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Estiércol sobre Özil

Se fue Özil del Real Madrid y se armó un revuelo mundial. La operación se ejecutó a última hora, cogió al fútbol desprevenido y derivó finalmente en cornada con múltiples trayectorias. Y eso que analizada por encima, sin entrar en la letra pequeña, reunía una lógica casi aplastante. La llegada de Bale representa un gasto brutal que al Bernabéu no le viene mal aliviar y reduce las posibilidades de juego de un futbolista descomunal que no pega como suplente. 45 millones por un jugador que ha perdido su condición de principal es algo que ni el Madrid puede desaprovechar.

Como gran diferencia con respecto a la discutible salida de Robben y Sneijder cuando llegaron Cristiano y Kaká, el entrenador aquí ha ejercido de motor decisivo para la venta. Pellegrini dijo bien alto en su día que no traspasaran a los holandeses; Ancelotti más bien le ha abierto ahora la puerta de salida al alemán. De modo que lo que se podría cuestionar es el gusto del entrenador (su renuncia a semejante talento) o el origen del asunto, que el Madrid haya decidido reforzarse en posiciones que tenía bien cubiertas, más por capricho o vicio que por necesidad. Pero una vez consumada la apuesta por Isco y Bale, el desenlace era casi un regla de tres.

Sin embargo, pese a la carga de racionalidad (al Madrid le interesaba vender y al jugador irse), la afición ha puesto el grito en el cielo por una pura cuestión de sensibilidad. Y al clamor de la grada se ha incorporado la plantilla. No sólo para despedir con cariño al compañero que se va sino para, algunos con más tacto que otros, afear la decisión a sus superiores. Y más allá del contenido futbolístico que estos lamentos representan (el agujero que los que juegan cree que se va a producir en el equipo), destapan un problema mayor que el Madrid trae heredado del periodo anterior: el poder con el que se cree el vestuario, o los pesos pesados, posiblemente tras interpretar como victoria personal la caída de Mourinho. Que Sergio Ramos se venga tan arriba a la hora de criticar una decisión de club en la que no tiene competencia indica lo fuerte que se siente. Como comportamiento es reprobable, como señal es preocupante. El principio de autoridad en entredicho.

Pero casi peor ha sido la reacción de los que mandan y de su aparato de propaganda: tratar de revertir la impopularidad de la decisión no sólo despejando culpas sino ensuciando la imagen del traspasado. Los despachos, que digieren mal las derrotas en las encuestas, han sabido mover hilos para esparcir estiércol y reducir de repente  al alemán a jugador discreto, pesetero, ingrato, casi delincuente, mal tipo y de peor familia. Su pecado no ha sido irse o desear irse. El crimen que paga Özil es que la gente le quiera.

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