba como nadie a los auditorios que tenía enfrente mediante la viejísima táctica de decir en cada sitio, grande o pequeño, lo que la gente quería oír. Pero también quedó claro que aquel hombre, del que nunca se supo cuándo dejó ETA (si es que lo hizo), formaba parte de quienes pensaban, cada vez más claro y más alto, que los asesinatos y las bombas tenían que acabar de una vez, y que el independentismo tenía que defenderse en el terreno político o no sobreviviría. Eso le trajo muchísimos problemas. Los suyos (quienes fuesen en cada momento) dieron en llamarle tibio, posibilista, vendepatrias y, en algún caso, traidor. Los del otro bando, el constitucional, sencillamente no le creían. Este hombre de ojos pequeños y con un brillo extrañamente metálico es amigo del socialista vasco Jesús Eguiguren, tachado de traidor por no pocos de los suyos, y tiene el respeto de Pablo Iglesias Turrión, al que le pasa más o menos lo mismo. Pero uno de sus “demonios” es Fernando Grande Marlaska, juez que le metió en la cárcel dos veces antes de que le hicieran ministro.

Otegi jamás ha condenado expresamente ni a ETA ni a la violencia de ETA (ha dicho algunas veces que la mejor condena es el fin de la violencia), ni ha pedido perdón por los crímenes de ETA con esas palabras exactas, pero sí ha dicho cosas parecidas. También ha dicho muchas veces cosas completamente opuestas a esos conceptos, eso dependía de dónde hablase y ante quiénes. El inaudito intento de estar a la vez repicando y en la procesión le ha causado incontables problemas. El 30 de diciembre de 2006, la bomba que puso ETA en la terminal T4 del aeropuerto madrileño de Barajas (y que mató a dos personas) estaba puesta, al menos metafóricamente, bajo los pies de Arnaldo Otegi, que vio cómo aquella explosión terminaba con la enésima “tregua” anunciada por la banda y con sus largos esfuerzos para que la violencia acabase de una vez. Quedó en ridículo para los suyos y por mentiroso para los demás. Otra vez.

Cuando se logró reanudar los contactos (estamos en octubre de 2009) y todo apuntaba a que habría buenos resultados, Otegi fue detenido de nuevo por el caso Bateragune. Otra vez a la casilla de salida. “La violencia de ETA sobra y estorba (…) La vuelta de ETA a la violencia sería un suicidio político para la izquierda abertzale (…) ETA piensa que la acumulación de fuerzas es posible manteniendo la lucha armada y nosotros no”, dijo durante aquel juicio que más tarde sería anulado por la Justicia europea y por el Tribunal Supremo. ¿Quiénes eran “nosotros” en aquella frase? Pues nunca quedó del todo claro. Pero de nuevo sucedió lo mismo: unos le llamaron traidor y vendido, y los otros no le creyeron.

ETA anunció el “cese definitivo e irreversible” de sus acciones criminales hace ahora diez años, el 20 de octubre de 2011. Era la rendición. La banda estaba debilitadísima por las acciones policiales y judiciales (la estrategia de Pérez Rubalcaba), pero no muerta. Nadie creyó, como es lógico, en la sinceridad de aquella declaración, que se había producido en términos parecidos ya varias veces, pero en aquella ocasión sí era verdad. La disolución simbólica de la banda llegaría en mayo de 2018, con Rajoy en la presidencia del Gobierno.

Liberada de la dictadura del miedo impuesta por aquellos sanguinarios “salvadores”, la sociedad vasca comenzó a cambiar rápidamente. Otegi fue elegido (junio de 2017) coordinador general de EH Bildu, la última (hasta ahora) denominación de lo que la gente conoce desde hace años, para entenderse, como los “batasunos”. 

El 18 de octubre pasado Arnaldo Otegi leyó, ante la fachada del palacio de Ayete, una “solemne declaración” en la que no dijo, en realidad, nada que no hubiese dicho antes ya, aunque quizá  esta vez lo explicó todo junto, con palabras no exactamente iguales y en un orden diferente. Aquello llenó de ilusión a mucha gente que había olvidado que expresiones como “lamentamos…” “todas las víctimas…” “nada de lo que digamos puede deshacer el daño causado…” eran cualquier cosa menos nuevas. Sí citó al expresidente Zapatero cuando dijo que todo aquel baño de sangre y miedo “nunca debió haberse producido”. 

Pero eso fue por la mañana. Por la tarde, Otegi se reunió con “los suyos” y dejó perfectamente claro que su intención era el regateo: “Si para sacar a los presos [que quedan de ETA: unos 200] hay que votar los presupuestos, pues los votaremos”. “Sin los presos no actuaríamos del mismo modo con este Gobierno; ni por el forro”. Es decir, lo mismo una vez más: suavidad ante unos, dientes ante otros. Otegi forzosamente tiene que saber que ningún gobierno accederá jamás a ese chalaneo y que la ley se cumplirá, como se ha cumplido mil veces. Pero estas son las tácticas que han conseguido que Otegi siga ahí 40 años después, con un lenguaje que ya es anacrónico para más de la mitad de la sociedad y ante una ciudadanía que empieza a preguntarse quién es este señor que sale tanto por la tele de vez en cuando. Y por qué.

El chacal de lomo negro (Lupulella mesomelas) es un cánido que vive en el este y en el sur del continente africano. Es pariente cercano de otros cánidos (el chacal rayado, el dorado, incluso el coyote con sus propias variedades zoopolíticas) que tienen diferencias muy sutiles con el de lomo negro; de hecho, hay naturalistas que, a lo largo de los tiempos, no han terminado de distinguir entre esas especies, mientras que otros han llegado a asegurar que hay unas cuantas más. Es un verdadero lío distinguir entre unos chacales y otros, aunque una cosa sí está clara: todos son chacales.

El chacal de lomo negro es el más pequeño, habilidoso y rápido de todos los chacales, al menos de los africanos. Está dotado de una gran resistencia: no es fácil acabar con él por más que se le persiga, porque siempre se cansa menos que los demás y, a la que te descuidas, ahí sigue, a lo suyo. Caza de vez en cuando pequeños roedores, pero su alimento preferido es la carroña: siempre está a la zaga de los animales que matan presas grandes (leones, guepardos, leopardos) y se aprovecha de ello sin contemplaciones. A veces lamenta en público que esos animales maten, y que las gacelas y los impalas y los ñus mueran con tanto sufrimiento, que es una pena verlo, pero la pregunta sale sola: ¿qué sería del chacal sin los feroces depredadores? Pues nada. No sería nada. Se moriría de hambre.

Como bien conocen los scouts (en cuya mitología el chacal aparece en el personaje de Tabaquí, chacal rojo creado por Rudyard Kipling), el chacal es zalamero, sumiso y obediente ante quien tiene más fuerza que él. Pero el chacal negro es extremadamente agresivo ante los débiles, aunque sean de su especie: enseña unos dientes terribles mientras esconde la cola entre las patas de atrás para proteger así sus genitales. Tiene, pues, dos comportamientos completamente opuestos.

Sus orejas son grandes y su olfato también lo es: de ello depende su supervivencia. Pero para adivinar el carácter del chacal de lomo negro no hay más que mirarle a los ojos: son pequeños, huidizos, metálicos, inquietantes. Esa mirada que hace pensar a cualquiera: huy, huy, no sé si es prudente fiarse de ti por más zalamerías que traigas, Armandito.

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