Editorial

Un presidente ilícito

Las sistemáticas cesiones al nacionalismo excluyente hace tiempo que dejaron de ser una excepción para convertirse en un patrón de gestión gubernamental

¿Podemos estar tranquilos?
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez Europa Press

Cuando el 7 de junio de 2018 se anunció la composición del primer Gobierno de Sánchez, este periódico publicó un editorial titulado “Pedro Sánchez se da una oportunidad”. A pesar de que su acceso al poder fue fruto de una maquinación político-judicial que se apoyó en las afirmaciones extrajurídicas que el magistrado “progresista” José Ricardo de Prada vertió contra el Partido Popular en la sentencia del caso Gürtel, luego desacreditadas por el Tribunal Supremo, entendimos que la inclusión en aquel primer Ejecutivo de personas de notable trayectoria política y profesional, como Josep Borrell, Nadia Calviño, Margarita Robles o Fenando Grande-Marlaska, justificaban la concesión de un razonable plazo de confianza. Hoy podemos decir que la confianza en la que ingenuamente invertimos, como muchos ciudadanos, ha sido abiertamente malversada.

Cuatro años largos después, con el mismo desapasionamiento de entonces, hemos de reconocer que nos equivocamos. Permítasenos, en todo caso, argüir en nuestro descargo que en aquellos iniciales momentos nadie, ni siquiera por aproximación, podía sospechar el grado de deterioro político, social e institucional al que nos iba a conducir la enfermiza obsesión de Pedro Sánchez por el poder. Cuando haya transcurrido el tiempo suficiente para analizar con perspectiva esta etapa de nuestra historia, se verán con mayor nitidez los efectos demoledores que el sanchismo ha provocado, y sigue provocando, en el Estado de Derecho y el progreso de nuestra nación. Pero tras los últimos acontecimientos, constatada la ausencia de límites de este nefasto personaje, confirmada la ambición psicopatológica de un gobernante sin principios, ya podemos afirmar, esta vez sin temor a errar en el diagnóstico, que España atraviesa uno de los peores trances desde que recuperó la democracia, que el riesgo de derrumbamiento del modelo de convivencia que instauró la Transición, el más prolífico, pacífico y estable en siglos, no es ninguna invención ultra.

Las sistemáticas cesiones al nacionalismo excluyente, el indigno trueque de privilegios por votos al golpismo independentista hace tiempo que dejaron de ser una excepción para convertirse en un patrón de gestión gubernamental. Y lo peor ya no es que esa inaceptable conducta se haya ido asentando como pauta de comportamiento; lo peor no es que se haya retorcido la ley para aplicar un perdón injustificado a quienes se rebelaron contra la Constitución; tampoco lo peor es ya que se reforme a la medida de los golpistas el Código Penal para eliminar la sedición y eximir de responsabilidad penal a quienes usaron fondos públicos para fines abiertamente ilícitos. Lo peor es que para contentar al independentismo se le compran también sus argumentos, se criminalizan los órganos jurisdiccionales, se altera gravemente el equilibrio de poderes y se cuestiona la vigencia de la Constitución.

España atraviesa uno de los peores trances desde que recuperó la democracia, que el riesgo de derrumbamiento del modelo de convivencia que instauró la Transición, el más prolífico, pacífico y estable en siglos, no es ninguna invención ultra.

La última maniobra de este aciago gobernante, que pretende eliminar la mayoría de los tres quintos que se precisan para elegir a los magistrados que designa el Consejo del Poder Judicial en el Tribunal Constitucional, es la penúltima constatación de la estrategia en marcha, la que tiene como objetivo final la interpretación benévola de decisiones que favorecen a los independentistas -incluido un potencial referéndum de autodeterminación- y traicionan el espíritu constitucional. Objetivo, y esto es lo más grave, para cuya consecución se ha puesto en marcha una grosera campaña de deslegitimación de jueces y magistrados, al tiempo que se promociona a través de órganos afines la peligrosa tesis populista de que la composición de los órganos judiciales ha de ser reflejo de la mayoría social.

Pedro Sánchez ya no es un presidente lícito. Y es incomprensible que jueces como Robles o Marlaska, que personalidades como Borrell o Felipe González, o dirigentes como Lambán, García Page o Fernández Vara sigan de brazos cruzados, sin mover un dedo para frenar la deriva destructiva de quien ya es, a todas luces, un auténtico peligro para la nación.