Juan Espadas Cejas nació en Sevilla el 30 de septiembre de 1966. Para ser más exactos, nació en el hospital de las Cinco Llagas -insuperable nombre para un centro sanitario-, edificio que luego sería, y es hoy, la sede del Parlamento de Andalucía. Pero la familia Espadas vivía en el barrio sevillano del Retiro Obrero, en Miraflores. Luego se trasladaron a Santa María de Ordás, una barriada de nueva creación. Lujos, ninguno.
La de Juan Espadas era una familia humilde y absolutamente tradicional. El padre fue vendedor de muebles y ujier en la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía. La madre, Ernestina, sus labores. Ambos han fallecido ya. Juan fue un niño completamente normal, ni Mozart ni Paquirrín. Vivió en casa de sus padres hasta que se casó, y lo hizo con su novia de toda la vida. Estudió desde crío en los salesianos de la Trinidad, el mismo centro al que llevó, años después, a sus dos hijos. Fue un buen estudiante, sin exageraciones, aunque él dice que fue muy bueno. Presume de que no se ha emborrachado en su vida, ni siquiera de adolescente. Tuvo siempre devoción por su padre, de quien hoy sigue repitiendo algunas buenas frases (“No es más rico quien más tiene sino quien menos necesita”), y desde luego también por su madre.
Le gustaba el deporte; se le daba bien el baloncesto y llegó a correr (una vez) la maratón de Sevilla. Pero lo que le tiraba, en cuanto a formación, era hacer cosas que le pusiesen en contacto con la gente: el periodismo, el derecho, el medio ambiente. Su carácter no tenía nada de raro. Era y es bético confeso y devoto, rockero sin estridencias (bueno, llegó hasta Dire Straits) y, esto sí, católico, apostólico y románico a machamartillo. No falta a misa los domingos y su amor por la Semana Santa sevillana lo lleva al borde de lo que allí se llama capillismo: enhebra procesión tras procesión, algunas las ve dos veces en el mismo día y se las sabe todas.
Es un tipo conciliador, nada vocinglero ni descomedido ni histrión. Él mismo ha dicho de sí que es un poco soso. Sus adversarios políticos han repetido eso hasta el hartazgo, pero no es verdad. Al menos sus amigos, y algunos que no lo son tanto, dicen que es un sevillano normal y corriente. Propietario, eso sí, de una enorme paciencia y de una gran capacidad de trabajo. Un hombre tranquilo, dicen. En algo se parece a Ángel Gabilondo, siguen diciendo. Una buena persona, en eso están de acuerdo todos. Hasta que no fue adulto, en su vida se le ocurrió pensar en meterse en los fangales de la política.
Pero lo hizo. Él mismo no sabe explicar bien cómo. Cuando Juan tenía 15 años, en mayo de 1982, se produjo un acontecimiento importante que a él pareció no alterarle en lo más mínimo: las primeras elecciones al Parlamento de Andalucía, que naturalmente ganó el PSOE. Pero Juan Espadas, por entonces, andaba ya calibrando la idea de estudiar derecho y le interesaba mucho algo que, por entonces era casi un exotismo: el medio ambiente, lo que años después se llamaría cambio climático, las nuevas tecnologías. Todo bien hasta ahí.
Se licenció en Derecho en la Universidad de Sevilla en 1989, con 22 años. Poco después hizo un master en Política y gestión Medioambiental, que era lo que le gustaba. Pero ya para entonces, cuando tenía 23 años, le convencieron para ser jefe de gabinete de la Agencia de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía, que presidía Manuel Chaves por primera vez. Espadas era, además de un crío, un alevín de técnico, un futuro especialista, un aprendiz de gestor, un letrado bisoño; no un político. Pero él mismo admite ahora que aquel fue su primer cargo “político”, aunque lo fuera muy relativamente. Simpatizaba con los socialistas pero eso eran pecados veniales, nada serio. Aunque allí empezó todo. Nunca dejaría la política.
No se apuntó al PSOE hasta 1997, cuando ya había rebasado la treintena. Para entonces ya había sido jefe de gabinete de varias Consejerías de la Junta, siempre bajo la amable protección de Chaves. Su carrera política fue lenta pero segura. Al poco de afiliarse le nombraron coordinador federal de Medio Ambiente, puesto en el que estuvo doce años porque seguramente nadie sabía más que él de esas cosas. Pero su hábitat natural, muchas veces escarpado y lleno de piedras sueltas, era la Junta de Andalucía. Allí trabajó en la planificación de empresas de gestión medioambiental, presidió o vicepresidió fundaciones como Doñana o Andanatura, fue viceconsejero y luego ya consejero (de Vivienda). Y después le hicieron senador.
