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España

'El Encargo': el abogado de Forn desvela en un libro los entresijos del juicio del 'procés'

Javier Melero en entrevista con Vozpópuli.

Javier Melero fue el único abogado del juicio por el 1-O que, en la firme convicción de que España es un Estado de Derecho, opuso argumentos estrictamente jurídicos a las imputaciones (rebelión, sedición y malversación) que pesaban sobre su defendido, el efímero consejero de Interior Joaquim Forn. Su estrategia operó el mismo efecto que las jeremiadas políticas de los Pina, Van den Eynde o Salellas, es decir, ninguno. No obstante, la finura con que expuso sus alegatos, la perspicacia con que interrogó a los testigos y, en general, la inteligencia con que se condujo en ese teatrillo en que se convirtió la Sala Segunda del  Supremo entre febrero y junio de este año, forjó un raro consenso aprobatorio, aun admirativo, en torno a su figura (en la última manifestación que hubo en Barcelona, a la que acudió con chándal -sofisticado, eso sí-, algunos de los congregados se acercaron a estrecharle la mano, un tanto perplejos por el hecho de que el mismo individuo que defendió a Forn estuviera reivindicando el constitucionalismo a pie de obra).

Sea como fuere, el editor de Ariel, Francisco Martínez, consciente de que se trataba de un personaje con las suficientes aristas como para legar un material de interés, propuso a Melero en junio de este año escribir un libro que diera cuenta de los entresijos del proceso, así como de las tribulaciones, sinsabores y desesperos que fueron trabando su labor. El resultado es El encargo, una suerte de ensayo insider que desvela, en un estilo que remite al viejo noir americano, aspectos ciertamente insólitos de la Causa Especial 20907/2017.

De la pluma de Melero conoceremos de primera mano la angustia patriótica que acechaba por aquellos días a Oriol Pujol, que lamentaba estar condenado por corrupción en lugar de estarlo por patriotismo; seremos testigos de su profundo desacuerdo con el proceder del resto de los letrados, de sus conversaciones sobre boxeo con el juez Marchena, de los vaciles chocarreros que se traía con Ortega Smith, de las discusiones con su amigo Arcadi Espada, del hartazgo de Forn ante el sinfín de visitas solidarias que se veía obligado a recibir en Lledoners, y que le impedían ¡jugar al frontón! De este otro encargo, Vozpópuli les ofrece dos fragmentos.

'El Encargo' de Javier Melero

Del capítulo IV, The Passenger 

[Todos los capítulos llevan por título un hit del rockandroll, otra de las grandes debilidades de Javier Melero]

Fuera cual fuera la relación que Forn y yo hubiéramos tenido con anterioridad, aquellas conversaciones en prisión habían establecido un nuevo vínculo y nos iluminaban con una luz compuesta variablemente de curiosidad e interés. Forn seguía con su programa intensivo de lecturas y redactaba su dietario, que me entregaba para que yo revisara por si se colaba algo inconveniente para su defensa. Estaba bien escrito, aunque con los tópicos propios de un político nacionalista, y revelaba a un hombre sobrepuesto al encarcelamiento, intentando con todos los medios a su alcance mantener el equilibrio y seguir al día. Tan sólo le pedí que eliminara un pasaje que hubiera podido ocasionar algún problema a los funcionarios de Estremera, y que no aportaba nada sustancial al relato.

Como casi cada día, nos poníamos al corriente de nuestras lecturas y nos recomendábamos novedades. Estábamos entonces con Cómo mueren las democracias de Levitski y Ziblatt y ambos coincidíamos en que lo que decían se adaptaba como anillo al dedo a la situación política catalana. Lo que ocurría es que él aplicaba los indicadores de populismo y crisis liberal a la acción de un Estado que prohibía una votación y yo a la que habían seguido ellos mientras estuvieron en el poder, prescindiendo de la ley y del respeto al sistema democrático de formación del consenso. Supongo que el punto de partida ideológico facilita estos fenómenos, pues tanto Trotski como Stalin leían los mismos textos de Marx y los consideraban igualmente inspiradores. Y tal vez ambos asesinos tuvieran razón.

