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Editorial

La crisis de la Corona y la inacción del Gobierno

El Rey conversa con Mariano Rajoy ante la mirada del Príncipe y de Letizia Ortiz

El nuevo año empieza con dos problemas políticos de primer orden, el proceso de independencia de Cataluña y la crisis de la Corona, asuntos de cuya acertada resolución depende en gran medida el futuro de la democracia y de la prosperidad de España. Cataluña y Corona son las dos “C” que, cual espada de Damocles, amenazan el porvenir de la nación, y que no se pueden seguir ignorando, como si el tiempo fuera a diluirlas, según la receta tan querida por el actual inquilino de la Moncloa. Al contrario, el paso del tiempo las va engordando y agravando con el peligro de convertirlas en inmanejables. Hoy toca referirse, otra vez en poco tiempo, a la crisis de la Corona, definida por los problemas de salud del monarca y por los casos de corrupción en el seno de la Familia Real, cuestiones que hasta ahora ni el Gobierno ni las Cortes Generales han debatido porque, con olvido de las exigencias obligadas de un régimen parlamentario, se viene otorgando a la Corona un status de poder autónomo que carece de justificación constitucional, comportamiento que debería cambiar si se quiere evitar que la crisis de la jefatura del Estado se transforme en crisis de la propia monarquía.

Frente a la faena de aliño que el Ejecutivo viene poniendo en práctica desde que llegó al poder en cuestiones relacionadas con la crisis –ese ajuste timorato, que se ha quedado a medio camino y que plantea, por eso, tantos interrogantes sobre la calidad de la esperada recuperación- el señor Rajoy y su equipo vienen mostrando una inacción inexplicable, rayana en el autismo, en lo que a las dos “C” de marras se refiere. El jefe del Ejecutivo no parece tener en cuenta que preside un Gobierno y no una mera comisión delegada de asuntos económicos, error que pone de manifiesto cada vez que, preguntado acerca de problemas institucionales, tanto políticos como constitucionales, responde refugiándose en el burladero de la intendencia económica y de Europa, sin considerar que el crédito y la confianza en un país son elementos claves para su desenvolvimiento económico y social, y que la imagen de España y de sus instituciones no contribuye ahora mismo a restaurar su muy dañada credibilidad.

Las Cortes Generales vienen otorgando a la Corona un status de poder autónomo que carece de justificación constitucional, comportamiento que debería cambiar

El repaso a las iniciativas adoptadas en los últimos meses, quizá años, por la Casa Real, incluso por el propio Gobierno, en relación con el monarca y su familia serían argumento sobrado para un sainete cómico si no fuera por las dramáticas consecuencias que el asunto entraña para España. La política informativa sobre las intervenciones quirúrgicas del monarca, de las que en teoría sale cada vez más fortalecido, y los publirreportajes en revistas del corazón, recuerdan demasiado la parafernalia franquista, sin olvidar las historias de informes y “errores” de la Agencia Tributaria y la aparente instrumentación de la fiscalía y de la abogacía del Estado en el caso de la infanta Cristina. Todo un conjunto de actuaciones atropelladas que provocan efectos negativos en la conciencia política de los ciudadanos y que causan daños impredecibles a la propia jefatura del Estado.

La dura realidad, sin embargo, se encarga de deshacer esas ensoñaciones de cortesanos estúpidos: el espectáculo de la Pascua Militar ha dejado al país entero sin respiración… Es como si de repente los españoles nos hubiéramos dado cuenta –no nosotros, que hace tiempo venimos advirtiéndolo- de la importancia del problema que tenemos encima para la estabilidad, la paz y la felicidad de la nación. Este periódico lo ha venido advirtiendo en comentarios anteriores, y la terca realidad nos da la razón, motivo por el cual no podemos dejar de insistir en que no se puede seguir encubriendo el problema con la práctica habitual del servilismo vacuo y cortesano. Y el primer obligado a cambiar de actitud es el Ejecutivo.

La abdicación del Rey

La política de mirar para otro lado en las cuestiones relativas a la Corona debería dar paso a la asunción del problema y a la búsqueda de una solución, porque los deseos del monarca, el “yo me quedo” del discurso navideño, no pueden prevalecer sobre el interés general, que no es otro que dotar a la jefatura del Estado del vigor y del crédito de los que ahora carece. El tiempo vuela y, si el establishment patrio quiere seguir defendiendo la Monarquía como forma de Estado, le convendría proceder cuanto antes a hacer efectiva la abdicación del Rey, pasando el testigo al Príncipe de Asturias, aprovechando la composición del parlamento actual.

Los deseos del monarca, el "yo me quedo", no pueden prevalecer sobre el interés general, que no es otro que dotar a la jefatura de Estado de vigor y crédito

Es este un punto clave: a partir de las generales de 2015, cualquier operación de relevo como la sugerida será más complicada con un parlamento mucho más fragmentado que el actual, tal como las encuestas y el sentido común hacen prever. Es este un consejo gratis, un consejo republicano: en estos momentos anteponemos el valor de esa estabilidad que consideramos imprescindible para hacer efectiva una recuperación sólida de la economía, a la apertura del melón de la forma de Estado, en el convencimiento de que serán las nuevas generaciones de españoles las que a no tardar decidan, en un contexto de paz y prosperidad, ubicar definitivamente la Monarquía en el desván de las antiguallas históricas.  

Tras asistir al penoso desempeño del Monarca en la reciente Pascua Militar, es evidente que la situación no aguanta. Sobra escapismo e idolatría. Al fin y al cabo, más que administrar, gobernar es prever, particularmente en un momento lleno de incertidumbres sobre el porvenir de España. El jefe del Ejecutivo está, por todo ello, obligado a asumir sus obligaciones constitucionales en relación con la crisis de la Corona, llevando a las Cortes Generales las iniciativas que correspondan. Iniciativas que podría acordar con el líder de la oposición, como primera prueba del entendimiento constructivo de los dos partidos dinásticos, PP y PSOE, ello a modo de antesala de cambios de mayor calado.

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