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España

El viacrucis de Cristina de Borbón y el futuro de la Corona

El juez del caso Nóos, José Castro.

“Sire, es gibt noch Richter in Berlin!” La frase (“¡Señor, aún hay jueces en Berlín!”) se ha convertido en una especie de invocación a la hora de recordar la importancia capital que, en todo Estado de Derecho que se precie, tiene una Justicia independiente cuando de garantizar los derechos y libertades de la gente del común frente al arbitrio de los poderosos se trata, y dice la leyenda o el mito que fue pronunciada en 1737 por un humilde molinero de Postdam apellidado Graevenitz, a quien el todopoderoso Federico II de Prusia, apodado El Grande, asedió con la pretensión de comprar su molino para destruirlo porque afeaba las vistas de su nuevo palacio-castillo de Sans-Souci o simplemente le molestaba.  El molinero recurrió a la Justicia, que le dio la razón, y Federico II terminó aceptando el veredicto. Un triunfo del Derecho. Tan noble proceder no podrá aplicarse, casi 280 años después, al Rey de España, que en el caso de la imputación de su hija en el escándalo de su yerno, el talónmanista Urdangarín, se ha hartado de poner obstáculos a la justicia, con la complicidad cegata del Gobierno de la nación, en la doble vertiente de Fiscalía (Ruiz-Gallardón) y Agencia Tributaria (Montoro), y que si finalmente ha consentido con la declaración de la infanta en Palma ha sido llevado del ronzal por una opinión pública indignada y por el deseo de parar la sangría de prestigio de una institución hoy bajo mínimos.

En la montaña rusa de las contradicciones de Palacio en este caso –desde aquel “la justicia es igual para todos”, hasta la decisión de apoyar el recurso del fiscal contra la primera imputación- lo que el Monarca y su entorno han conseguido ha sido congregar ayer a más de 300 periodistas de todo el mundo en torno al juzgado de Palma, es decir, han convertido las angustias judiciales de la familia real española en un trending topic mundial, no sin antes someter a la Institución a un desgaste de proporciones insospechadas hace apenas unos años, deterioro que a estas horas parece muy difícilmente restañable. Como a Federico II el Grande le ocurriera con el molinero de Postdam, a Juan Carlos I le ha tocado vérselas con un tal José Castro, un juez de una pieza que está decidido a jubilarse con honor y que, cual junco batido por todas las presiones, ha dicho que no le quebraran a la hora de cumplir con su deber. Por encima de su cadáver.

Como a Federico II el Grande le ocurriera con el molinero de Postdam, a Juan Carlos I le ha tocado vérselas con un tal José Castro

“Esta mujer lo debe estar pasando fatal, porque, al contrario que Elena, que con sus prontos, que los tiene, es una chica de buen corazón, una buena persona, Cristina es justamente lo contrario, una mujer todo orgullo y prepotencia, altiva a más no poder, cínica incluso”, asegura un gran conocedor de la familia. Faltos de entrenamiento, convencidos hasta hace cuatro días de las prerrogativas de una impunidad que les hacía sentir intocables (al fin y al cabo esta es la explicación que subyace tras todo el affaire Urdangarin), la infanta de España se ha visto en la tesitura de tener que sentarse ante un juez para declarar en calidad de imputada. Sin duda un hecho histórico, a pesar de que a nadie se le escapa que hasta aquí llegó la riada, es decir, que el viacrucis o "martirio" (en desafortunada expresión de Rafael Spottorno, jefe de la Casa del Rey) de la hija del Rey acaba en el episodio de este sábado, porque el asunto morirá en la Audiencia Provincial de Palma, como ayer relataba Javier Ruiz en estas páginas, ello incluso en el caso de que Castro, harto de las evasivas de la infanta (imponente la declaración de parte de Miquel Roca anoche: “Todo lo que se podía contestar, se ha contestado”), terminara dictando auto de procesamiento contra ella.

Espectáculo insuperable de una familia rota

Con independencia de la resolución final que adopte el juez instructor y la propia Audiencia, parece evidente que la familia real ha perdido el juicio de la opinión pública, cuya implícita condena no hará más que echar leña al fuego del descrédito de la institución monárquica. Todo hubiera podido evitarse si, aceptando la primera imputación, la infanta se hubiera avenido a testificar voluntariamente para aclarar su intervención en los negocios de su marido y en el manejo de los fondos de Aizoon. Por desgracia para todos, los asesores palaciegos se han comportado como los mayores enemigos de la familia del Rey y de la propia Corona, ello en línea con la opinión de quienes sospechan que en la persona de Spottorno se esconde un republicano de tomo y lomo. ¿Cómo explicar el anuncio el jueves según el cual la Fiscalía Anticorrupción solicitará de la infanta el pago al erario de más de 600.000 euros en concepto de responsabilidad civil, la mitad de lo percibido por la empresa Aizoon (50% propiedad de Cristina) de los fondos públicos presuntamente malversados por el Instituto Nóos entre 2003 y 2007, en caso de condena de su marido? ¿No es eso un reconocimiento implícito de culpa?