Con una cierta incomodidad, Forn me comunicó la decisión tomada por él, Jordi Sánchez, Rull y Turull de llevar a cabo una huelga de hambre que no iba a ser secundada ni por Junqueras, ni por Romeva, ni por Cuixart. Aunque Homs ya me había hecho alguna insinuación al respecto, la noticia me sorprendió y me dejó consternado. Me vinieron a la mente fugaces y fantasmagóricos recuerdos de Bobby Sands y los presos del IRA y de la huelga de hambre de los Grapo.

Intenté poner en juego toda mi elocuencia, pero enseguida vi que chocaba con el muro de una resolución implacable, ignorando hasta qué punto ésta era resultado de la presión psicológica que pudieran ejercer unos sobre otros o de esas peculiaridades de la dinámica de grupos que hacen que, en ocasiones, pelotones completos se lancen sin vacilar a una misión suicida. Poner en juego la propia vida es algo dramático y solemne y la determinación que lleva a este punto merece respeto y solidaridad humana, pero los motivos de la huelga me parecían fútiles (conseguir que el Tribunal Constitucional acelerara la resolución de unos recursos) y su utilidad para la causa de la defensa, nula. Además, aproximaba a la mística de las organizaciones terroristas a unos sujetos más bien conservadores, que, aunque apostando al límite, nunca habían tentado otros medios que los pacíficos y democráticos. Le advertí que con esa acción no iban a doblegar al Estado era recordar lo obvio, y que el Supremo podría considerarlo una provocación intolerable, pero fue en vano.

Ni siquiera surtió efecto el argumento (un tanto demagógico) de que la ausencia de unidad de acción con los otros presos abonaría la especie de que había habido una fractura entre las organizaciones políticas implicadas. El abogado, en fin, llega hasta donde puede con sus consejos; a partir de ahí, tan sólo existe la voluntad del cliente. Forn intentó tranquilizarme hasta cierto punto, diciéndome que habría un comité médico que llevaría a cabo el seguimiento de su estado físico y que en ningún momento se había planteado llegar al umbral de la muerte. No era demasiado consolador: numerosos precedentes demostraban que una vez emprendido ese camino lo más difícil podía ser abandonarlo, siquiera por evitar enfrentarse a la melancolía del fracaso. Al dejar a Forn, en el pasillo de los locutorios, me encontré con Junqueras, que me llevó a un aparte.

-Quiero que sepas que yo no estoy de acuerdo con esta iniciativa, y que no voy a secundarla.

-Lo sé, sí, me lo ha dicho Forn; tampoco yo estoy de acuerdo.

-Pues tienes que decírselo: pone en peligro la unidad y, lo que es peor, pone en peligro su salud; trata de convencerles.

-Oriol, ya lo he intentado y lo seguiré haciendo, pero no creo que le haga cambiar de idea. Detrás de esta iniciativa tiene que haber algo que desconozco, que soy incapaz de ver y que debe de ser de naturaleza política, y ahí, vosotros sabréis.

Junqueras, próximo a la cincuentena, lacónico y de ademanes medidos, practicaba un cierto desaliño indumentario. Era muy consciente de sus movimientos, a los que dotaba de una desenvoltura tan digna como poco natural, y su trato era distante, a la vez socarrón y aristocrático. Parecía un tipo ilustrado y un tanto huidizo y sus ojos oscuros eran vulnerables y sagaces. No era dado a participar activamente en las pocas reuniones conjuntas que celebramos en la cárcel y solía dejar que fuera Romeva quien expresara las opiniones de su grupo y que Andreu se ocupara de sintetizarlas. Ya me habían dicho que esta era su forma habitual de proceder, y que, en los momentos más explosivos de 2017, dejaba que fuera Marta Rovira quien tomara la iniciativa en las discusiones.

En realidad, y pese a lo que han llegado a escribir sobre el tema quienes fueron sus protagonistas, todavía no tengo claro cuál fue su papel durante aquel aciago 27 de octubre, cuando todo parecía indicar que Puigdemont iba a convocar elecciones y a refrigerar un tanto la crisis. A lo largo de los meses de prisión y juicio pude hablar unas pocas veces con él, siempre diálogos breves, ágiles e irónicos, pero era un hombre un tanto misterioso, que manejaba con desdén la jerga de su propia tribu y que no parecía demasiado interesado en lo que yo pudiera decirle.