Eran los tiempos (principios de la década de 2010) en que la imbatible mayoría de los socialistas en Andalucía empezaba a dar muestras de fatiga. A Chaves, que llevaba ahí casi desde el Pleistoceno, le sucedió José Antonio Griñán. Por entonces estalló el escándalo de los ERE. Los dos líderes acabarían teniendo serios problemas. Fue también el tiempo en que surgió una estrella emergente: Susana Díaz, que parecía destinada a cerrar la crisis y retornar a los años dorados de las mayorías absolutas del PSOE. Lo parecía.
Susana adoraba a Juan Espadas. Era algo así como su delfín. “Mi Juan”, lo llamaba, o “el buen Juan”. Es razonable pensar que, sin el apoyo de Susana, “el buen Juan” no habría sido concejal del Ayuntamiento de Sevilla (lo fue de 2011 a 2015, cuando ganó Zoido, del PP) ni mucho menos alcalde de la ciudad, desde 2015 a 2021. Fue, dice él, lo mejor y lo más importante que ha logrado en su vida. Ahí Espadas miraba para atrás y se quedaba perplejo: “Quién me lo iba a decir a mí…”. El camino había sido largo y trabajoso. Pero ya estaba hecho. Y no salió mal. Espadas gobernó el Ayuntamiento sevillano durante seis años, en minoría, gracias a su habilidad para llegar a acuerdos presupuestarios con el PP, con Ciudadanos y con lo que había a su propia izquierda. Se le da bien entenderse con los demás.
El problema para Juan Espadas fue la misma estructura de los partidos políticos, singularmente del PSOE. Todos los socialistas se llaman a sí mismos “compañeros” pero las dentelladas de unos a otros son terroríficas. Susana Díaz era la destinataria de la ojeriza indisimulada de Pedro Sánchez. En las primarias del PSOE andaluz de 2021, Juan Espadas, auspiciado por Sánchez, desafió a Susana Díaz, la compañera a la que tanto debía. Ganó “el buen Juan”. Al cadáver político de Susana Díaz “no le acompañó ningún clérigo”, como decía Goethe al final del Werther. Quere esto decir que la soledad del derrotado es terrible. Y que el vencedor nunca piensa en la célebre sentencia que se lee en muchos cementerios: “Como te ves, yo me vi / Como me ves, te verás”.
Juan Espadas fue elegido secretario general del PSOE andaluz en julio de 2021. En diciembre del mismo año dejó la Alcaldía de Sevilla (lo pasó muy mal al hacerlo: había disfrutado mucho en el puesto y había hecho muchas cosas, le gustaba de verdad) para presentarse a las elecciones andaluzas como candidato de su partido a la presidencia de la Junta. Órdenes son órdenes. Los comicios fueron el 19 de junio de 2022.
Fueron unas elecciones difíciles de olvidar. El presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno Bonilla (PP), había tenido que convocarlas después de uno de los clásicos y repentinos berrinches de la extrema derecha, que rompió el gobierno de coalición que mantenía hasta entonces con los “populares”. Moreno Bonilla es un hombre eminentemente moderado, sonriente, nada gritón ni demagogo, de maneras suaves y cordiales. Es decir, que se parece bastante (en la forma de ser) a Juan Espadas, que también es cualquier cosa menos vocinglero.
Pero los andaluces prefirieron a Juanma Moreno. Por primera vez en la historia democrática, el PP logró la mayoría absoluta, con 58 diputados, en el tradicional “granero de votos” socialista. Espadas aguantó (más o menos) el tirón: 30 escaños desde los exiguos 33 que le había dejado Susana Díaz. Ciudadanos perdió los 21 asientos que tenía (alguien recordó al Titanic) y la vocinglera y desaforada Macarena Olona, la candidata de los ultras, que se hacía llamar “Macarena de Salobreña” (su recientísimo lugar de empadronamiento) aunque en su vida había estado allí, que se disfrazaba de flamenca y que ya se veía como vicepresidenta de la Junta, si no más… Quedó reducida a la más absoluta irrelevancia política con sus 14 escaños completamente inútiles. No tardaría en desaparecer de la escena política, entre lágrimas, rabietas sobreactuadas y denuestos.
Todo esto quiere decir que Juan Espadas perdió las elecciones con toda claridad. Logró el peor resultado de la historia del PSOE andaluz. Una catástrofe como esa puede pasarle a cualquiera, como bien saben Rajoy, Aznar, Zapatero, Rubalcaba, Rivera y cincuenta más, que lo han sufrido. Pero una de las diferencias del PSOE de Sánchez con el de todos los anteriores dirigentes es que el PSOE de Sánchez funciona, en esto, como Putin o como la familia Corleone: no perdona los fracasos. Espadas estaba sentenciado. Lo malo es que él no lo sabía.
