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España se baja los pantalones

La Roja, de rojo. En realidad, el cambio de uniforme lleva a una coherencia semántica. Primero fue el apodo de la selección nacional y luego la decisión de ajustarse a él. Pero tiene el mismo punto de ultraje que las demás agresiones contra las tradiciones y los símbolos en el fútbol que cada vez con mayor frecuencia perpetran (o lo intentan) las firmas que visten (y financian) a los equipos. Y como pagan se sienten en el derecho de jugar y bailar por un interés comercial con las costumbres, los recuerdos y el orgullo de los aficionados.

De repente, España se desprende de los calzones azules que luce desde mediados del siglo pasado (y es verdad que ponérselos entonces de ese color posiblemente no tuviera mucho sentido) y establece que a partir de ahora (hasta la siguiente ocurrencia del coronel diseñador de turno) serán tan rojos como la camiseta. Así jugó ya el sábado en Guinea. Una forma de parecer más Bélgica, el Bayern de Múnich o el Liverpool que la propia selección española. Una forma de lastimar al purista, confundir al personal y, sobre todo, generar gasto entre los aficionados.

No es un pecado exclusivo de la selección, cuyas peleas a propósito del uniforme (por extensión de los combates que vive el propio país) se concentraban hasta ahora en la inclusión o no de la bandera española en algún lugar visible del mismo. Y si acaso, el ya clásico viaje por el arco iris de la segunda y tercera equipación al que todos los equipos se han rendido. España se ha movido por el azul, el blanco, el amarillo o el celeste como el Madrid, tras pasar por el azul, el negro, el rojo y el verde, viste ahora por Europa de naranja. Las víctimas son mayoría.

Hubo quien intentó arrancarle las rayas rojiblancas a la camiseta del Atlético y quien trató de sustituirlas por disparos de kétchup a la del Athletic. La reacción de sus respectivas hinchadas abortaron a tiempo ambos atentados. Otros equipos han tenido más resignación y menos suerte. Como el Barça, al que cada año le visten de una manera. Los ataques en el universo fútbol contra la apariencia tradicional son constantes, algunos directos y frontales y otros más disimulados. A la que el seguidor baja la guardia, con los que gestionan más pendientes de contar el dinero que de proteger los escudos, las marcas cuelan alguna frivolidad con la que volver menos reconocibles a quienes patrocinan.

Le ha tocado ahora a la selección, que no tiene una hinchada específica para protestar, registrada a su nombre con un número concreto de socios o abonados. Es la suma general de todas las aficiones que componen la Federación, pero menos implicadas. Y quizás por eso ninguna se de por aludida o expresamente por ofendida. Casi setenta años con el pantalón azul no cuentan cuando a uno de los artistas de la modernidad se le ocurre que mola más el rojo.

Como la camiseta no ha sufrido rasguños parece que la afrenta no es tanta. Y hay incluso quien considera que se gana con el cambio, que el resultado queda chulo. Pero si consistiera en eso, habría más gente aplaudiendo que en vez de escudos se pusieran fotos de Úrsula Corberó en cueros. Pero no es de estética de lo que se discute en el fútbol. Sino de símbolos y pertenencia, de colores y formas que cada seguidor siente como propios y exhibe y defiende de por vida. Y con esas cosas, por más que se empeñen los gurús del diseño y la mercadotecnia, es mejor no jugar. Ni siquiera en la selección.

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