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El Liberal - Opinión

¿Hubo alguna vez en el ‘procés’ un objetivo realista?

Artur Mas y Elsa Artadi.

Hace años, al principio del jaleo ‘procesista’, le pregunté a un alto cargo de Convergència: “¿Dónde irá a parar todo esto?” “Sólo lo sabe el presidente”, me contestó. El presidente era Artur Mas, y dudo que por entonces imaginara que en enero de 2016 sería conducido a la papelera de la historia por sus socios de la CUP. Pero, ¿qué tenía en mente Mas, y ese puñado de personas que configuraban su estado mayor, cuando decidió desafiar al Estado? Más allá de las consignas movilizadoras y de los brindis al sol que alegran las campañas electorales, ¿cuál era, en un primer momento, el objetivo real del proceso?

Cambó ya nos advirtió

Desde luego, no la independencia en sentido estricto. Por poco conocimiento de la historia reciente y de la realidad actual que tuvieran, no podían creer sinceramente que esa independencia tan invocada y mitificada llegaría. Francesc Cambó, en Por la concordia, un breve ensayo escrito en 1927, afirmaba: «En Cataluña el separatismo es más un sentimiento que una convicción». Después de dudar de que hubiera «ningún separatista bastante cándido para creer en la posibilidad de obtener la separación de Cataluña por persuasión», a la manera de Noruega y Suecia en 1905, Cambó advierte: «El esfuerzo que España hizo para conservar sus últimas colonias lo haría centuplicado para conservar Cataluña, si por acaso tratase ésta de hacer efectiva su separación. (…) España sacaría fuerzas insospechadas para luchar contra tal intento. Ante un alzamiento catalán, cesarían las discordias de clase y de partido, quedarían resueltos o pospuestos todos los demás problemas…» Casi un siglo después, estas frases siguen vigentes.

Aunque más vale no menospreciar la ignorancia de nuestros políticos, las mentes más frías de la política catalana no podían dejar de ver las dificultades insuperables de la empresa. Dejemos a un lado los extremistas de izquierda, tan privilegiados en el universo comunicativo catalán, que veían en las manifestaciones multitudinarias —siempre de carácter festivo y familiar según sus convocantes— el caldo de cultivo de un incierto proceso revolucionario; éstos se apuntan siempre donde hay movimiento, tienen su propia agenda y no necesitan compartir los objetivos de la mayoría. Centrémonos en la corriente mayoritaria, que, antes de convertirse al independentismo, había sido políticamente moderada y muy proclive al pacto.

¿Era la “nulificación” el objetivo?

A menudo se ha entendido, o sobreentendido, que en algún momento tendrían que parar, renunciar al programa de máximos y ponerse a negociar una salida razonable, un acuerdo que satisficiera lo bastante a la gente movilizada sin perjudicar excesivamente a la quinta economía europea, que es la española. La aparente dejadez del gobierno Rajoy, en los meses antes de la proclamación de independencia, seguramente obedecía a esta convicción: nacionalista ladrador, poco mordedor. Pero, ¿qué pensaban que el Estado podría conceder? Desde luego, algo más que un nuevo traspase de competencias. Tal vez, es una hipótesis, un reducto de soberanía intocable, un mecanismo jurídico que blindara la excepcionalidad catalana ante las disposiciones del gobierno central.

En el capítulo La nulificación como doctrina federal catalana de su Breve historia del separatismo catalán (2018), Enric Ucelay - Da Cal explica: "El estado partícipe [en una federación] podía, en buen derecho, ignorar cualquier ley federal dentro de sus fronteras, por considerarla un daño a sus intereses locales. Carolina del Sur [es el exemplo que expone], parte de una federación, reivindicaba una soberanía anterior, y, por lo tanto, superior a la unión [en los USA]".

Y continúa: "No quedó la palabra “nulificación” [nullification]; puede que ni llegara a Barcelona por el camino cubano que hicieron muchas ideas norteamericanas. Pero sí se retuvo la idea del “derecho a decidir” propio", [que] "no se basaba en la creación de una unión federal, pues ésta no existía […] pero sí en la reivindicación de la Historia". Por si hiciera falta demostrar que Cataluña es un país de paradojas, destaquemos esta otra fase: "En la década de 1860, los federales catalanes honraron a Abe Lincoln, el emancipador de esclavos, pero utilizaron inconscientemente las ideas de John C. Calhoun, el paladín de Carolina del Sur".

El todo o nada quedó en nada

El catalanismo político puede entenderse como una larga lucha por obtener, o recuperar, un ámbito de soberanía propio desde el cual impedir que el Estado intervenga en Cataluña en detrimento de los intereses catalanes —donde unos afirmarían: de los intereses de todos los catalanes, otros matizarían: de los intereses de algunos catalanes—. En cualquier caso, la opción abiertamente separatista siempre había sido minoritaria hasta hace una década, y todo apunta a que volverá a serlo.

Pero si ése era el objetivo —un objetivo, si no razonable, al menos racional; que hipotéticamente podía tener cabida en la Constitución—, si ése era el objetivo realista que tenían en mente los impulsores del proceso, ¿cómo dejaron que se les escapara de las manos?, ¿por qué armar un órdago tan grande?, ¿por qué encaminar el proceso hacia el todo o nada?, ¿por qué salirse de la legalidad?, ¿por qué no tener una via de escape para cuando las cosas se pusieran realmente feas? La propaganda insiste en que se vieron impulsados por el pueblo, en que hicieron lo que la gente quería, pero eso no se lo cree nadie, ni los seguidores más convencidos. Durante años intentaremos dar respuesta a estas preguntas.

Por el momento, una conclusión se impone: aquel catalanismo político que había sido, desde su posición centrista, candidato a afianzar la estabilidad de distintos gobiernos, ha dejado de ser un socio fiable, al menos durante una generación. Si hubo alguna posibilidad de rectificación, desapareció en cuanto los procesistas procesados reiteraron que lo volverían a hacer.

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