En los dos años siguientes, el PSOE de Andalucía, a cuyo frente seguía Juan Espadas (y sigue hoy, al menos a estas horas de la tarde) se recuperó notablemente. En menos de un año logró que volviera medio millón de votos que se había ido. En las elecciones generales de julio de 2023, el PSOE superó el número de sufragios obtenido en las anteriores y quedó a dos pasos del PP, que volvió a ganar. Estaba claro que los andaluces, muchísimos andaluces, tenían en alta estima a aquel hombre sonriente y afable con quien es un martirio andar por la calle, porque todo el mundo se para a saludarle con más que evidente cariño. Algo que a Sánchez, sin la menor duda, no le sucede.
Pero todo eso daba igual. Espadas era el que había perdido la Junta en unas elecciones humillantes para su partido, convertido, ahora más que nunca, en una madriguera de carnívoros. A Juan Espadas le dieron el premio de consolación: lo expusieron en el Senado, lo mismo que se expone a un santo de yeso en la hornacina de una iglesia, e incluso le hicieron portavoz del grupo socialista en la Cámara Alta, que es como darle una piruleta a un niño para que no llore.
El problema es que él esperaba repetir candidatura en Andalucía. No es frecuente que se decapite a quien fracasó en el primer intento. Pero… en la madriguera hay muchos carnívoros. Y todos tienen hambre. Y dientes muy afilados. Así que Juan Espadas, aunque ahora diga que no, se quedó de piedra cuando empezaron a lanzarle indirectas para que se apartase “por las buenas” y renunciase a las primarias. ¿Por qué, vamos a ver? ¿Porque había perdido una vez? En realidad, no. La razón, la única razón, era la Voluntad omnímoda, todopoderosa y absoluta del líder, que prefería combatir a Juanma Moreno con las armas que más le gustan, aunque él personalmente no las use: el chillerío, la bronca, la gesticulación y el despendole. Es decir, el “macarenolonismo”. Eso Juan Espadas no lo sabe hacer. Pero a la ministra María Jesús Montero se le da de miedo todo eso.
Así que Juan Espadas ha sido sacrificado. Mejor dicho, le han aconsejado que se “autosacrifique”, como el emperador Nerón hacía con la gente inteligente que le hacía sombra, entre ellos el andaluz Séneca. Y Espadas, leal hasta el último segundo, obediente siempre y servicial, ha abrazado a su sucesora-usurpadora, la ha colmado de besos y palabras de ánimo, se ha hecho fotos con ella… y ha sonreído como un campeón. Como si no pasase nada.
Pero sí pasa. Lo que pasa es que se han cargado a un tipo verdaderamente valioso, muy querido en su tierra, por un “decreto imperial” como los que firmaba Nerón.
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De las 27 especies de zorros que pueblan el planeta, el zorro rojo (Vulpes vulpes) es la más numerosa, la más prolífica, desde luego la más inteligente y también la más bonita, aunque ya sabemos que eso va en gustos. El zorro rojo habita en todo el hemisferio norte de la tierra: su prodigiosa capacidad de adaptación hace que se le pueda encontrar lo mismo en Yellowstone que en Siberia, en Laponia que en Marruecos, en los bosques alemanes y en la Junta de Andalucía. Y en Londres.
Han leído bien, en Londres. El zorro rojo, listo como el hambre, aprendió hace mucho tiempo a convivir con los humanos y a ocupar los mismos espacios que él. En la ciudad de Londres viven, según estimaciones fiables, alrededor de 12.000 zorros. Hay allí más zorros que perros callejeros. Y se alimentan de lo que las personas dejan, como es lógico.
Pero el zorro rojo, al menos el que vive en las ciudades, es un animal territorial, quisquilloso, diríase que envidioso y hasta con bastante mala leche. En teoría, los zorros urbanos deberían formar una piña para mejorar su situación, conseguir alimentos más fácilmente y combatir a sus competidores: las urracas, las palomas, los gatos y perros asilvestrados, las gaviotas pepeadoras, etc. Pero no lo hacen. Forman clanes, grupos casi matonescos, bandos rivales. Se comportan, a veces, casi como tribus urbanas, que defienden su territorio… frente a otros zorros.
Son animales sociales y mantienen manadas o familias con una estricta jerarquía. Pero, de vez en cuando, un joven zorro se harta de hacer siempre lo mismo y se lanza a correr mundo; esto es, cambia de barrio a ver qué encuentra. Pongamos que es un zorrito amable, sonriente, bonachón, con ganas de hacer amigos y de ampliar su electorado, si a mano viene.
Lo pasará mal. Los zorros de su misma especie, de su mismo color, incluso parientes suyos y que gañen con su mismo acento, pero que son mucho más vocingleros y fantasmones y populistas que él, le darán la espalda, le llamarán perdedor y desclasado y tonto útil; y, como se ponga un poquitín pesado, le atacarán y suerte tendrá si sobrevive.
Eso sí: si alguien tiene la ocurrencia de preguntar a los zorros, verá que todos ponen cara de buenos chicos y se llaman, unos a otros, “queridos compañeros”. Como para fiarse de los zorros, ¿eh?
jvizper
11/01/2025 09:40
¡Ah, la famiglia!