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España

Juan Carlos de Borbón y el ocaso del leopardo

Juan Carlos de Borbón y el ocaso del leopardo

Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, generalmente conocido como Juan Carlos I, exrey de España, nació en Roma, en el hospital angloamericano de la Via Nomentana (hoy es una residencia de ancianos), el 5 de enero de 1938. Sus padres fueron Juan de Borbón y Battenberg y María de las Mercedes de Borbón Dos Sicilias. Lo bautizó un cardenal que, un año y pico después, se convertiría en Pío XII. Juanito, como le llamaba todo el mundo en la familia, fue el segundo de los cuatro hijos del matrimonio: Pilar, él, Margarita y Alfonso. La familia, exiliada, vivía en un discreto piso del número 112 del Viale dei Parioli.

Tras la muerte del rey Alfonso XIII, en 1941, Juan de Borbón y Battenberg se convirtió en el jefe de la Casa Real española y Rey de derecho de España. Y Juanito en el sucesor. Pero con el dictador Franco recién llegado al poder y con Europa en plena segunda guerra mundial, la restauración monárquica en España parecía inverosímil. Entonces lo era. No siempre fue así pero, con bastantes altibajos, la pelea había de durar 35 años.

La infancia de Juanito fue difícil. Estudió en un internado de Suiza donde lo dejaron solo y sufrió extraordinariamente, porque era un crío muy sentimental. Pero a los diez años, cuando la familia ya vivía en Estoril, dejó de ser un niño y se convirtió en lo que sería durante décadas: un peón en una terrible partida de ajedrez que jugaron su padre y Franco. La partida de la vuelta a España de la Monarquía. Juanito era un peón importantísimo, sin duda, pero a quien nadie preguntaba su opinión. Tan solo le daban órdenes y lo movían sobre el tablero. Eso empezó el día en que lo metieron en un tren, el Lusitania Express, y lo enviaron a estudiar a Madrid. Era el invierno de 1948. Fue la primera vez que vio España.

Su padre había estado a punto de ser Rey “de verdad”. A partir de 1943, cuando quedó claro que Hitler iba a perder la guerra mundial, los aliados decidieron que el pequeño dictadorcete de España, Franco, sería barrido, por las buenas o por las malas. Pero en la conferencia de Potsdam (1945), Truman y Atlee fueron incapaces de impedir que Stalin se merendase media Europa. Y los aliados pensaron, seguramente con razón, que en España era mejor mantener a un tirano, por más amigo de Hitler que fuese, que arriesgarse a cumplir su palabra de derribarlo y devolver la democracia a España con la corona en la cabeza de Don Juan, con el evidente peligro de que el comunismo estalinista hiciese presa también allí. Así que los líderes de las democracias se taparon las narices… y Franco sobrevivió.

Pero el autodenominado caudillo por la gracia de Dios era, en el mundo, un apestado. Solo le hablaba, a efectos diplomáticos, la Iglesia católica de Pío XII, a cambio de controlar casi por completo la vida de los españoles y de tener un poder como jamás había tenido. La España de Franco estaba fuera de la ONU, no había embajadores y el país estaba devastado. El dictador decidió “repintar” su régimen y convertirlo en un “reino” sin rey. Y para eso le venía de perlas que un niño de diez años, que no tenía ni idea de todo esto, se instalase en España para formarse… como quisiese el propio Franco. Y el padre del niño, el exiliado don Juan, decidió jugar aquella partida, que sería agotadora. Todo esto se decidió entre los dos, que se detestaban pero que se sonreían, en una entrevista que se celebró en el yate Azor, en 1948.

Durante los siguientes veinte años, Juanito estudió en España (le hicieron un par de colegios-burbuja para él) básicamente solo, sin el cariño ni el calor de su familia. Apenas tenía dinero, lo cual quizá explica muchas cosas que ocurrirían después. Dependía de los nobles amigos de su padre, que le compraban hasta la ropa. Pasó por las tres Academias militares, donde se dedicó a darse de guantazos con los compañeros que insultaban a su padre; cosa comprensible porque la propaganda antimonárquica en el “reino” de Franco era feroz. Y siempre ocurría lo mismo: cuando Franco y su padre más o menos se soportaban, Juanito seguía su vida en España. Cuando se enfadaban, el chaval se volvía a Estoril. El tiempo que hiciese falta.

