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Economía

El tipo alemán a 10 años, en mínimos de 100: una señal muy inquietante para Europa y España

La economía española se desacelera. Durante la primera mitad del año, un hecho impulsó artificialmente la demanda nacional: los bancos dejaron de remunerar los depósitos, y ello provocó que una parte sustancial de esos fondos se destinase al consumo, en especial a la compra de vehículos y de bienes de equipo. En cuanto vieron que no obtenían una retribución por sus ahorros y que no había peligro de perder el empleo, los ciudadanos se animaron de nuevo a hacer unas compras antes postergadas y que ahora tenían el incentivo del plan PIVE. Todavía inmersos en la crisis, el Gobierno subsidió a lo españoles para que comprasen coches alemanes.

Sin embargo, los datos de empleo e inflación de agosto apuntan el debilitamiento de una reactivación a golpe de consumo que lógicamente no puede tener mucho recorrido. En Europa, Alemania, Francia e Italia exhiben crecimientos planos y no tiran. Enseguida, el ministro Luis de Guindos evoca la amenaza de una tercera recesión. ¿Qué está pasando?

Pues un gráfico cortesía de Swiss & Global puede brindar algunas pistas. La rentabilidad del bono a 10 años suele emplearse para protegerse de la inflación. Y como puede comprobarse todos se encuentran en mínimos de 200 años con la salvedad de Alemania en la década de los 20, precisamente cuando se provocó la tristemente célebre hiperinflación. 

El bund germano es especialmente importante porque suele considerarse el activo más seguro. Y que ofrezca tales rendimientos sólo puede explicarse por tres razones. Una, la previsión de una inflación muy baja y por lo tanto un crecimiento anoréxico. O dicho de otro modo, el estancamiento.

Dos, una situación incluso peor en la que se sufren sucesivos capítulos recesivos. Y tres, que se haya inyectado tanta liquidez que el dinero no vale nada. En cualquier caso y se mire como se mire, una Japonización de libro debido a un exceso de deuda que ha llegado a sus topes y bloquea todo el funcionamiento normal de una economía como solíamos entenderlo.

En este contexto de perspectivas de crecimiento escasas y por lo tanto a todas luces insuficientes para repagar la deuda, lo único que por el momento obra el milagro de dar nuevas pulsaciones al enfermo son las inyecciones de Draghi. Es la hora del relativismo financiero: aunque Grecia y buena parte de la periferia tengan toda la pinta de un default, se relativiza porque existe la tranquilidad de que la impresora de billetes ya proveerá, por lo menos para el siguiente vencimiento. Y así la fiesta del endeudamiento público sigue su curso.

En Reino Unido, este mismo espíritu ha servido para inflar otra burbuja en el mercado inmobiliario y dejar los precios incluso por encima del pico vivido hace seis años. Y se antoja probable que la compra de cédulas hipotecarias que quiere patrocinar el BCE pueda contribuir a crear nuevas burbujas en el ladrillo ante la falta de rentabilidad existente en otros activos.

Cargados de deuda hasta las cejas, la única opción posible radica en las reformas y la devaluación interna. Hay que ganar en competitividad para poder parasitar los crecimientos de fuera. Pero, ¿de dónde va a venir ese crecimiento al que agarrarse?

China se ralentiza, Brasil tiene serios problemas para crecer, Japón está desforestando toda su economía en un intento de salir del estancamiento… Y el problema de una demografía en retroceso afecta a todo Occidente. En Japón, por ejemplo, la gente se retira al tiempo que los jóvenes cobran sueldos paupérrimos que no les brindan mayor capacidad de compra.

Así las cosas, las tasas de incremento del PIB son mucho más bajas en todos los países. Si se observa la producción manufacturera, ésta toma la forma de una raíz cuadrada. O lo que es lo mismo, tras el rebote estamos experimentando un crecimiento muy plano y, en consecuencia, estancado.

Si se tienen en cuenta los tipos de interés tan bajos, entonces el crecimiento puede considerarse incluso apropiado y suficiente para generar una rentabilidad. Pero el problema reside en que en términos absolutos esos crecimientos nominales no son suficientes para abonar el stock de deuda creado. Y al situarse la actividad en unas tasas muy bajas, cualquier shock por pequeño que sea puede empujar a la economía hacia la recesión. El conflicto con Rusia y las consiguientes sanciones comerciales, la secesión de Escocia, Cataluña o la ingobernabilidad de España fruto de las próximas elecciones generales pueden bastar para hacer descarrilar la recuperación y hacernos caer en una deflación en la que se pospone cualquier decisión de compra o inversión.   

Y lo peor de todo es que la devaluación interna de España también termina quitando mercado a Francia o Italia. Hace falta una política con una visión europea si de verdad se quiere atajar el riesgo de deflación. Pero ni Francia e Italia están por la labor de recuperar su competitividad, ni Alemania por la de aprobar un plan de inversiones y lanzarse a consumir a costa de su ahorro. Galos y germanos ni siquiera se muestran a favor de respaldar las compras de títulos de mayor riesgo que propone Draghi con el objetivo de impulsar el crédito. La solución europea se posterga en medio de la complacencia que brindan los mercados.

Y si bien el sector privado en España ha hecho esfuerzos de ajuste muy significativos, el saneamiento de las finanzas públicas dista de completarse en un contexto en el que la corrección depende de un crecimiento sin inflación. Entre junio y junio, la deuda del conjunto de las Administraciones aumentó en 62.000 millones, por encima del objetivo del 5,5 por ciento del PIB. Sólo la deuda de las Comunidades se elevó en 20.000 millones, el doble de su objetivo de déficit. Nada de esto indica que las cuentas públicas hayan sido domeñadas. Y cualquier evento podría recordárnoslo y poner a prueba los límites de una política monetaria ubicada en unos tipos históricamente bajos.

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