Espectáculo insuperable el de ayer, que viene a certificar el fracaso de un proyecto familiar, la realidad de una familia rota cuyos miembros no se dan los buenos días desde hace años. Es, al mismo tiempo, un fresco -ni el mejor Goya hubiera podido plasmar, a la manera del genial retrato de la familia de Carlos IV, las desavenencias de este grupo humano- de la España hoy batida por la crisis de casi todas sus instituciones. Como es norma en la historia de la dinastía, los Borbones siempre terminan mostrando lo peor de sí mismos por los reales de vellón, por el afán de rapiña, por el dinero. Es tradición que arranca del felón Fernando VII; sigue con la voracidad de la reina regente María Luisa de Borbón-Dos Sicilias y su ínclito marido, el sargento de la guardia de corps Fernando Muñoz, luego ennoblecido con el título de duque de Riánsares; continúa con la dramática confusión entre Patrimonio Real y Patrimonio Nacional que sufría Isabel II; prosigue con los “negocios” –algunos tan manchados de sangre como los que alentaron la guerra de África- de su hijo y de su nieto (los dos Alfonsos), y termina, de momento, con el actual titular de la Corona, a quien un reaccionario ilustrado como Gonzalo Fernández de la Mora, exministro de Franco y profesor particular que fue del entonces Príncipe Juan Carlos, definió ya entonces como un joven “cegado por la codicia”. 

"Al contrario que la infanta Elena, Cristina es una mujer todo orgullo y prepotencia, altiva a más no poder, cínica incluso"

Esta semana, cuatro días antes de la declaración de Cristina en Palma, el Rey ha tomado una iniciativa destinada a mejorar su imagen y la de la institución fijando –y publicando- un sueldo para la reina Sofía y para Letizia Ortiz, un ejemplo de fallida transparencia que quiebra por su base en tanto en cuanto elude la parte del león del envite: la cuantía del patrimonio del Rey. Secreto absoluto, y sospecha igualmente absoluta de que don Juan Carlos no puede en modo alguno hacer pública su fortuna sin exponerse a mentir y/o a verse obligado un día a revelar el origen de la misma. Se lo dijo Emilio Castelar un lejano 25 de febrero de 1865 a la reina Isabel II en el periódico La Democracia: “En los países constitucionales el Rey debe contar por única renta la lista civil, el estipendio que las Cortes le decretan para sostener su dignidad. Impidiendo al Rey tener una existencia aparte, una propiedad, como Rey, aparte de los presupuestos generales del país, se consigue unirlo íntimamente con el pueblo”. Asombra comprobar la certeza de este aserto a la luz de lo ocurrido en los últimos 40 años con Juan Carlos I.

La república como opción válida

Pocas dudas caben hoy sobre el momento crítico por el que atraviesa la Corona como institución garante de la libertad, la estabilidad política y la unidad nacional. Con su prestigio seriamente tocado desde el tristemente célebre accidente de caza en Botswana, la declaración de ayer en Palma ha venido a significar un nuevo peldaño en el creciente cuestionamiento social como forma de Gobierno de una institución necesitada de la ejemplaridad como argamasa imprescindible para reinar, unir y pacificar. Convertida en santo y seña de ese “Estado de Corrupción” en que muchos ven hoy a un sistema regido por el consenso de los de arriba –la elite político-financiera- y el silencio de los de abajo, esa gran mayoría a la que no conviene dar muchas explicaciones y mucho menos contar la verdad, la república empieza a ser considerada por muchos españoles cultos una opción válida, una conditio sine qua non para alcanzar esa democratización real, esa democracia enteramente desacralizada capaz de poner a disposición de los ciudadanos todos, absolutamente todos los poderes políticos.

La figura del Rey está profundamente erosionada y solo una demostración de talento, desconocido hasta ahora, por parte de las elites que controlan el régimen, talento a la hora de preparar un relevo en la cabecera de la Corona, es decir, la abdicación de don Juan Carlos I en su hijo, el príncipe Felipe, permitiría continuar, nunca asegurar, la línea dinástica. Cuentan las buenas fuentes que Mariano Rajoy habla mucho con el Rey. El gallego, legionario, no saca a relucir el tema. Lo hace el propio Monarca, cuyo estado físico está lejos de mejorar como prometió en su día el locuaz Cabanela: “primero lo de mi hija; después lo de Cataluña”. Encarrilados ambos envites, sería llegada la hora de pensar en “echarme a un lado” para dar paso al Príncipe, naturalmente con la inmunidad garantizada. La especie coincide con otra procedente del entorno real, según la cual el propio Rey habría dado el visto bueno al relevo a medio plazo, fijando una efeméride como hito del cambio: su 80 cumpleaños, 5 de enero del año 2018, segunda legislatura Rajoy, con la economía creciendo y creando empleo. No es mucho tiempo, apenas 4 años, un suspiro en términos históricos, pero ¿aguantará tanto tiempo la institución a su actual ritmo de deterioro?

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