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Del 'Qué viva España' y el 'lololo' para el himno a las esteladas y los gritos de independencia tapados por Isco

Los sables no rugieron. Hubo más humo que fuego, artificios en la cuna de la pólvora, donde se presagiaban unas fallas que apenas ardieron. Lo polémica, auspiciada por el ruido ajeno al fútbol, no alcanzó el protagonismo pretendido. Dos ejércitos de fanáticos participaron en la premiere.

El pulso vocal resultó solapado con la política venciendo ésta, a los puntos de forma ajustada, a la animación. Por un lado, el clásico de Manolo Escobar, Qué viva España, con las gargantas de la afición blanca explotando en el reto, predispuesto por la grada, ante unos aficionados azulgranas a la expectativa, con sus esteladas al viento  -la amarilla, con connotaciones más izquierdistas, y la azul- además de alguna española infiltrada en el Mestalla más barcelonista.

Y el Rey no se había asomado aún al palco. Lo hizo casi al tiempo del himno, justo cuando Mateu Lahoz comenzaba con la parafernalia habitual. Animosos abrazos entre los protagonistas y calentamiento de las cuerdas vocales con insultos mutuos antes de la Marcha Real. Los blancos tratando de poner la letra inexistente al dictado del lolololo mientras que los culés, no en su mayoría, pitaban sin que sucediese lo de otras citas. La pasión desbordada y la música ambulante, buscando la polémica en la prensa. Un 'fifty-fifty' por aclamación.

Y llegó lo que muchos esperaban en el 17, fundamentalmente en el bando de los aficionados del equipo de Martino. Los gritos de independencia de una parte de la afición fueron cercenados por Isco. Nunca se sintió el malacitano tan protagonista. Robó la salida del balón del Barça en el centro ganándose una ovación de los suyos que engulló el griterío de los nacionalistas catalanes. Todo quedó en un susto, en un guión mal cimentado evitado por la desventaja –ya caían en el marcador- y por la acción de trincheras de Isco.  Un minuto antes, en el 16, había amanecido la primera tangana resuelta por Mateu con la equidad de las tarjetas; a partes iguales para Neymar y Pepe.

Un equipo astillado se exhibe sobre el césped y se contagia a la grada. Ver salir al Barça en la reanudación fue significativo; cada uno en su mundo, ensimismados, sin compartir la tensión. Y ese estado se transmitió a sus incondicionales. Su oposición, enfervorizada por la pasión defensiva de jugadores ajenos a ese trabajo, vapuleó a una hinchada azulgrana que amaneció al duelo con un disparo de Bartra a veinte del final que anticipaba su protagonismo en el gol del empate y despertaba del letargo a la grada norte.

Un gol con una sobredosis emocional para los suyos, recién abiertos a la vida. Pero faltaba Bale para justificar su fichaje, para romper la banda, para pintar la cara a una zaga visitante que había emergido. Y faltaba el palo final de Neymar, y las gracias de Iker a la madera. Por emoción no quedó.

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