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El Liberal - Opinión

Todo por el clima

Resuelven el misterio de los agujeros en el hielo antártico

Si alguien sabe sacar de quicio al personal, ése es Josep Borrell. Al ironizar sobre los jóvenes que se manifiestan pidiendo medidas contra el cambio climático, “eso que se puede llamar el síndrome Greta”, ha hecho diana en la creencia más sagrada de la actual coyuntura europea. Está permitido reírse de la compulsión reglamentaria de Bruselas, criticar la vida poco ajetreada de muchos europarlamentarios, o comprender que los británicos se hayan largado, pero uno se convierte en un enemigo de la humanidad si no aplaude con las orejas la psicosis climática inducida desde las más altas instancias.

Dijo Borrell algo muy razonable, que no parece que pueda ofender a nadie: “A mí me gustaría saber si los jóvenes que salen a manifestarse en las calles de Berlín para que se tomen medidas para luchar contra el cambio climático son conscientes de lo que les van a costar, y si están dispuestos a rebajar su nivel de vida para compensar a los mineros polacos, que si luchamos contra el cambio climático de verdad se van a quedar en el paro y habrá que subsidiarles.” ¿A quién se le ocurre dudar de la preocupación, del idealismo y de la solidaridad de los participantes en las mal llamadas huelgas por el clima? A Borrell, claro. Pero no es el único. En el St John’s College, de Oxford, acamparon unos estudiantes para exigir que esa institución retire las inversiones que tiene en empresas de combustibles fósiles —unos 8 millones de libras esterlinas en BP y Shell— y recibieron el apoyo de un manifiesto firmado por centenares de ex alumnos. El administrador, Andrew Parker, les contestó que de momento lo que se podría hacer, si les parecía bien, era apagar la calefacción central. Se ofendieron mucho porque parecía que no les tomaban en serio, pero no aceptaron la propuesta. Así se hunda todo, ¿quién se arriesga a pillar un resfriado en un viejo caserón inglés?

El mundo se acaba: ¡arrepentíos!

No hay segmento de población más manipulable que la juventud estudiantil, con mucha vanidad y poca experiencia. Si se les propone dejar de ir a clase el viernes a mediodía en aras de lo que sea, el éxito está asegurado; más aún si se convierten inmediatamente en los héroes del telediario. Tratándose de la generación más mimada de la historia, hay que ver cuántos reproches son capaces de formular contra la sociedad que los ha criado. Greta Thunberg marca la pauta. En la Cumbre de Acción Climática de las Naciones Unidas, el 23 de setiembre pasado, exclamó: “Habéis robado mis sueños y mi infancia con vuestras palabras vacías. Y, sin embargo, soy uno de los afortunados. La gente está sufriendo. La gente está muriendo. Ecosistemas enteros se están derrumbando. Estamos en el comienzo de una extinción masiva.” Los guionistas de este serial han estudiado bien las sectas apocalípticas que a lo largo de los siglos hemos sufrido, y han seleccionado sus elementos principales: a) el tiempo se está acabando —de ahí la proliferación de declaraciones de “emergencia climática”—; b) la destrucción está asegurada —lo subrayan con el eslogan “no hay planeta b”—, y c) somos culpables de lo que pasa —unos más que otros, ya que “el capitalismo mata”, los otros sistemas son inocentes—. Sin embargo, si adoptamos neuróticamente unos cuantos ritos —”pequeños cambios pueden marcar una gran diferencia”—, como ir en bicicleta, dejar de comer carne, evitar el avión, prescindir del plástico, poner bombillas que no dan luz, disponer la basura en archivos temáticos… entonces podremos alejar el fin inminente de nuestro futuro inmediato.

El clima cambia, porque todo lo que existe cambia, ya nos lo advirtió Heráclito, y es tarea imposible hacer que el clima sea lo único que no cambie. La cuestión es hasta qué punto ciertas variaciones que podemos detectar son únicamente debidas a las actividades humanas y no a otras causas que nos superan. Y aquí ha de haber un debate metodológico sobre qué parámetros se miden, cómo se miden, y desde cuándo se miden, que tampoco hace tanto. Nadie discute que, por ejemplo, la gestión de residuos es mejorable, pero lo que el radicalismo ecológico pretende es eliminar la huella de la humanidad en la biosfera, y eso es imposible. “Con su obsesión por la igualdad material, el odio al rico y al poderoso —escribe Mickaël Fonton, en un reciente número de la revista francesa Valeurs actuelles—, el ecologismo es un marxismo, pero es un marxismo de un género nuevo, ya que el marxismo prometía la igualdad en la abundancia (una abundancia que los habitantes de los países afectados esperan todavía), mientras que Greta y los suyos prometen una igualdad en el empobrecimiento y la servidumbre.”

Revertir el cambio

Paradójicamente, muchos ricos y poderosos han adoptado la superstición climática y no dudan en desplazarse, cómodamente instalados en sus aviones privados, a cualquier lugar del mundo donde se celebre una reunión concienciadora de los desastres que nos vienen encima. Harrison Ford, Alejandro Sanz o Javier Bardem son los nuevos héroes porque se hacen eco de la movida, mientras que el pobre autónomo en su vieja furgoneta diesel es perseguido como un terrorista armado con una bomba sucia, insensible al mundo que vamos a dejar a nuestros hijos. La actual Comisión Europea, presidida por Ursula von der Leyen, está dispuesta a aplicar en los próximos cinco años el Green Deal  —cueste lo que cueste, y va a costar mucho—, con el propósito de “revertir el cambio climático” y convertirnos en “el primer continente climáticamente neutro”. Poca broma, porque “al menos un 25% del presupuesto de la UE tendrá que ir destinado a acciones contra el cambio climático”. Detrás de ese objetivo titánico, que implica “transformar nuestro modo de vivir y trabajar, de producir y consumir”, se afirma un propósito global, el de tomar “el liderazgo en la acción climática en todo el planeta”.

Por eso, al poco diplomático jefe de la diplomacia europea le han leído la cartilla y se lo pensará dos veces antes de insinuar algo que pueda ser tachado de escepticismo climático. Borrell ha tenido que rectificar su desconfianza ante la demagogia puesta en circulación, y casi pedir perdón a los movimientos de jóvenes que dicen luchar contra el cambio climático: “tienen todo mi apoyo e inspiran a los políticos y a la sociedad”. Es decir, trabajan para nosotros; su misión es avisar de la venida del Apocalipsis, y la de la UE, imponer penitencias con las que purgar nuestros pecados. Los desvaríos de ciertas sectas ecologistas marginales ya forman parte del pensamiento único y de las consignas que emanan de la UE. Viviremos con miedo, renunciaremos a las cosas buenas de la vida, y aceptaremos más y más altos impuestos porque es la factura que nos dicen que hay que pagar por salvar el planeta. ¿El futuro era esto?

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