La huelga se llevó a cabo y finalizó antes de las fiestas de Navidad y, aparte de los servicios médicos de la prisión estuvo supervisada por un equipo dirigido por el presidente del Colegio de Médicos de Barcelona, Jaume Padrós, a quien conocía de cuando visitó a Meritxell en Alcalá Meco el año anterior. Padrós era un hombre enamorado de su profesión y de su cargo, y un político. Le unía una larga amistad con todo este círculo ex convergente, desde los años de su militancia en la organización juvenil del partido, y no paraba de dar muestras de su voluntad de apoyarles. […] Siguió muy de cerca aquel ayuno inútil y, aunque nunca me lo dijo, quiero pensar que contribuyó con unos consejos más eficaces que los míos a su abandono.

Del capítulo VIII, Everybody Knows

En la pausa, Ortega Smith y Fernández se sentaban en un banco del claustro, junto a la fuente central, tecleando en sus móviles con juvenil entusiasmo. Las encuestas les prometían resultados magníficos en las inminentes elecciones y ambos estarían en posiciones de salida en las listas, Ortega por Madrid y Fernández por Zaragoza.

-Pero ¿tú sabes dónde está Zaragoza? -le pregunté a Fernández sonriendo levemente.

-Antes de llegar a Lérida, por allí en medio, ¿no?

-Casi que te pases unos días antes y te hagas una foto con cachirulo.

-Pasaré, seguro. Así podré conocer a Echenique -dijo con sorna.

-Qué, ¿cómo estáis? -dije dirigiéndome a ambos. Amable es mi segundo nombre.

-Aquí, a lo nuestro: cara al sol.

Había que reconocer que no les faltaba humor. Al menos, ese tipo de humor.

-En cualquier caso, estos días estamos mucho mejor que tú -remató Ortega con sarcasmo.

-Tú, cuando ves a Pérez de los Cobos te pones firme como el palo de la bandera. Solo te falta tocar un cornetín -respondí. Si yo tenía la menor preocupación, desde luego que no iban a ser ellos los que lo notaran.

Marchena estaba de pie, junto a su silla, observándonos entrar para el reinicio de la sesión. Berdugo, ya sentado, me hizo una seña y me acerqué.

-¿Has visto el último combate de Spence y García, y el del ucraniano, el de Usyk? -Berdugo se había revelado como un erudito en materia boxística y como había visto en algún periódico que yo compartía la afición, nos poníamos al día de las novedades.

-¿Vosotros sabéis quién es Sombrita? -terció Marchena inopinadamente.

-No, ¿quién es ese? -dije yo con sincera ignorancia. Berdugo miraba divertido, pero no dijo nada.

-Vosotros no tenéis ni puta idea de boxeo -sentenció apropiadamente Marchena.

-Sombrita, Sombrita… -Berdugo iba recordando-: Era de Las Palmas, ¿no?

-De Tenerife -respondió Marchena-. Lo que yo decía… Ni idea.

-Te lo estás inventando para hacernos quedar como besugos -dije algo mosca.

[…]

Marchena había creado el arquetipo de presidente de un tribunal en un juicio penal. Lo había hecho con autoridad y magnetismo y con un sarcástico ingenio que no discriminaba sus víctimas. Pronto, en el entorno de la justicia penal, se tendría que hablar del efecto Marchena por el cual jueces que hasta hacía bien poco no daban ni los buenos días al inicio de los juicios se sintieran ahora obligados a dar todo tipo de doctas explicaciones sobre cada una de las decisiones que adoptaban en sala. Algunos compañeros me habían comentado que en algunos tribunales de trato expeditivo el mero hecho de alegar que Marchena autorizaba la comunicación permanente entre el abogado y el cliente ocasionaba una inmediata reacción en el mismo sentido por parte del juez menos proclive. Tuve ocasión de experimentarlo en un juzgado de la provincia de Barcelona, donde pedí para hablar con el juez y el oficial del juzgado me hizo saber que éste no recibía a abogados.

-Pues hágale saber que, en el Tribunal Supremo, su presidente recibe a los abogados sin ningún problema. Es más, les indica que consulten con él lo que precisen.

-Un momento, que se lo digo.

- (…)

-Dice que pase.

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