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Economía

El capitalismo popular 'thatcheriano', el principal legado de la 'Dama de Hierro'

Margaret Thatcher, en una imagen de 1975.

Margaret Thatcher, la Dama de Hierro, es una de las figuras políticas más importantes de la segunda mitad del pasado siglo. Falleció ayer, pero tiene todo para convertirse en un mito: acciones fulgurantes y arriesgadas, como la Guerra de las Malvinas en la que se embarcó sin consultárselo a nadie, una interminable retahila de frases célebres (“el socialismo fracasa cuando se les acaba el dinero… de los demás”, por citar sólo una), doctrina (reducir el estado frente a lo privado)… y también un legado que sigue vivo en todo el mundo: unos mercados financieros globales, que dieron lugar al capitalismo popular.

Sin duda, ella puede ser considerada una de las principales promotoras de la democratización de las inversiones y del fomento del ahorro de las familias.

Sobre esta herencia que pervive, no tanta gente sabe que Thatcher era una ávida lectora de ‘Camino de servidumbre’, escrita por Fiedrich Hayek, con quien sostuvo amistad personal. Esta es una de las obras de referencia de la escuela austríaca liberal y para ella era fuente ideológica y libro de cabecera. "¡Esto es en lo que creemos!", dijo en alguna ocasión, sosteniendo un ejemplar del libro. 

Así, la mandataria británica impulsó en los años 80 una liberalización de los mercados financieros que fue referente en todo el mundo. El ‘big bang’ de la Bolsa de Londres fue un ejemplo a seguir por las principales plazas financieras internacionales, incluida Wall Street. A finales de los años 60 ya había una Ley de Servicios Financieros que contemplaba esta flexibilización, pero que no terminaba de arrancar. La Dama de Hierro no dudó en imponer el aperturismo, enfrentándose al establishment financiero.

La apertura definitiva de los mercados de capitales eliminó las barreras de entrada a los operadores, que hasta antaño sólo podían ser agentes miembros de la Bolsa, a la cual se entraba mediante duras oposiciones e incluso las plazas se traspasaban de manera hereditaria. Antes de que comenzara 1986, resultaba impensable trabajar en el parqué sin ser miembro de alguna familia selecta. Ocurría en Londres y en las demás plazas internacionales, incluida la española.

Pero con ese big bang desaparecieron los obstáculos administrativos y monopolísticos. Los aranceles fijos por operación se anularon, lo que introdujo en el mercado de valores un concepto casi desconocido: la competencia. El que quisiera operar en Bolsa sólo necesitaba una cosa: ideas… y dinero, claro. Esa liberalización disparó el mercado en la city, dando lugar al llamado ‘capitalismo popular’.

Adiós a los gritos

A partir de poco dinero se podía ser un inversor con todas las de la ley. No hacía falta ser millonario para tomar posiciones. Llegó la modernización y desaparecieron los mercados de viva voz, siendo sustituidos por los electrónicos, lo que facilitaba la internacionalización. En cuestión de poco tiempo se multiplicó exponencialmente la capacidad operativa de unas bolsas que dieron acceso a muchas más empresas para financiarse. Se dispararon, a su vez, instrumentos financieros como los fondos de inversión que, completando un círculo virtuoso, ayudaban también a financiarse a los estados.

El modelo se implementó en el resto de plazas internacionales (por cierto, España fue de las primeras y también liberalizó su mercado antes de que llegaran los años 90, con la llegada del mercado continuo y las sociedades de valores) impulsado en gran parte por un proceso de privatizaciones generalizado. En este capítulo, las realizadas en la segunda parte de los años 90 en nuestro país han sido consideradas modélicas y ofrecieron rentabilidades de vértigo a los inversores.

Así, la última década del pasado siglo fue gloriosa para las bolsas en general, con lo que ofrecieron ganancias a los particulares que no habían soñado. Hasta entonces, aquello parecía terreno vetado para los bancos y grandes fortunas.

Voces críticas

Las voces críticas apuntan que esa desregulación voraz es la causante de la enorme crisis actual, pero conviene, asimismo, recordar que Thatcher siempre defendió una ortodoxia absoluta, que sostenía que nadie debía embarcarse en gastos que no pudiera afrontar. Ni Gobiernos, ni empresas, ni particulares. 

Esta segunda parte ha sido totalmente desoída tanto por los estados como por las sociedades en numerosas ocasiones. Por los gobernantes, porque son históricamente incapaces de afrontar el lado poco amable de la política, ese que granjeó duros apelativos a la primer ministro cuando tocaba decir ‘no’. Y por la gente, porque habitualmente ha perdido de vista la cautela en épocas de bonanza. A lo bueno cuesta poco acostumbrarse. 

Así, políticos han cedido en años recientes a la borrachera de gasto público, que no es otra cosa que populismo, y los ciudadanos no han sido prudentes a la hora de endeudarse, ya fuera para gastos de vivienda o de consumo. Si a eso se le suma la corrupción, el resultado es esta crisis furibunda que asola al mundo y en la que hay mínimos vestigios de ortodoxia financiera. Una crisis económica y de valores que hace que se cuestione claramente el modelo. 

Si Thathcher siguiera con vida y su cabeza se mantuviera lúcida, seguramente habría dicho sobre los responsables de las malas prácticas bancarias y bursátiles lo mismo que dijo sobre los hooligans que entonces causaban altercados fuera de sus fronteras: “que se pudran en la cárcel”. Libertad, toda la del mundo, pero el que la hace, la paga. 

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