Todo esto hizo de él un chico reservado y desconfiado, pero a la vez expansivo y desde luego muy enamoradizo. Un accidente casi lo cambió todo: en la semana santa de 1956, Juanito y su hermano pequeño, Alfonso, estaban haciendo el tonto, sin permiso, con la pistola de su padre. No sabían que estaba cargada y el pequeño, de 14 años, acabó muerto de un tiro en la cabeza. Nadie en la familia volvió a ser igual que antes, pero la partida de ajedrez continuó.

El trabajo de Juanito en España consistía en callar y hacerse el tonto con Franco. Cosa difícil porque no lo era en absoluto, pronto se vería. El momento decisivo llegó en 1969, cuando Francio dio jaque mate a don Juan y nombró a Juanito (ya Juan Carlos) sucesor suyo “a título de rey”. Rompió así, deliberada, fríamente, la sucesión dinástica, y provocó una crisis gravísima entre padre e hijo. Don Juan se sintió traicionado por el muchacho en lo que más podía dolerle. Y Juan Carlos dijo que no había opciones: o él aceptaba la corona envenenada, o la monarquía jamás volvería a España. Restablecer el afecto entre los dos llevó años.

Juan Carlos se casó con una muchacha extraordinaria, Sofía, que le quería de verdad; él a ella, pues unas veces más y otras veces menos, porque la ajetreada vida sentimental del “príncipe de España” no cambió demasiado ni cambiaría en los años sucesivos. Tuvo que superar muchas conspiraciones, entre ellas la de la esposa de Franco: la nieta del dictador se había casado con Alfonso de Borbón, primo de Juan Carlos, y la abuela (con sus amigos de la “corte” franquista) presionaba con todo descaro a su marido para que cambiase de opinión y nombrase sucesor a su yerno: así la niña sería reina.

Pero Franco, que sentía por Juan Carlos un sincero afecto personal (quizá lo veía como el hijo que no tuvo), no cedió y, tras su muerte, el 20 de noviembre de 1975, Juan Carlos se convirtió por fin en Rey de España.

Prácticamente nadie sabía entonces que el nuevo Rey llevaba años planeando, con muy pocos amigos, la demolición del régimen dictatorial y su transformación en una democracia de estilo europeo. Casi nadie sabía entonces –ni siquiera don Juan– que los pasos que había que dar estaban ya previstos, y los nombres también. Torcuato Fernández-Miranda, Adolfo Suárez, Manuel Gutiérrez Mellado, Miguel Primo de Rivera, Alfonso Osorio. Estos y muy pocos más (la famosa “lista secreta” de Jacobo Cano), con el Rey al frente, se jugaron literalmente el tipo, pero lograron el inaudito “suicidio” del régimen franquista.

Fernández-Miranda embridó el peligroso “Consejo del Reino” y redactó la ley de Reforma Política que Suárez lograría aprobar en 1976, y que abrió las puertas a la democracia. El Rey logró apartar al franquista Arias Navarro de la presidencia del Gobierno, a la que se agarraba con uñas y dientes. Se legalizaron todos los partidos, incluido el comunista: fue el momento más peligroso. Se convocaron elecciones generales libres el 15 de junio de 1977.

Y por fin, en diciembre de 1978, Juan Carlos firmaba ante las Cortes Generales la primera Constitución en la historia de España que no estaba hecha por unos contra otros, sino de todos y para todos. El último coletazo del franquismo fue el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981. Lo detuvo, no sin ayuda, el Rey. Como ha escrito Javier Cercas, si el Rey hubiese querido, el golpe (o los golpes, porque eran varios) habría triunfado. Ahí Juan Carlos se ganó por fin el respeto, la admiración, el afecto y la lealtad de millones de ciudadanos.

