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España

Una hora con un preso de Auschwitz

A la izquierda, Jacob Drachman, preso de tres campos de concentración nazi

A mi tía Ángela, Geli para los de casa, le dicen la guardiana de la historia. Es una romántica del aromático recuerdo que desprenden las fotos y abalorios de los que ya no están, de los que no pueden hablar ni contar lo que fueron.

Los recuerdos en ese caso son un traje hecho de retales rendidos a la imaginación. Confusos. En ocasiones mitológicos. Sólo es cierto el testimonio de quien lleva dentro lo que ha vivido, de quien existe para contarlo.

Jacob Drachman lo tenía todo para ser odiado. Era judío y nació tres años antes de que los nazis campasen a sus anchas por Europa. Su nombre significa 'sostenido por el talón', y así vivió esos años.

Contaba cinco primaveras cuando despertó del sueño en el que se sume todo niño con las necesidades bien cubiertas. Intervino para tratar de poner fin a una pelea de adolescentes. A cambio recibió una patada en el estómago. Le llamaron judío sarnoso.

Le tiraron a un caldero de sopa en Auschwitz. Cuando salió otros presos le lamían el cuerpo en busca de alimento

“Yo no sabía ni que era judío. Desde entonces no volví a llorar”. Levanta el dedo para recalcarlo. Sólo brotó de nuevo la sal de sus ojos cuando nació su primera hija. Toda una paradoja la de dar vida cuando estuvo casado tantos años con la muerte.

Camina hacia el estrado del auditorio de la Fundación Telefónica con pasos cortos y titubeantes. Jersey marrón de cuello alto, pantalón de pana a juego y botas de montaña. Lo que no se pudo permitir cuando sobrevivía a las inclementes nieves de los campos de concentración de Auschwitz, Stutthof y Dresde.

Su voz es una sorpresa. Brota ronca, profunda, hipnótica. Su cuerpo, anciano, es un falso envoltorio. Por dentro es ágil, hace gala de una mente clara y precisa.

Hoy es un hombre rico

“Llevo casado 63 años con la misma mujer, tengo tres hijos, nueve nietos y seis bisnietos. Soy un hombre rico. Ese es mi tesoro”, dice mientras se lleva las yemas de su mano derecha al corazón.

Jacob pasó del gueto a los campos de concentración casi sin darse cuenta. Tenía cuatro años cuando Hitler le declaró la guerra a su país natal, Polonia. Son esos tiempos, los de la niñez, los más lentos de la vida, que se acelera endiablada en su tramo final. Es aquella la época en la que los recuerdos se fijan con más fuerza.

Describe todo con detalle. “Mientras hacía la cola los nazis me tiraron a un caldero de un metro de alto y dos o tres de ancho en el que se preparaba una sopa para los presos de Auschwitz. El agua estaba caliente en comparación con los 20 grados bajo cero que hacía fuera. Tragué todo lo que pude. Perdí los zapatos y el gorro dentro del recipiente pero conseguí salir y alejarme de allí. Con el frío el caldo se congeló sobre mi piel. Me senté en unas escaleras y noté que me lamían. Eran tres presos tratando de comer la sopa y los fideos adheridos a mi cuerpo".

Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial Jacob Drachman contaba con cuatro años de edad

Compartió pan con perros

Comer era una obsesión. Para todos. También para los perros. En una ocasión Jacob decidió darle al can de un nazi un mendrugo de pan. Cuando su padre se enteró le echó una dura reprimenda.

-Ese perro me ayudará, papá.

Un buen día Jacob se desplazó hasta las cocinas del campo de concentración a mendigar comida. No era el único. Junto a la ventana que daban acceso a los fogones otros presos más mayores pedían también alimento. No estaba permitida la mendicidad aunque de vez en cuando les tiraran algo.

Fueron descubiertos por un guarda del campo. Paseaba con un perro. Lo soltó.

“El perro era muy rápido y yo muy lento. Los demás presos corrían más que yo. Cuando me dio alcance dije, Dios mío, me va a matar... Pero pasó de largo. O me conocía o quería acabar con los otros. Siempre he pensado que ese pedazo de pan me salvó la vida”.

Su vida era una huida hacia adelante. “Tenía ganas de vivir. No quería darles a los nazis la satisfacción de desaparecer. Vivir era la mejor forma de ofenderles”.

El caso de su familia es prácticamente inédito. Todos sus miembros sobrevivieron a los campos de concentración

Sorteó a la señora de la guadaña en muchas ocasiones. Como el día que salió para ir a ver a su padre al trabajo. Era en la época previa a los campos de concentración. Vivían en un gueto y visitar las zonas de trabajo no estaba permitido.

“De camino, al llegar a una calle, empecé a ver a soldados golpeando y dando palizas a diestro y siniestro. Estaban por todas partes. Encontré mi salvación en una montaña de basura y heces. Me tiré de cabeza y pasé dos horas dentro hasta que se fueron todos. Al volver a casa era un bombón de chocolate. Mi mamá me bañó sin preguntar. Sabía que yo no le iba a contar nada”.

Tras la guerra vivió en Uruguay muchos años, aunque se estableció finalmente en Israel. Se explica en español pero en ocasiones salpica el discurso con frases en alemán, lengua que aprendió durante el holocausto. 

Pasó dos horas escondido en una montaña de basura y heces

Durante una de las muchas redadas que hicieron en el gueto pasó dos días y dos noches escondido en un baño. En otra ocasión fue cazado en el tejado de un edificio.

“El nazi me apuntó a la frente con su pistola. Yo me arrodillé y empecé a besarle los zapatos, subí a la cintura, besé los botones de su chaqueta, le besé las manos y, tembloroso, retiré la pistola de mi frente. El nazi se partía de la risa. Yo temblaba”, explica Jacob.

Su caso es único. Apenas hay testimonios de niños supervivientes a campos de concentración nazi. Quizá el más sonado sea el de Roman Frister. Dejó constancia en su libro 'La gorra o el precio de la vida', y en los artículos que escribió como periodista, en Israel, tras sobrevivir a la barbarie. Falleció el 2015, con 87 años. 

El caso de la familia Drachman es también prácticamente inédito. Todos sus miembros sobrevivieron a los campos de concentración. Jacob reconoce no poder perdonar lo que le hicieron, pero no por ello siente odio. Eso sí, recalca que no olvidará jamás.

Una hora con Jacob Drachman es toda una vida. A medida que pase el tiempo será más complicado hablar con los que sufrieron el calvario del holocausto, con quienes están en poder de la verdadera historia, porque la vivieron y murieron. Si tienen oportunidad, traten de escucharlos.

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