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España

El legado de un hombre que supo moverse como pez en el agua al final del franquismo

Adolfo Suárez junto a Fidel Castro en una visita a La Habana en 1978

Conocí personalmente a Adolfo Suárez el 21 de julio de 1977. Por aquel entonces yo  formaba parte del grupo de 26 diputados y senadores socialdemócratas electos en las listas de Unión de Centro Democrático en las primeras elecciones democráticas del 15 de junio. El presidente nos convocó a una reunión en el Palacio de la Moncloa. El presidente, en las distancias cortas y cuando hablaba por televisión, tenía una enorme capacidad de seducción. Nos reveló sus planes para la formación del nuevo gobierno en el que nuestro jefe de filas, Francisco Fernández Ordóñez, resultaría designado para desempeñar la cartera de Hacienda. En un momento dado dijo que estaba pensando en incorporar al gobierno al PNV. Por aquel entonces yo era un jovenzuelo impetuoso y le interrumpí: “Presidente. Si haces un gobierno de coalición con el Partido Nacionalista Vasco, los navarros aquí presentes [un diputado y tres senadores pertenecientes al Partido Social Demócrata Foral de Navarra] nos veríamos obligados, bien a nuestro pesar, a abandonar la UCD”. Supongo que Ordóñez se habría quedado horrorizado, pero Suárez, sorprendido, me preguntó por qué razón. “Porque el PNV –respondí- además de ser un partido democristiano es, sobre todo, un partido nacionalista, cuyo objetivo último es la independencia de Euskadi, con Navarra dentro. Uno de los ejes de nuestra campaña electoral ha sido precisamente la defensa del derecho de Navarra a conservar su identidad y su vocación española”. El presidente me emplazó a enviarle sin demorar nuestro programa, cosa que hice nada más salir de la reunión. Unos días después volvimos a estar con él y, con una sonrisa, me dijo: “Ya he leído el programa y me doy por enterado”. Y no sólo lo había leído sino que fue consecuente con él.

Un par de días antes, el 19 de junio, en la Casa de Juntas de Guernica se había constituido la Asamblea de Parlamentarios Vascos. Al acto fuimos invitados los electos por Navarra, que contaba con nueve escaños en las nuevas Cortes. Los parlamentarios de la UCD (tres diputados y tres senadores) declinamos la invitación. No así los dos diputados obtenidos por el PSOE y un senador del PNV, Manuel Irujo, que resultó elegido presidente de la Asamblea. Su primer acuerdo fue reivindicar un Estatuto de autonomía “único” para el País Vasco o Euskadi, del que Navarra –según proclamaron- era parte inseparable.

Así comenzó la gran batalla política del llamado “contencioso Navarra-Euskadi”. Socialistas y nacionalistas trataron de conseguir que Navarra formara parte del Consejo General Vasco, órgano encargado de gestionar la preautonomía vasca durante el proceso constituyente. Los parlamentarios navarros de UCD nos movilizamos a su vez para defender el principio para nosotros irrenunciable de que una decisión de tal calado no podía adoptarse sin que el pueblo navarro se pronunciara, libre y democráticamente, mediante referéndum, tal y como habíamos sostenido en la campaña electoral. Cuando parecía que la balanza se iba a inclinar a favor de Euskadi, por la enorme presión ejercida por el PSOE vasco y el PNV, a la que se había sumado la acción criminal de ETA que había hecho su irrupción en Navarra, el presidente Suárez ordenó que mientras no se llegara a un consenso con los centristas navarros no habría preautonomía vasca. Terció entonces Felipe González al declarar que no le parecía descabellada la exigencia del referéndum para resolver la cuestión. A finales de diciembre de 1977, los parlamentarios navarros, reunidos en el Congreso de los Diputados, alcanzamos un completo acuerdo. La decisión sobre la integración o no de Navarra en Euskadi correspondería al pueblo navarro mediante referéndum. Este fue el origen de la disposición transitoria cuarta de la Constitución, tan denostada por quienes no creen en la democracia. Al día de hoy, Navarra sigue siendo Navarra por la libre decisión del pueblo navarro.

Luego vendría la disposición adicional primera de la Constitución, fruto de un amplísimo consenso. Por vez primera en la historia constitucional española, nuestra Ley fundamental ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales. Este pronunciamiento inequívoco permitirá a Navarra pactar con el Estado, en 1982, el “Amejoramiento” de su régimen foral histórico. También esta fue una apuesta decidida del presidente Suárez, sin cuyo apoyo las cosas hubieran discurrido por derroteros diferentes.

Suárez se ha ido definitivamente. La penosa enfermedad que padecía desde hace una década nos ha impedido conocer su parecer sobre los grandes problemas que aquejan hoy en día a nuestra nación. Pero su desaparición nos da la oportunidad de recordar los valores de la Transición.

A la muerte de Franco, la gran mayoría de los españoles, incluido el rey por lo que se vio después, estábamos convencidos de que la democracia en España no vendría bajo la batuta de Arias Navarro, último presidente de la dictadura y primero de la monarquía. Por eso, cuando Don Juan Carlos decidió sustituirlo por el hasta entonces ministro secretario general del Movimiento, cundió el temor a que todo siguiera igual y camináramos hacia un nuevo suicidio colectivo. Pero el propio Adolfo Suárez despejaría poco después cualquier duda sobre sus intenciones en su primer discurso televisado a la nación. Ahora sabemos que su nombramiento formaba parte de un plan diseñado por el rey, con la complicidad del presidente del consejo del reino, Torcuato Fernández Miranda, para  “de la ley a la ley” hacer el tránsito de la dictadura al régimen democrático. 

Fueron aquellos unos momentos decisivos en los que los españoles vivimos peligrosamente. La experiencia revela que la mayor parte de las veces, las revueltas populares consiguen poner fin a regímenes que parecen inconmovibles, pero a costa de un baño de sangre y destrucción que impide después construir una verdadera democracia. Por eso, bajo la dirección política de Suárez, los españoles conseguimos asombrar al mundo al ser capaces de hacer el tránsito a la democracia de forma pacífica.

Suárez supo moverse como pez en el agua en las postrimerías del franquismo. Por eso, sin duda, fue el elegido pues se confiaba en él para desactivar cualquier resistencia de núcleos contrarios a los planes democratizadores de Don Juan Carlos, empeñado en instaurar una monarquía constitucional para ser “el rey de todos los españoles”.

España tiene una deuda perenne de gratitud con Adolfo Suárez y quienes colaboraron con él en aquellos momentos decisivos. Hubo de adoptar decisiones muy arriesgadas, resistir tremendas presiones involucionistas y también los intentos desestabilizadores de grupos de la izquierda radical y del terrorismo vasco, todo ello en medio de una terrible crisis económica.

Algunos quieren ahora deslegitimar la Transición, como si hubiera sido fruto de una maquiavélica concertación e imposición de los poderes fácticos (ejército, Iglesia y gran capital). Se lamentan de que no se hubiera producido la ruptura, que en aquellas circunstancias habría conducido a situaciones traumáticas. El gran legado de Suárez es haber sido capaz de aunar a la inmensa mayoría de las fuerzas democráticas en la tarea de elaborar la Constitución de la concordia y de la libertad. Fue el paladín del consenso, palabra mágica que debiéramos tener bien presente en los momentos actuales. Algo sobre lo que deberían meditar sobre todo los dirigentes de los dos grandes partidos nacionales que en un día triste  el de hoy ensalzan la figura de Adolfo Suárez.

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