Pero había más cosas que nadie, o casi nadie, sabía. El mayor defecto de Juan Carlos no era su debilidad por muchas señoras que no eran la suya. Su mayor defecto era la codicia. Aquel cadete de Zaragoza que no llevaba en los bolsillos nada más que el pañuelo llegó al trono y, con la colaboración de unos y el silencio cómplice de otros, singularmente de los sucesivos presidentes del Gobierno y de muchos periodistas, fue haciéndose “por debajo de la mesa” con una fortuna personal varias veces mayor que la que amasó (con métodos no demasiado diferentes) su abuelo, Alfonso XIII. El hombre que firmó la adhesión de España a las Comunidades Europeas pedía comisiones, a veces tremendas, cada vez que podía, y sobre todo cada vez que no.

Cuando su debilidad por las damas de buen ver se juntó con su amor por el dinero, llegó la catástrofe. Quizá trató de conservar el “amor” de una señora despampanante, Corinna Larsen, a base de dádivas generosísimas, sin darse cuenta de que estaba haciendo un papel clásico en el teatro del Siglo de Oro: el del viejo que se pretende a mujer joven. El don Hilarión de La verbena de La Paloma. Llegó a plantear a sus hijos la intención de separarse de su esposa, la abnegada y ejemplar Sofía, para casarse con aquella mujer. Afortunadamente se lo quitaron de la cabeza.

Metedura de pata tras metedura de pata, incapaz de parar el tsunami de escándalos que se abatían sobre él, Juan Carlos abdicó la corona de España en junio de 2014. Y su hijo y sucesor, Felipe VI, alarmado por el desastre que se abatía sobre la –lógicamente– desprestigiada institución monárquica, no tuvo más remedio que alejarse emocional y legalmente de su padre, al que quería de verdad. Le retiró la asignación que tenía en los presupuestos de la Casa del Rey (algo inaudito) y, por fin, en agosto de 2020, determinó su salida de España.

El rey Juan Carlos, a quien muchos llamaban ya, no sin cierta sorna, “el emérito”, se fue a vivir a Abu Dabi, en el Medio Oriente, muy cerca de los jeques y reyes del petróleo que tanto hicieron, durante tantos años, por su bienestar económico. El hombre que escribió algunas de las mejores páginas de la historia contemporánea de España pasaría a esa misma historia, finalmente, como un corrupto. El niño que nació en el exilio volvía, en su ancianidad, al exilio.

El leopardo

El leopardo (Panthera pardus) es uno de los “cinco grandes” animales de África, junto con el león, el elefante, el búfalo y el hipopótamo. Felino solitario y de carácter reservado, tiene una paciencia inacabable y es capaz de inmensos esfuerzos para lograr sus propósitos, que básicamente son cazar y alimentar a su prole. No tiene la fuerza del león, la velocidad del guepardo ni la capacidad conspirativa de las hienas, pero sí una gran inteligencia y capacidad estratégica. Eso hace que sea uno de los depredadores que más éxito tienen, comparativamente, en la sabana africana.

Pero está solo o, al menos, se siente solo. Quizá por eso, y por su gran habilidad para trepar, suele guardar en lo alto de los árboles las presas que caza. Las esconde allí, a salvo de los buitres y de la rapacidad de hienas y leones. Cuando tiene hambre, se sube al árbol y disfruta de lo que con tanto esfuerzo ha ahorrado.

El problema del leopardo llega, como le pasa a tanta gente, en la vejez. Llega a perder la memoria, la astucia, la prudencia y el sentido de la realidad, y a veces olvida en qué árbol ha escondido la carne. Naturalmente, son otros los que acaban por encontrarla, y arman el correspondiente escándalo. O bien, falto ya de fuerzas y de reflejos, se cae del árbol. Y entonces es él, viejo y herido, quien se convierte en presa. No dura mucho. Una vez caído, nadie en el Serengueti lo recuerda con cariño.

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