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El Liberal - Opinión

El equilibrio perdido

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España es un ejemplo en cuanto a transición de regímenes dictatoriales a democráticos, tanto es así que se estudia en multitud de facultades de ciencias políticas como modelo de éxito para desarrollar un país sin libertades hasta una democracia plena y consolidada. No hay duda de que la transformación política y social vivida en España tras el fallecimiento de Francisco Franco debe ser tildada de triunfo.

No obstante, y aunque España tenga una de las constituciones más avanzadas de Europa y el Mundo, con derechos no reconocidos en ninguna otra, un modelo territorial altamente descentralizado y el honor de haber sido refrendada por el pueblo en votación popular – distinción que no ostentan otras- el diseño se ha visto superado por la ruptura del consenso que la vio nacer en 1978. Las implacables tensiones territoriales han enseñado las costuras de un modelo diseñado para una sana convivencia y amenazan con destruir los derechos y libertades civiles que la Carta Magna guarnece en tinta.

Los padres constitucionales, en su sabiduría, quisieron dar la oportunidad a España de crecer en armonía con su riqueza cultural y otorgaron el tratamiento diferenciado a aquellas regiones que poseían matices culturales con la intención de conservar el pluralismo del país. Empero, los nacionalismos no entienden de conmensura ni de diálogo y aprovecharon la coyuntura para plantar la semilla del odio y la discordia entre las gentes, enfatizando las diferencias, criminalizando la herencia común.

El catalanismo, en particular, fue el germen del mayor reto que enfrenta nuestra nación. Como movimiento emancipador frente al franquismo siempre fue considerado un aliado para los demócratas, su pretensión liberadora frente a la tiranía y la aparente defensa del pluralismo le otorgaron patente de corso para crecer en los años de la euforia democrática que sucedieron a la transición. Sin embargo, el verdadero rostro de una ideología que escondía el nacionalismo más destructivo todavía no era visible. El catalanismo se reconvirtió en tradición, cerrazón, revisionismo histórico, uniformidad y, en definitiva, prisión para los catalanes que, sin saberlo, estaban siendo devorados por el fanatismo que pronto se instalaría sin ambages en las instituciones públicas.

Josep Tarradellas aterrizó en Cataluña de la mano de Adolfo Suárez en 1977 con la tarea de ayudar a escribir en la tabla rasa del país cómo debía reformarse el Estado para que la transición hacia la democracia acabase sin sorpresas. Demostró un gran pragmatismo y nos dejó para el recuerdo una frase célebre cargada de sentido, pese a su sencillez: “¡Ciudadanos de Cataluña, ya estoy aquí!”. Un tono radicalmente distinto al del actual President de la Generalitat, Quim Torra, caracterizado por la sumisión del individuo al grupo y la excentricidad de las pasiones. En 1980 llegó CiU, con Jordi Pujol a la cabeza y aupado por UCD, cuya misión consistió en crear una realidad paralela en Cataluña que facilitase la eventual desconexión con el resto de España. Los nacionalistas, en su osadía, no tuvieron ningún rubor en acabar publicando en 1990 sus intenciones en lo que se llamó “Programa 2000”, un sólido decálogo para la construcción nacional catalana. Algo que, a todas luces, no existía pero que las instituciones educativas y los medios de comunicación públicos contribuyeron a materializar.

En 2003, los catalanistas continuaron en el poder, sin embargo, esta vez fue en un tripartito (el Pacto del Tinell) liderado por PSC, con Pasqual Maragall como President de la Generalitat, en coalición con ERC e ICV-EUiA. Aquel acuerdo no significó ningún cambio en las políticas de construcción nacional e incluso las potenciaron, siendo una buena muestra de ello las famosas “multas lingü.sticas” o la reforma del Estatuto de Autonomía. Tras ellos, nos sobrevino la última etapa de un largo proyecto iniciado por catalanismo: el nacionalismo rupturista. Un movimiento independentista descarnado de toda razón y cadenas éticas, cuya única pretensión es destruir el Estado para forjar a cualquier precio un reino de taifa en Cataluña.

La historia reciente de España muestra la toxicidad de aquellas ideologías que renuncian a la Ilustración, la facilidad con la que su simiente germina y la fuerza corruptora del orden democrático que poseen. Haríamos bien en temerlas, un pasado no tan lejano nos ha enseñado que el nacionalismo es miseria, trinchera y guerra. El horror que dejaron en Europa dos guerras mundiales deberían ser suficiente argumento para cerrarse a aceptar las tesis que lo hicieron posible. La connivencia de los grandes partidos durante décadas y la pretensión de apaciguamiento deben terminar, no se puede dialogar con aquel que no quiere hacerlo. Nuestra nación ha perdido el norte, hoy no tiene rumbo ni un proyecto común. Somos incapaces de llegar a acuerdos para reformas imprescindibles en educación, pensiones o economía y las tensiones territoriales monopolizan el debate político, pero ni siquiera en este aspecto los partidos constitucionalistas son capaces de trabajar juntos y enfrentar a su mayor adversario.

El consenso que nos brindaron los padres constitucionales se ha desvanecido apresado en un modelo rendido al chantaje nacionalista, con la concesión de privilegios propios de otro tiempo y la práctica desaparición del gobierno central en algunas regiones. España debe enfrentar grandes retos. El miedo a destapar la caja de truenos, de hacer cierto el mito de Pandora, no puede atenazar más a los ciudadanos. Necesitamos recuperar el equilibrio perdido, encarar a quienes han acorralado a la ciudadanía con reclamaciones caducas y plantearnos una solución duradera. No podrá hacerlo un partido, no podrá hacerse desde una concepción monolítica de España y tampoco podrá incluir a aquellos que nos han llevado hasta aquí. Quizá sea hora de reformar nuestra Constitución, pero olvidándonos de la historia medieval, mirando al futuro, a Europa. No podemos seguir equivocándonos.

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